miércoles, julio 30, 2014

El abuso de debilidad

El abuso de debilidad se produce cuando una persona se aprovecha de otra  gracias a su vulnerabilidad y fragilidad afectivas. Resulta difícil delimitar las fronteras del abuso de debilidad porque en muchos casos el claramente perjudicado da su consentimiento para que el otro ejecute acciones de dudosa licitud. Sin embargo, ese consentimiento puede estar prologado de manipulación o violencia psíquica, y aquí es donde todo el paisaje se llena de niebla. ¿Cuándo es abuso, estafa, timo, engaño, manipulación de la confianza, y cuándo es decisión autónoma, voluntad libre, relación consentida, aceptación nacida de un acuerdo entre iguales, conductas éticamente apropiadas?  El abuso de debilidad y otras manipulaciones (Paidós, 2012) trata de trazar esos limítes y recordar insistentemente que aunque hay situaciones que pueden no ser jurídicamente sancionables, sí se pueden evaluar desde el prisma moral. Su autora es la psicólogo y psiquiatra francesa Marie-France Hirigoyen, conocida por su obra de temática muy similar El acoso moral. El libro se adentra en un primer momento en el análisis pormenorizado del consentimiento (no hay consentimiento válido si se ha dado por error, o si ha sido obtenido con violencia o dolo, es lo que se tipifica como vicio de consentimiento),  la confianza,  la influencia y la manipulación. En el apartado dedicado a reseñar  las más habituales tácticas manipuladoras que el abusador esgrime con su víctima, la autora se ciñe al exitoso libro Pequeño tratado de manipulación para gente de bien (que reseñé en el blog de ENE Escuela de Negociación hace ya unos años) de los también franceses Robert-Vincent Joule y Jean-Léon Beauvois. 
 
Una vez cartografiado el mapa de la influencia nos habla de las víctimas potenciales para los depredadores, que suelen posar su atención en personas mayores, discapacitadas,  menores,  hijos (sobre todo en situaciones de divorcio), gente secuestrada por inmadurez o carencias afectivas. Esta fragilidad en la dimensión sentimental es el ángulo de ataque del abusador, el tendón de Aquiles de las víctimas para ser más fácilmente sojuzgadas. Entre los impostores encontramos mitómanos (mentirosos compulsivos con necesidad de ser admirados), seductores, timadores (muchos de ellos agazapados en el tuétano de las entidades financieras), perversos narcisistas (muy taimados y calculadores), paranóicos (que actúan más por coacción que por manipulación). Todos ellos se dedican al sometimiento psicológico y la vampirización de su víctima. El último capítulo del libro es desolador. La autora defiende que los valores imperantes en el contemporáneo tejido social facilitan el abuso de debilidad. La exención de responsabilidad personal delegada en los demás o diluida en los factores ambientales, la pérdida de límites, la dificultad para articular bien la vida pulsional, la vehemencia de la gratificación instantánea que incentiva el fraude y el atajo,  la inseguridad y el miedo provocados por la crisis económica y financiera, la consiguiente desconfianza en nuestros iguales, exacerban nuestra condición de seres frágiles y demandan una mayor presencia de autoridad pública. La autora advierte del peligro que supone la inflación del Derecho cuando sustituye el necesario control interno de cada uno de nosotros. Un semillero para abusadores.

lunes, julio 28, 2014

El malentendido



Muchas veces no tenemos ni idea de cómo interpretarán nuestras palabras las personas a las que van destinadas. Más que escuchar, los demás interpretan la información que peinan sus ojos y recogen sus tímpanos. De ahí que en muchas ocasiones nos quedemos perplejos, u horrorizados, cuando descubrimos cómo los demás aprecian cuestiones relacionadas con lo que acabamos de decir que no podríamos ni tan si quiera imaginar. Esta deriva hay que tenerla siempre muy presente, hablar asumiendo este riesgo. Lo relevante en la acción comunicativa no es lo que decimos, es lo que interpretan quienes nos escuchan. Muchas veces esa interpretación intoxica el discurso, lo contamina de ruido, lo metaboliza surrealistamente, coloca una lente de aumento en el punto exacto donde para nosotros las palabras cobran menor importancia o un mero papel decorativo. Si Kant afirmaba que «vemos lo que somos», podemos agregar que a menudo escuchamos lo que previamente creemos que nos van a decir. Es el festín de la tergiversación.

Es cierto que uno sólo es responsable de lo que afirma, no de lo que interpretan los que le escuchan, pero cuando hay desajustes severos en los significados que se comparten tarde o temprano uno acaba damnificado. Afortunadamente existen herramientas para saber si hay ligazón entre lo que decimos y lo que los demás creen que hemos dicho. Quizá la más efectiva sea el feedback, preguntar por nuestra información para saber cómo ha sido absorbida por nuestro interlocutor. No se trata sólo de hablar de un modo nítido y preciso, de que las palabras tracen la geografía exacta de su significado, sino de preguntar para averiguar si nuestro relato ha sido encauzado en la dirección adecuada. Formular una pregunta a tiempo puede evitar la emergencia de una comprensión extraviada y una conclusión desatinada. Una información oblicua que no se aclara en el momento de ser recibida tenderá a desplazarse con toda su fuerza hacia el epicentro del malentendido para después instigar el equívoco y su efecto de cascada por todo el territorio de la comunicación. Si la información es rica y la atención es pobre, se incrementan peligrosamente las posibilidades de que la información sea filtrada, enjuiciada, valorada y empaquetada en significados de forma errática. Para guiar correctamente la inevitable interpretación que padecerá nuestro relato podemos solicitar a nuestro interlocutor su participación: «Resúmeme lo que te he dicho para saber si lo que has entendido es congruente con lo que te dije». Es una petición aparentemente jeroglífica, pero muy eficaz para sortear equívocos. No es necesario enunciarla exactamente así, sino que signifique exactamente eso. Pruébenla.

lunes, julio 21, 2014

Entrevista en Planeta Biblioteca

Hace unas semanas acudí como invitado al programa Planeta Biblioteca de Radio Universidad de Salamanca. Se trata de un espacio que difunde recursos, servicios y tecnologías de la información útiles para la comunidad unviersitaria. Allí charlé animadamente con la presentadora Sonia Martín, puesto que su compañero de micrófono Julio Alonso Arévalo se encontraba fuera ese día. Trajimos a colación la reciente publicación del manual "La educación es cosa de todos, incluido tú" (Supérate, 2014), un itinerario de comportamientos y valores con destino a vivir y convivir mejor. Pero sobre todo hablamos de inteligencia social, de cómo la educación puede liberar al ser humano del determinismo biológico gracias al determinismo racional, de cómo podemos alcanzar el rango de personas autónomas que inventan fines gracias a la participación de la inteligencia y el conocimiento compartido. La conversación nos adentró por la dignidad del ser humano y luego por conceptos como la competitividad, la colaboración, el aprendizaje, las políticas educativas. Fue un paseo de media hora por nuestra concidión de seres sociales. El podcast del programa se puede escuchar o bajar en la página de Radio Universidad o en el audiokiosko Ivoox. También haciendo clic aquí.

jueves, julio 17, 2014

Lo imposible


No podemos cambiar el mundo pensándolo con las mismas lógicas que lo han ido acotando en lo que ahora es. En el último ensayo de Zygmunt Bauman, ¿La riqueza de unos pocos beneficia a todos? (Paidós, 2014), esta idea es nuclear. El octogenario sociólogo prescribe una receta para combatir el hábito cognitivo, sortear su inercia invisible y poder mudar el estado de las cosas: «no hay que pensar con las estructuras de siempre, sino en ellas». Si alguien analiza cualquier propuesta para construir un mundo más justo y digno, un mundo con preeminencia de las personas sobre los capitales, «con» las estructuras que lo han conducido hasta la omnipresente apoteosis del beneficio económico, resulta razonable la propensión a tildarlas de ilógicas, absurdas, quiméricas, idealistas, populistas. Esta deriva se percibe muy claramente entre los cirujanos del tejido político y social inhabilitados para imaginar realidades nuevas puesto que su argumentario y su sistema de creencias están subordinados a postulados viejos. Es difícil pensar con las eternas y monolíticas narrativas y que el resultado sea un mundo novedoso y diferente al que absorben nuestros ojos. O evaluar tesis inéditas de mundos posibles y que a los añejos razonamientos de toda la vida no les parezcan ilusas y panfletarias.

Necesitamos tramitar la realidad de manera desacostumbrada y sopesar lo inusual para imaginar realidades mejores, disciplinar la dimensión creativa y arriesgada como forma de incrementar posibilidades pensadas. Resulta curioso comprobar cómo la tecnificación del mundo cada vez es más y más sofisticada, pero en la organización social la innovación es prácticamente inexistente. Leo en el último libro de Jorge Richmann, Ahí es nada (Ediciones El Gallo de Oro, 2013), un aforismo en el que se cita  a José Laguna: «La ética necesita de la poesía para poder nombrar y alumbrar la utopía. Sólo cuando se nombra lo posible, el inédito viable, las energías del presente se ponen en macha hacia el horizonte del cambio». Necesitamos pertrecharnos de pensamiento ético para pensar lo que debería ser (y no ceñirnos en exclusividad a lo que es) y luego verbalizarlo con una mira poética a pesar de que será denostado como quimérico por aquellos que trazan el mundo con el automatismo del pensamiento convencional. Creo que fue a Paul Auster al que le leí que ninguna gran idea es aceptada de inmediato por sus evaluadores porque de lo contrario no sería una gran idea. Toda ocurrencia que ha hecho acrecentar la dignidad humana fue considerada utópica e imposible en su génesis. En retrospectiva la conclusión es muy sencilla. Lo imposible prologa lo posible.  

martes, julio 15, 2014

Dime qué ánimo tienes y te diré cómo piensas


Obra de Brian Calvin
El estado de ánimo es una variable que se tiende a desdeñar en los análisis de adopción de decisiones, en la emisión de un juicio, o en la construcción de una estrategia para afrontar las dificultades. Sin embargo, un ánimo elevado o hundido, alegre o marchito,  modula el resultado de nuestras evaluaciones y de las respuestas que ofrecemos a las solicitudes del entorno. Más aún. Nuestro estado de ánimo modifica el enfoque de la atención y los procesos de recogida y codificación de la información.  Un ánimo alto tiende a procesar la información de una manera económicamente rápida y con un rigor tibio. Impele a la acción y no se entretiene en pasear por vericuetos que entorpecen la conclusión. Un ánimo bajo promueve pensamientos analíticos detallistas, sistemáticos, una primera visión oteada del horizonte que luego va desmenuzando territorialmente en pormenorizados apartados que terminan dificultando la toma de una decisión. Toscamente podemos decir que el ánimo bajo es poético y el ánimo elevado es prosaico, que la tristeza es filosófica y la alegría, pragmática. La tristeza es exigente, pero irresoluta. La alegría es más laxa e imprecisa, pero mucho más determinante. 

El afecto negativo y su proclividad al interminable análisis acarrean consecuencias nocivas. Un ánimo bajo provoca rumiación, compulsiva reiteración de pros y contras, propensión al jeroglífico y la entropía, el desorden de una conciencia excesivamente preocupada de sí misma. Los clásicos afirmaban que mucho pensamiento mata la voluntad,  lo que significa que una sobrepuja de análisis inhibe la iniciativa. A la parálisis por el análisis es una consigna por la que se convocan muchas reuniones que persiguen dejar las cosas como están pero tranquilizar la conciencia creyendo que se ha hecho algo para cambiarlas. Cuando estamos aquejados de un estado de ánimo lánguido, es probable que experimentemos tres grandes déficits en los surtidores emocionales: que dejemos de vernos como una persona con competencia percibida alta (creencia general sobre la capacidad de alcanzar metas deseadas), que se desvanezca la expectativa de autoeficacia (creer en nuestras capacidades para realizar una acción concreta y muy delimitada), que situemos el locus de control en el exterior (no poseemos control sobre la situación y por tanto no podemos revertirla invirtiendo esfuerzo). Nos adentramos de este modo en un bucle cenagoso. El ánimo bajo nos predispone al abuso de análisis minucioso, el análisis exageradamente picajoso y contumaz nos empuja a la entropía, la entropía deteriora nuestra competencia percibida y desplaza el control al exterior, este deterioro nos inhabilita para insertar nuestros deseos en la realidad, esa inhabilitación nos hunde el ánimo, al hundirse el ánimo nos volvemos enfermizamente analíticos, y vuelta a empezar. Sólo hay una prescripción para sortear este círculo vicioso. Convertir las demandas del entorno en un reto que ponga a pruebas nuestras capacidades, no despilfarrar demasiada energía en analizarlas obsesivamente, y saltar a la acción. En la acción está la solución. 




jueves, julio 10, 2014

Soledad afectiva, soledad social



La soledad goza de una centralidad indiscutible en el mapa de nuestros miedos. Es lógico porque su presencia debilita nuestra herencia genética de animales sociales. Como si se tratara de una tergiversación biológica, la soledad confabula contra las grandes motivaciones del ser humano, contra nuestra necesidad de donar y a la vez proveernos de afecto y estima, de reconocimiento, de interacción con los demás. La soledad nos despoja de afiliación, nos aprisiona en la geografía aislada de nosotros mismos, nos enjaula en la territorialidad de las rumiaciones y nos hace acceder al salón privado de los espejos desfavorecedores. A mí me gusta afirmar en los cursos que nadie llega nunca a una conclusión feliz después de una noche de insomnio en la que sin moverse de la cama no ha dejado de dar vueltas y vueltas sobre sí mismo. Ocurre lo mismo con la deriva de la soledad. Nadie alcanza un escenario alegre si permanece solo más tiempo del que le gustaría. Existen dos tipos de soledad que permiten reembolsarnos réditos muy distintos: la voluntaria y la indeseada, una soledad balsámica y otra lacerante. Como todo aquello que adoptamos por decisión propia, la primera es domesticadamente fértil y nos pone de un modo controlado en contacto con lo más introspectivo de nosotros mismos en los instantes que nos apetece colmar intereses privados. La segunda es impuesta y, como toda situación de cambio que no controlamos, nos provoca aversión.  

Esta segunda soledad es muy déspota y muy corrosiva. A su vez se bifurca en otras dos soledades que arañan por dentro: la soledad social (desconexión crónica o transitoria de contactos regulares con los que compartir intereses y actividades), y la soledad emocional (escasez de apoyo afectivo e intimidad). La existencia de estas dos soledades puede provocar paradojas como que uno se sienta solo a pesar de estar rodeado de gente (la soledad emocional prevalece en este caso sobre la social), o que transitoriamente se encuentre muy solo aunque posea contactos valiosos con los que compartir su universo sentimental (aquí la soledad social predomina sobre la emocional, y desdice a Séneca cuando afirmaba que la soledad no es estar solo, sino estar vacío). Hay algo análogo a ambas soledades indeseadas. Ambas provocan efectos malsanos como malnutrición social, anorexia afectiva, sequedad sentimental, oxidación intelectual, astenia existencial, reflexividad negativa, fabulación depredadora de la realidad, incineración de una autoestima que focaliza su atención en todo lo que la reduce a cenizas. La soledad coloca un manto de óxido sobre el alma, pero también convierte en herrumbre la plasticidad del cerebro y lo desordena por dentro hasta volverlo torpón. La soledad impuesta mineraliza todo lo que toca.



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Mejor solo que mal acompañado.
La capital del mundo es nosotros.

martes, julio 08, 2014

El gorrón



Martin A. Nowak es uno de los más señalados expertos mundiales en evolución y teoría de juegos. En su ensayo Supercooperadores (Ediciones B, 2012), explica cómo la dimensión cooperadora es clave para la teoría evolutiva, cómo «la cooperación es el arquitecto de la complejidad viva», «cómo las mayores recompensas proceden de tener muchas interacciones productivas, es decir, cooperativas». Nowak ha rastreado la mejor estrategia a la hora de decantarnos por la cooperación o la competición en situaciones en las que nuestra decisión depende de la que tome el otro y viceversa. Disponemos de cuatro modelos de comportamiento para habitar la convivencia: el cooperador, el competitivo, el gorrón y el primo. Me interesa sobre todo la figura del gorrón, del desertor, del parásito, del tramposo, del egoísta, del que utiliza la defección para beneficio propio a sabiendas de que perjudica a todos los demás y deprime el ecosistema. La tentación del gorrón es directamente propocional a los niveles de cooperación, de ahí su complicadísima eliminación. Si existe mucha cooperación en el tejido social, el desertor obtendrá elevados beneficios no cooperando. Si decrece el número de gorrones, aumenta la cooperación, y al aumentar la cooperación, la tentación de convertirnos en gorrón se multiplica exponencialmente. Entramos en un círculo sin salida. 

La pregunta es pertinente. ¿Se puede neutralizar la conducta del gorrón?  La respuesta es desoladora. Siempre habrá gorrones, siempre habrá alguien que trate de encontrar un beneficio privado conculcando una norma que sin embargo es respetada por los demás (el gorrón no saca tajada sólo por vulnerar la regla, sino que necesita indefectiblemente que sus congéneres la cumplan y por tanto asuman los costes). En la historia evolutiva siempre se enlazarán fases de cooperación y deserción. Ahora bien, se puede amortiguar la presencia de gorrones si logramos que la dimensión  ética tenga más centralidad en la vida de las personas (la ética es incluir a los otros en mis deliberaciones, insertar en mis juicios hipótesis sobre qué ocurriría si mi conducta es reproducida por todos los demás y actuar en consecuencia), si activamos la reciprocidad, si existe una perspectiva de represalia que funcione como mecanismo disuasor.  Nowak realizó un informático juego de probabilidades en la evolución de la cooperación para descubrir cuál sería la mejor estrategia a emplear para edificar ecosistemas cooperadores en los que conviven conductas rivales. La mejor estrategia  para la construcción de la comunidad fue la bautizada como Tit for Tat Generosa. Esta estrategia siempre responde con cooperación a la cooperación, y cuando se enfrenta a la deserción, coopera en uno de cada tres encuentros. «No olvides nunca un buen giro, pero de vez en cuando perdona uno malo». Se trata de ser cooperador con quien lo es y castigar a quien no lo es, pero de vez en cuando indultarlo para que se incorpore a las filas de la cooperación.  «No dejar que el oponente sepa con exactitud en qué momento se va a ser bueno con él».  Esta es la estrategia para minimizar al gorrón, no para erradicarlo. Cuanto más cooperadora sea una comunidad, más tentadora resultará la opción desertora. Aunque si te descubren también será mayor la sanción social.  El gorrón evalúa todos los pros y contras de su posible conducta. Y actúa o se inhibe.  A veces en décimas de segundo. A veces en frías, taimadas y calculadas estratagemas.

jueves, julio 03, 2014

La revolución de la fraternidad



En el ensayo La revolución de la fraternidad (Destino, 2013), su autora, la periodista y psicóloga Paloma Rosado, defiende la necesidad de reincorporar la olvidada fraternidad al discurso social. El lema enarbolado en la Revolución Francesa que proclamaba «libertad, igualdad, fraternidad» ha quedado reducido a un binomio en el que las dos primeras consignas han recibido un trato preferencial en detrimento de la fraternidad, que ha sido escamoteada de las narraciones públicas. La autora vindica el papel rector de la fraternidad en nuestras vidas como llave de acceso a la felicidad. La neurociencia constata que la felicidad se agazapa en ese flujo cotidiano que nos anuda invisiblemente a los demás, en nuestras relaciones con el otro, en la degustación de proyectos y actividades de la gente que hormiguea a nuestro alrededor tanto en los espacios públicos como en los círculos de convivencia más íntima. Hace más de medio siglo, el primer artículo de los Derechos Humanos, esos Derechos que la productividad económica anhela convertir en territorio lucrativo, nos exhortaba a una fraternidad que ahora los científicos corroboran como matriz de la felicidad: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». 

En la genealogía de la felicidad está la fraternidad, tratar al otro como si fuera nuestro propio duplicado, corresponderle como una persona equivalente a la nuestra. La felicidad vincula con los demás, con la maraña de interacciones policéntricas que entretejemos con nuestros pares, con la camaradería y pulsión cooperadora que reclaman las tareas que desbordan nuestra capacidad, con la experiencia irremplazable del reconocimiento y el cariño que siempre nos los tiene que expedir alguien ajeno a nosotros, con el afecto que nutre las relaciones en una simbiosis alimenticia que nos hace sentir vivos. En el esclarecedor ensayo Flow, que aglutinaba cientos de entrevistas, se colegía que el momento más placentero de las personas consultadas emergía cuando hacían algo que les encantaba, y lo hacían de un modo compartido. Este resultado bidimensional destapaba el secreto de la felicidad: hacer cosas que nos gusten y hacerlas, o compartirlas, con la gente cercana que las siente como propias. Para poder trabar amistad con la felicidad necesitamos alejarnos del totalitarismo narcisista que irradia nuestro ego y disolvernos en los demás, adentrarnos en ellos, que sus fines y los nuestros estén alineados por nuestra común condición de frágiles y precarios seres humanos. El libro de Paloma Rosada narra en sus páginas finales los testimonios de gente que poco antes de morir confesaba qué era aquello de lo que se arrepentía en esos postreros momentos, qué deuda dejaban por saldar, por qué les enojaba ser expulsados del reino de los vivos. La queja más frecuente era la de no haber manifestado sus afectos, no haber expresado el amor que sentían por las personas que siempre habían estado cerca de ellas. Se puede argüir que la degustación del otro y su verbalización es la fuente de nuestra felicidad. La felicidad comparece cuando uno brinca el perímetro de su yo. Cuando se adentra en el territorio del nosotros.

En el ensayo La revolución de la fraternidad (Destino, 2013), su autora, la periodista y psicóloga Paloma Rosado, defiende la necesidad de reincorporar la olvidada fraternidad al discurso social. El lema enarbolado en la Revolución Francesa que proclamaba «libertad, igualdad, fraternidad» ha quedado reducido a un binomio en el que las dos primeras consignas han recibido un trato preferencial en detrimento de la fraternidad, que ha sido escamoteada de las narraciones públicas. La autora vindica el papel rector de la fraternidad en nuestras vidas como llave de acceso a la felicidad. La neurociencia constata que la felicidad se agazapa en ese flujo cotidiano que nos anuda invisiblemente a los demás, en nuestras relaciones con el otro, en la degustación de proyectos y actividades de la gente que hormiguea a nuestro alrededor tanto en los espacios públicos como en los círculos de convivencia más íntima. Hace más de medio siglo, el primer artículo de los Derechos Humanos, esos Derechos que la productividad económica anhela convertir en territorio lucrativo, nos exhortaba a una fraternidad que ahora los científicos corroboran como matriz de la felicidad: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». 

En la genealogía de la felicidad está la fraternidad, tratar al otro como si fuera nuestro propio duplicado, corresponderle como una persona equivalente a la nuestra. La felicidad vincula con los demás, con la maraña de interacciones policéntricas que entretejemos con nuestros pares, con la camaradería y pulsión cooperadora que reclaman las tareas que desbordan nuestra capacidad, con la experiencia irremplazable del reconocimiento y el cariño que siempre nos los tiene que expedir alguien ajeno a nosotros, con el afecto que nutre las relaciones en una simbiosis alimenticia que nos hace sentir vivos. En el esclarecedor ensayo Flow, que aglutinaba cientos de entrevistas, se colegía que el momento más placentero de las personas consultadas emergía cuando hacían algo que les encantaba, y lo hacían de un modo compartido. Este resultado bidimensional destapaba el secreto de la felicidad: hacer cosas que nos gusten y hacerlas, o compartirlas, con la gente cercana que las siente como propias. Para poder trabar amistad con la felicidad necesitamos alejarnos del totalitarismo narcisista que irradia nuestro ego y disolvernos en los demás, adentrarnos en ellos, que sus fines y los nuestros estén alineados por nuestra común condición de frágiles y precarios seres humanos. El libro de Paloma Rosada narra en sus páginas finales los testimonios de gente que poco antes de morir confesaba qué era aquello de lo que se arrepentía en esos postreros momentos, qué deuda dejaban por saldar, por qué les enojaba ser expulsados del reino de los vivos. La queja más frecuente era la de no haber manifestado sus afectos, no haber expresado el amor que sentían por las personas que siempre habían estado cerca de ellas. Se puede argüir que la degustación del otro y su verbalización es la fuente de nuestra felicidad. La felicidad comparece cuando uno brinca el perímetro de su yo. Cuando se adentra en el territorio del nosotros. 



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