miércoles, abril 29, 2015

La reputación



La reputación  es la valoración que tienen los demás de nosotros. Estamos tan obsesionados con ella y su centralidad en la competición y la comparación social que en muchos casos somos víctimas del imperialismo del ego enmascarado en la identidad profesional, el estatus social, la retribución salarial, la titulación del conocimiento, la visible aristocracia del mérito, etc., etc., etc. Toda una gama de prescriptores encaminados a la colonización de reputación. Desgraciadamente ese afán se puede resumir en ese concepto tan horrendo como posmoderno que habla del yo como marca, una marca que hay que «saber vender» en el mercado para trepar por la pirámide social y, una vez ubicados en las alturas, los demás pronostiquen nuestro comportamiento al alza. El filósofo Alain de Botton escribió hace ya unos años el muy plausible ensayo Ansiedad por el estatus. Recuerdo que después de leerlo pensé que se podría haber titulado Necedad por ser más que los demás. Solemos engañarnos afirmando que los demás no nos importan, pero invertimos elevadísimas cantidades de tiempo y de esfuerzo muy circunscrito en lograr ser importantes para ellos, y apropiarnos así de la consecuente conducta de valor del otro hacia nosotros (materializada en reconocimiento o cariño). En los círculos corporativos la reputación es concebida como un recurso intangible para la generación de valor y por extensión para la optimización financiera, el santo grial  en el ecosistema empresarial. En los paisajes íntimos y en los nexos comunitarios esa valoración consustancial a la reputación vincula más con el orden axiomático que jerarquiza la visión del mundo del que nos escruta que con nosotros mismos. Dicho de un modo sencillo. Su opinión sobre nosotros depende de sus valores, aquello que cobra protagonismo en su vida, lo que significa que aprecia o deprecia en nosotros lo que previamente valora o subestima en él.  De ahí que la emisión de un juicio sobre algo externo es en realidad una afirmación sobre algo interno. La sobreestimación o la minusvaloración de nosotros no dependen íntegramente de nuestros actos ni de nuestro discurso, sino más bien de la estratificación axial que guía la vida del otro.  

Las personas somos entidades muy complejas, entramados inextricables de biología y biografía, pozos sin fondo,  nudos gordianos difíciles de desatar. Muchas veces ni nosotros mismos sabemos quién habita en las palpitaciones de nuestras sienes, quién se hospeda en el interior de nuestros actos, quién adopta unas décimas de segundo antes que nosotros las decisiones que luego ejecuta nuestro cerebro. Este desconocimiento tan mayúsculo nos permite aducir que la reputación es lo que piensa de nosotros la gente que no nos conoce de nada, puesto que incluso nosotros somos para nosotros un jeroglífico de cuyo significado sólo poseemos aproximaciones cuarteadas. El escritor Juan Bonilla publicó en los noventa la recomendable novela Nadie conoce a nadie. En sus páginas se demostraba cómo se puede contaminar muy fácilmente el concepto que tenemos de alguien, incluso afectivamente muy cercano, lo que servía para corroborar el irrefutable título del libro. Que nadie conozca realmente a nadie no impide que construyamos juicios acelerados sobre las alteridades con las que nos cruzamos. Solemos tardar treinta segundos en configurar una primera impresión sobre una persona que acabamos de conocer. Tres minutos en  valorarla. Menos de diez en hacernos una idea macroscópica que nos permita creer que ya podemos predecir su conducta. Nuestra reputación depende de esos instantes. Demasiada inconsistencia para perder tanto tiempo en tratar de controlarla. Demasiada volubilidad para que nuestra estima esté en manos de alguien que no somos nosotros.



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jueves, abril 23, 2015

El libro contra la desmemoria


Uno de los deseos más arraigados en el ser humano es el de encontrar soportes duraderos en los que depositar su memoria. La historia de la humanidad es la liza permanente de qué hacer para guarecerse del olvido, qué inventar para evitar que la experiencia adquirida se diluya con el advenimiento de la muerte. De ese deseo y sus múltiples ocurrencias para satisfacerlo nació el libro. Nuestra cultura es acumulativa y la humanidad ha agotado mucho tiempo en concebir artificios que inmunizaran la información y el conocimiento contra la desmemoria. La travesía de ese almacenaje parte desde algo tan poderoso y mágico como las representaciones icónicas de las cuevas hasta llegar a la construcción del lenguaje articulado. Ese lenguaje se solidificó en la escritura cuneiforme de los sumerios registrada en tablas de arcilla, de ahí saltó al revolucionario papiro egipcio, al carísimo pergamino medieval, al libro códice, al alucinante papel chino, a la increíble imprenta de Gutenberg en el siglo XV, al multisecular libro contemporáneo, al e-book, a las nuevas y múltiples metamorfosis de soportes que propone la mutación digital. En los libros descansa aquello que las mentes más preclaras de la humanidad han dejado por escrito tras discernir mucho, ordenar el desorden en el que se incuban los hallazgos creativos, encontrar la palabra nítida y exacta, corregir una y otra vez hasta hacer que la idea se presente del modo más inteligible posible para ser compartida. Este legado se llama cultura, el préstamo que nos conceden nuestros antepasados y también nuestros coetáneos para que ahora nuestra inteligencia no parta de cero ni en sus elucubraciones ni en la elección de recursos. Basta con abrir un libro o encender un dispositivo electrónico para sentir la infinita suerte que tenemos de poder aprovecharnos del triunfo de la memoria frente al olvido. Feliz Día del Libro a todos.



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martes, abril 21, 2015

Decir lo siento sin sentirlo



The Gift, Michelle del Campo
Existe una fórmula tremendamente económica en la que se pide perdón pero sin necesariamente reconocer la autoría de la ofensa cometida. Como exonera de culpa es habitual en todos los ámbitos, tanto públicos como íntimos, aunque en la gestión y comunicación políticas ha trepado a la condición de primer mandamiento para salir indemne de palabras que deberían provocarnos vergüenza, imputarnos una tasa de responsabilidad y considerarse un desdoro. Esta es la fórmula indolora que sirve para zanjar una barbaridad que nos delata inoportunamente, o una reflexión en la que no hemos podido inhibir lo que realmente pensamos y que ahora nos mete en un aprieto: «Si alguien se ha sentido ofendido con mis palabras, lo siento». 

Se trata de una condicional que anula el valor de la disculpa porque quien la pronuncia no asume la conciencia de culpa alguna. Señala la ofensa no en las palabras enunciadas y su posible simetría con el daño infligido, sino en el otro, que quizá es demasiado quisquilloso e hipersensible, o adolece de falta de capacidad para el lenguaje un poco beligerante. Todo esto en el caso de que haya ofendidos, porque el uso de la condicional apunta que puede haberlos, pero también que puede que no. Pura volatilidad. De este modo la disculpa se enajena de la promesa de no repetir el daño causado puesto que el uso de una frase condicional deja claro que no se asume la creación de daño. Frente a esta fórmula lingüística está la verdaderamente sincera, la que rara vez se oye: «Siento haber provocado daño con mis palabras, que fueron muy lesivas». Aquí sí se acepta la responsabilidad, se reconoce la culpa y se publicita por qué uno se siente culpable. E incluso para que la petición de disculpa sea completa convendría agregar un propósito de enmienda específico, qué se va a hacer a partir de ahora para reparar el daño. «Siento haber provocado daño con mis palabras, que fueron muy lesivas, y a partir de ahora intentaré que mi lenguaje sea más considerado con los demás». Pura ciencia ficción en ciertos círculos.



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