martes, marzo 01, 2016

Un ejemplo vale más que mil palabras


Obra de Guim Tió
El ejemplo es un insuperable instrumento pedagógico. La simplicidad de su técnica es directamente proporcional a su compleja fuerza vinculante en los demás. El ejemplo es el único discurso que no necesita palabras, aunque sí necesita saber qué palabras ejemplificar. Y aquí entramos en un territorio apasionante y difícil sobre el principio de autoridad y por qué unos valores han de ser más hegemónicos que otros para la construcción de los usos, hábitos, normas y costumbres sociales. Leyendo los ensayos de Javier Gomá Ejemplaridad pública e Imitación y experiencia (ambos incluidos años después en la Tetralogía de la ejemplaridad), es imposible no asentir que el ejemplo es el único instrumento válido para la transmisión y promoción de aquellos valores que cimentan el espacio compartido. Ya que hablo del ejemplo, pondré uno. Platón aducía que la educación no es otra cosa que desear lo deseable. ¿Cómo podemos explicar a alguien qué es lo deseable y en qué consiste su normatividad? ¿Cómo podemos hacer que penetre en su orbe afectivo, lo interiorice, lo incorpore a su marco sentimental y lo acabe deseando? Sólo a través de ejemplificarlo en la narración centrífuga del comportamiento. El ejemplo posee el monopolio de la educación sentimental, porque, como defiende Javier Gomá, es el único resorte con capacidad para inducir la emulación. Ponerse a explicar virtudes, o lo abtruso de los valores axiológicos, desde la gélida dimensión del conocimiento abstracto es una actividad pedagógicamente árida y probablemente inútil. En la esfera moral un ejemplo vale más que mil palabras. El ejemplo persuade con su presencia, se convierte en un productor de modelos, en la conducta arquetípica a imitar. Es mil millones de veces más eficaz comprobar el aplauso social o el elogio de la comunidad destinado a los que se conducen según lo deseable que leer varias veces la Crítica de la razón práctica de Kant, la Ética a Nicómaco de Aristóteles, o Inteligencia emocional e Inteligencia Social de Goleman. Malas noticias para los profesores: la sensibilidad ética no se enseña ni en los libros ni en la pizarra.  Buena noticia para los ciudadanos: la sensibilidad ética se propaga y perpetúa en cada interacción con los demás. 

Aristóteles afirmaba que la educación consiste en educar deseos, modelarlos, pautarlos, lograr que obedezcan a nuestros proyectos. Todos los males que asolan el mundo se producen por una pésima administración del deseo, el conatus, según la jerga de Spinoza. Pascal quiso refrendar esto mismo pero de un modo que despertara la sonrisa: «Todas las desgracias del ser humano ocurren por su incapacidad de quedarse quieto en una habitación». El deseo nos lo impide y por eso educarlo es prioritario en cualquier movilización con aspiraciones serias. La subjetiva estratificación de los deseos tiende a olvidar nuestra insoslayable condición de existencias al unísono, existencias que comparten lugares, propósitos y recursos. El impulso del deseo privado puede deteriorar muy fácilmente ese espacio público donde nuestra vida intersecciona con otras vidas. Victoria Camps explica esta falla en El gobierno de las emociones: «Ponerse límites es cada vez más difícil porque falta el sentido de lo colectivo y de la vida en común, que es lo que justifica los límites». Prescribía Aristóteles que las virtudes éticas sólo se pueden adquirir a través del hábito. Dicho en lenguaje llano. Es en la acción costumbrista donde la ética se aprende, se adquiere y se publicita sin necesidad de recurrir ni a estratagemas publicitarias ni a discursos moralizantes. Al ser existencias vinculadas en un paisaje reticular, todos somos ejemplo de todos, y por lo tanto a todos nos compete ser ejemplares. La ejemplaridad es aquella conducta que asumida críticamente por todos nos mejora a todos. Más todavía. Puesto que nuestra condición de animales políticos hace que todo lo personal incida en lo público, los demás tienen derecho a exigir que nuestra conducta sea ejemplar, pero también a aceptar el deber de que nosotros podamos exigirles lo mismo. Un mecanismo así recibe el nombre de círculo virtuoso. Es un nombre maravillosamente elocuente.



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