martes, febrero 13, 2018

Sentir bien



Obra de Mauro Cano
Una de las explicaciones más bonitas de qué es la filosofía se la leí hace tiempo a Emilio Lledó. Como el vocablo filosofía yuxtapone el prefijo filo (amistad) y sofía (sabiduría, saber, conocimiento), Lledó afirmaba que la filosofía «es la amistad para entender y sentir las cosas». Es una descripción plagada de belleza. Es curioso que en su definición Lledó utilice el verbo sentir. La sabiduría, o la inteligencia en su acepción contemporánea, tiene como fin dirigir el comportamiento, a sabiendas de que ese comportamiento siempre acaba desembocando en el espacio público. Sentir pertenece a la esfera privada, pero las acciones elicitadas por nuestra sentimentalidad son públicas. Todo acaba en el segmento intersubjetivo. En mi nuevo ensayo, El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza (que verá la luz el 13 de marzo), hablo de la politización del orbe sentimental. Cuando empleo el término política no me refiero al caricaturesco folclore de los partidos políticos, sino al ejercicio reflexivo en torno a cómo sería bueno que articulásemos la convivencia. Esta labor se antoja prioritaria porque los límites a mi yo los pone la presencia de otro yo. Si no hubiera otras existencias alrededor de mi existencia, no sería necesario delimitar nada. Los sentimientos son el resultado de cómo nos impregnamos en las limitaciones con el otro. En los talleres y seminarios que imparto siempre reto a los asistentes a que miren en lo más profundo de su ser a ver qué encuentran por ahí. El ser atomizado que creemos ser no es tal. Es el conjunto de interacciones mantenidas con otros seres a los que les ocurre exactamente lo mismo.

Sentir es atribuir un valor semántico a las emociones a través del uso de la reflexividad. Sentimos en función de nuestra condición de animales políticos y somos los animales políticos que somos según sea la evaluación afectiva en la que cristalizan nuestros sentimientos. He aquí cómo ética y política se funden en una misma entidad. Como las emociones no tienen inteligencia, pero los sentimientos sí, sería más correcto hablar de inteligencia sentimental que de inteligencia emocional, expresión que en sí misma delata un imposible. Es una alocución tan errática como esa exhortación que nos invita a sentir más y a pensar menos, como si pensar y sentir fueran coordenadas excluyentes. Obviamente no solo no son excluyentes, son la misma dimensión, una consciente y otra interiorizada a través de la habituación de nuestras inferencias.

Sócrates postulaba conocer el bien para actuar bien, y actuar bien para vivir bien. Los sentimientos no son consecuencia de profundas evaluaciones psicológicas, sino de una auditoría ética. Sentir bien es una labor subsidiaria de argumentar bien, que a su vez orbita en torno a un eje axiológico que estratifica los argumentos, eje que nace del resultado de preguntarse cómo sería bueno orquestar ese destino irrevocable que es la comunidad humana. Para sentir bien hay que desear bien, que a su vez depende de la competencia de pensar bien, que es el resultado de elegir bien, elecciones mediatizadas por el modelo de humanidad del que nos gustaría formar parte en tanto que no nos queda más remedio que vivir juntos. Sentir bien es dirigir el comportamiento por anhelos que humanizan el lugar en el que se concelebran esas interacciones. Sentir bien es desear que nos apetezca lo que nos mejora y mejora a los demás, y que nos desagrade lo que nos degrada y degrada a los demás. En el argumentario social hemos acordado que quien se autoconfigura así es una persona educada bien. Una persona que entabla sana amistad con la sabiduría para entender y sentir las cosas. Para sentirlas bien y disfrutar de sus maravillosas consecuencias.



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