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martes, mayo 10, 2022

El cuidado: una atención en la que estamos para otra persona

Obra de Anita Klein

Los seres humanos somos vulnerables por la imposibilidad de evitar ser afectados por una relación continuada de hechos y presencias que acaecen mientras existimos. Vulnerabilidad proviene de vulnus (herida) y abilitas (posibilidad). El filósofo Miquel Seguró nos recuerda en su ensayo Vulnerabilidad que vulnerar es sinónimo de atentar y dañar. Somos vulnerables porque siempre planea sobre nuestra vida la posibilidad de ser heridos, dañados, de que algo o alguien atente contra cualquiera de los múltiples resortes que nos configuran como la persona en quien nos constituimos en absoluta unicidad. La contingencia y los imponderables nos acechan agazapados en nuestro derredor deseosos de asaltar nuestra biografía y malograrla. Podemos ser heridos en la corporeidad que somos, heridos en el entramado afectivo que proclama que nada duele más que ser irrespetados, heridos en esa dignidad que nos hemos brindado las personas a nosotras mismas con el preventivo fin de no hacernos daño y castigar por la vía punitiva o por la vía del ostracismo social comportamientos asociados a la explotación y a la subalternidad de cualquier congénere. 

Somos vulnerables porque somos frágiles, subjetividades constituidas por material muy quebradizo, débiles entidades biológicas. Martha Nussbaum pronostica que si no fuéramos tan vulnerables posiblemente no nos enfadaríamos nunca. Afortunadamente al lado de nuestra naturaleza lábil y mortal disponemos de una segunda naturaleza llamada cultura. La herencia cultural legada desde la noche de los tiempos nos ha dotado de procedimientos, tradiciones, normas, lenguajes, herramientas, morales, religiones, técnicas, sentimientos, arte, un plexo de artefactos materiales y simbólicos para precisamente combatir nuestra connatural vulnerabilidad. De toda esta pléyade de utilería cultural quizá la más eficaz ha sido la de descubrir los gigantescos beneficios de ayudarnos unos a otros, la ventaja evolutiva de cuidarnos unas y otras con el fin de amortiguar nuestra debilidad congénita. Somos animales humanos, y eso significa que somos humus, tierra, seres que provienen del suelo, y que es tan palmaria nuestra pequeñez que cualquier otro animal de los que pueblan el planeta Tierra está mejor diseñado para la supervivencia que nosotros. Hemos aprendido que la vulnerabilidad no se combate siendo más fuertes, sino más inteligentes. Del fruto de esa inteligencia aplicada a la vulnerabilidad nació nuestra naturaleza intersubjetiva.

En Tiempo de cuidados, Victoria Camps nos dice que «como respuesta a la interpelación de debilidad, el deber de cuidar se proyecta en la disposición a no dejar al otro desvalido, hacerse cargo de sus necesidades». En sus páginas cita a la politóloga e investigadora en estudios del cuidado Joan Tronto y los cuatro momentos del cuidado reflejados en cuatro actitudes: la atención, la responsabilidad, la competencia y la capacidad de respuesta.  Este último punto me resulta nuclear. En su libro Ética de la compasión, Joan Carles Mèlich sostiene que «la compasión consiste en responder al dolor del otro acompañándolo». No deja de ser curioso esta apelación a la respuesta. Cuidar por tanto es responder y corresponder a quien lo necesita, contestar con una acción a los requerimientos de quien no puede satisfacerlos de un modo autárquico. Cuando cuidamos somos cuidadosos, porque estamos atendiendo, que es el momento en que nuestra atención está para el otro, pero no para un otro cualquiera, sino para una otredad inerme y desposeída de autonomía que requiere ser asistida porque por sí misma no puede derribar las adversidades que la coaccionan. La enfermedad, la dolencia, los cuerpos dependientes, la precariedad económica, el maltrato psíquico, la violencia, la vejación, el sometimiento en todas sus abyectas encarnaciones, la expulsión del mercado laboral, la instrumentalización del daño, la erosión de la autoestima, la discriminación subrepticia, son experiencias que dejan maltrecha a la persona que las padece. El concurso de la comunidad es decisorio para erradicarlas o para paliarlas. El cuidado por lo tanto salta a la dimensión pública en tanto que se desenvuelve en el espacio relacional, y porque al cuidarnos establecemos los criterios de lo que consideramos debería ser lo humano. 

La antropóloga y adalid del feminismo Margaret Mead postula que «ayudar a alguien durante la dificultad es donde comienza la civilización», esto es, donde arranca aquello en lo que deliberamos hay humanidad. Creo que también es en ese preciso punto donde se originó el chispazo fundacional de una inteligencia ética que ahora nos impele a cooperar como acción refleja para que la posibilidad de ser heridos decrezca en el devenir de nuestra vida. El pasado sábado pronuncié en el Congreso Nacional del TEI (programa de prevención contra la violencia escolar) celebrado en A Coruña la conferencia La belleza del comportamiento, que es como se titula el libro que presentaré estos próximos días. Allí compartí mi definición de cuidado, que sobrepasa los confines del cuerpo y de la adversidad: «El cuidado es el despliegue de una constelación de atenciones destinada a guarecer los mínimos (lo justo) que necesita cualquier persona para crear condiciones de posibilidad con las que elegir sus máximos (lo que le dona alegría)».  Como he escrito aquí varias veces, es tremendamente ilustrativo comprobar que la tercera acepción del verbo cuidar es pensar. José Antonio Marina nos recuerda que cuidar es la actitud adecuada ante la vulnerabilidad de lo valioso, pero para dilucidar qué es lo valioso no nos queda más remedio que sopesar, dirimir, pensar.  Si pensamos bien, veremos que no hay nada más valioso que un tú en el que el yo se positiva como un yo. Me atrevo a parafrasear la máxima cartesiana «Pienso, luego existo» y anudarla al cuidado, a esa atención en la que mostramos disponibilidad para la persona prójima. La máxima cuidadora se podría resumir en «Pienso, luego existes». Creo que este enunciado explica con una brevedad insuperable el fundamento de la ética.

 

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martes, abril 19, 2022

«No creo en el bien, creo en la bondad»

Obra de Agnes Grochulska

En Decir el mal, la filósofa Ana Carrasco afirma que «la destrucción de lo humano se da en el momento en que se deja de sentir al otro». Creo que es así, aunque no es exactamente así. Una persona sádica siente al otro al que inflige dolor precisamente para extraer de esa devastación un manantial de delectación y goce. Una persona empática puede entender muy bien el dolor del otro y no iniciar ningún curso de acción para aminorarlo o erradicarlo. Dejar de sentir al otro no es por lo tanto dejarlo de sentir, sino sentirlo de un modo que juzgamos inapropiado. Consideramos que es inapropiado no sentirlo como un portador de dignidad, un ser humano acreedor de respeto, una entidad valiosa que merece ser cuidada en vez de resquebrajada. No sentir al otro se refiere por lo tanto a la disolución de un sentir ético, anular la posibilidad de que en el dinamismo de la intersección broten fraternidades, cosificarlo como un medio para coronar propósitos. Justo hace unos días he terminado la última novela de Belén Gopegui, Existiríamos el mar, en la que la escritora defiende que «ninguna vida debería sostenerse en el daño de otras». El filósofo Joan Carles-Mèlich sostiene que el yo ético se forma en respuesta al sufrimiento del otro. No sentir al otro es no sentir el daño que se le ha infligido. No contestar a su sufrimiento. Mostrar imperturbabilidad. Indiferencia.

Frente a las acciones catalogadas de buenas, que buscan facilitar bienestar en la persona prójima sin que esa búsqueda provoque damnificados en la urdimbre social, el mal es un generador de destrucción. El que hace el mal no es atento, y no lo es porque desatiende o le provoca desdén la consecuencia de su acto, incluso en situaciones en las que el móvil es el bien. La ética es tener en cuenta a los demás, un tener en cuenta que viene escoltado por el respeto y la consideración. La estudiosa de la historia de las religiones, Karen Amstrong, se queja con frecuencia de que utilizamos a las personas como recursos. En el mal no se tiene en cuenta al otro, o si se le tiene en cuenta es como medio o recurso que justifica la obtención de un beneficio, lo que obliga a ser impertérrito ante el posible daño ocasionado, o a releer ese daño como inevitabilidad para alcanzar un bien, que es el primer precepto de los autoritarismos y los fascismos. En su Ética de la compasión, Mèlich establece una diferenciación crucial para demarcar fronteras y no extraviarnos en este laberinto: «Mientras el bien es una experiencia metafísica, el mal es una experiencia física». No sabemos con exactitud qué es el bien, pero el mal es aquella acción que provoca sufrimiento en el otro.

En la novela Vida y destino de Vasili Grossman podemos leer en boca de Ikónnikov: «Yo no creo en el bien, creo en la bondad».  En ocasiones los defensores de una idea del bien hacen mucho daño, y un ejemplo arquetípico son los totalitarismos. Sin embargo, quien esgrime la bondad y actúa bajo su susurro nunca hace daño a nadie. Si hiciera daño, su acción ya no sería bondadosa. El bien puede justificar muchos desafueros con su inmenso patrimonio de subterfugios, y convertirse en un instrumento del mal. La bondad desea el bienestar del otro, pero en la bondad el fin y los medios nunca se disocian. La bondad toma posición ética y pone límites de respeto en el tejido vincular con el otro sin que seamos muy conscientes de que los está poniendo. Ana Carrasco ofrece una definición del mal que evita nuevos equívocos: «El mal es la acción que pone en relación de un determinado modo dos o más sujetos en el movimiento que, orientado por una forma de vínculo, descompone, destruye, desintegra a quien lo sufre e, incluso, a quien lo ejecuta». Esta destrucción es abarcativa y se puede ceñir sobre las tres grandes áreas humanas que requieren cuidado y deferencia: la corporeidad, el entramado afectivo y la dignidad. La destrucción trastoca el cuerpo en un dominio del dolor, estrangula la esfera afectiva hasta convertirla en un lugar de sufrimiento, desapropia a la persona de la autonomía consustancial a su dignidad y la rebaja a sometimiento. Conviene recordar que el ser humano es el ser que puede comportarse de una manera que juzgamos muy poco humana. El animal humano se comporta con muy poca humanidad cuando trata a un semejante como si no fuera semejante a él. 


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martes, enero 25, 2022

Vivir no es sobrevivir

Obra de Scott Burdik

A mis alumnas y alumnos les insisto mucho en que cuando nos nacen nos encontramos con una existencia con la que indefectiblemente tenemos que hacer algo. Hace unas semanas vi una película en la que un niño demandaba a sus padres por haberlo nacido, pero su acusación llegaba tarde y sin posibilidad alguna de encontrar una solución satisfactoria. Nacer no se puede revocar. Nadie nos consultó para indagar si nos apetecía o no venir a este mundo de normas, leyes, principios, gramáticas, costumbres, morales, credos, tradiciones, tabúes, lenguajes, culturas, evaluaciones afectivas, técnicas, clases sociales, determinismos económicos. Nos han nacido y aquí estamos con la onerosa obligación de elegir a cada instante qué hacer con la existencia que nos han dado sin pedírsela a nadie y sin que nadie haya tenido la deferencia de contar con nuestra opinión. Al principio nuestra existencia es muy vulnerable e inerme, frágil e incapaz de sortear por sí misma los muchos peligros con que se presenta la muerte, así que durante varios lustros nos cuidan y nos protegen, pero pasado cierto tiempo y adquirida cierta maduración cognitiva tenemos que pensar ya sin tutelaje alguno qué queremos y qué podemos realizar para que esa existencia con la que estamos sucediendo en el mundo de la vida merezca ser existida. No es tarea fácil. Por eso aprender no termina nunca.

Una de las características distintivas de este acontecimiento crucial e irrepetible que es que te nazcan estriba en que nuestra existencia recala en un lugar plagado de otras existencias como la nuestra. No nos queda más remedio que articular las inevitables interacciones que tendremos con ellas. Para tamaña empresa en la que vivir se diluye en convivir hay que deliberar, discernir, indagar, pensar, reflexionar, discurrir, dialogar acerca de cómo queremos relacionarnos y con qué fin. Cuando lo hacemos seria y radicalmente descubrimos que ese pensar siempre nos conduce a la creación de posibilidades para la alegría privada y colectiva. Los seres humanos convivimos para satisfacer el reino de la necesidad y así poder después elegir (que es el verbo en el que la Dignidad se hace acción)  el contenido personal de aquello que  proporciona alegría, orientación y sentido a nuestra vida para vivirla bien. Si subordinamos el montante de nuestras acciones, veremos que su fin último es extender la posibilidad de vivir una vida alegre y significativa. Si el fin es otro, entonces estamos pensando erráticamente y debemos obligarnos a repensarnos, reestructurarnos y resemantizarnos. Esto es exactamente lo que propone la Declaración Universal de los Derechos Humanos en su deseo político de otorgar cuidado a cualquier persona por el hecho de ser una persona. Qué condiciones son las idóneas para que un ser humano pueda acceder a una alegría elegida facultativamente por sí mismo. 

Los Derechos Humanos son los mínimos que ha de tener garantizados una persona para que en su vida pueda urdir planes de vida, es decir, los Derechos Humanos son las condiciones sin las cuales se torna difícil que comparezca en la vida humana la posibilidad de una vida alegre. El animal humano es una aleación de memoria y proyección, y si se elimina su capacidad de proyectarse se le amputa la capacidad de diseñar el futuro para orientar en esa dirección su energía en el presente. Se le hurta la producción de sentido. Los mínimos aspiran a mantener la vida biológica que somos, pero los máximos aspiran a que la entidad biológica en la que existimos pueda sedimentar en una biografía, aquello con lo que queremos conferir sentido a la existencia que nos encontramos cuando nos nacieron. Los mínimos vinculan con sobrevivir, los máximos con vivir. Sobrevivir no es vivir, sino hacer todo lo posible para no morir. Vivir es vivir bien, porque si no se vive bien, no se vive, se sobrevive. Vivir bien es disponer de condiciones para realizar aquello que una vez realizado nos gustaría volver a hacer de nuevo porque encontramos en su despliegue un enorme caudal de gratificación. Cualquier progreso que no colabore a que las vidas humanas adquieran la posibilidad de una vida más alegre, no merece intitularse como progreso.

 

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martes, noviembre 30, 2021

Si pensamos bien, nos cuidamos

Cuidar y ser cuidado es lo más humano de todas las actividades posibles que concita la experiencia de estar vivo durante un tracto de tiempo que llamamos existencia. Defino como humana la conducta en la que una persona se preocupa de otra persona, y por humanidad la cualidad por la que nos sentimos concernidos por nuestros semejantes, sobre todo cuando nos conduelen quienes están en una situación desfavorecida, de vulnerabilidad, riesgo o pobreza. La semana pasada asistí a un conversatorio con la escritora Carolina León en el que nos habló de su ensayo Trincheras permanentes, un  trabajo editado hace unos años en el que indagaba sobre la naturaleza política de los cuidados, cuando hablar políticamente de cuidados era una rareza y todavía los cuidados como objetjo de reflexión no vivían el actual apogeo acreditado por la simultánea publicación de La ciudad de los cuidados de la arquitecta Izaskun Chinchilla, Tiempo de cuidados de la filósofa Victoria Camps, La revolución de los cuidados de la activista  María Llopis, El trabajo de cuidados de la economista Cristina Carrasco, la historiadora Cristina Borderías y la socióloga Teresa Torns, Manifiesto de los cuidados de The Care Collective, o la brillante e introspectiva novela cuya lectura recomiendo Llévame a casa de Jesús Carrasco, un fresco psicológico sobre el cuidado filial de las figuras progenitoras. Toda esta copiosa producción bibliográfica indica que los cuidados empiezan a ocupar el lugar nuclear que se merecen en la conversación pública.

En el conversatorio participé comentando muy brevemente que los seres humanos somos seres vulnerables. Nuestra vulnerabilidad es una condición ontológica, frente a la precariedad, que es una condición social que desvela con dolorosa elocuencia qué decisiones políticas se adoptan en la regulación de la vida en común. Si la vulnerabilidad (otros autores hablan de afectabilidad, término que me resulta muy apropiado, o receptividad, como sostiene el filósofo Xabier Etxeberría) es fundente al acontecimiento de existir, cuidarnos unas y otros es una actividad indisoluble de la esfera humana. La asociación de la vida con el cuidado no es accesoria, es absolutamente central. Nuestra vulnerabilidad ubica a los cuidados en el núcleo del núcleo. Cuidarnos es la actitud adecuada ante la vulnerabilidad de lo valioso, escribe en uno de sus ensayos José Antonio Marina. Me adscribo a esta definición, porque no hay nada más valioso que disponer de una existencia, valor que va acrecentándose cuando con el transcurrir de los años tomamos vívida conciencia de su finitud, de que la vida es caduca y de que llegará un día en que culmine su propia disolución. No deja de resultar sorprendente que la tercera acepción de cuidar sea pensar. Si pensamos bien, cuidamos y nos cuidamos. Si pensamos mal, nos descuidamos.

El discuso contrahegemónico y sus contranarrativas más lúcidas han entendido muy bien que el auténtico diálogo que nos interpela humanamente se focaliza en la elección entre la motivación extractora del capital o la provisión de cuidados, y lo han colocado en el centro de la mesa de análisis. Cualquier tema vinculado con lo humano no puede dejar de lado los cuidados sin que la deliberación quede escamoteada. Entre el capital y los cuidados se libra el sentido de la vida compartida, y quién posea hegemonía sobre quién de entre estos dos polos de tensión en las decisiones políticas determinará qué entendemos por vida humana y cómo vamos a orquestar socialmente la vida. En tanto que necesidad común a cualquiera de los que conformamos el rebaño humano, urge la politización del cuidado y la configuración de resistencias contra su privatización. Igual que tenemos derecho a acceder a la justicia, deberíamos tenerlo asimismo a ser cuidados por el maravilloso hecho de ser una existencia, algo tan valioso por lo que nos atribuimos dignidad y que por tanto debe ser velado y atendido con institucional mimo. Nuestra interdependencia nos convoca a establecer potentes sistemas asistenciales para que la existencia con la que nos encontramos cuando nos nacieron sea lo más apacible posible, y por un simple efecto de vasos comunicantes lo sea también para los demás con los que formamos la membrana comunitaria. Hablar de una existencia humana es hablar de un cuerpo que precisa mucha atención y mucha diligencia, de un entramado afectivo que demanda respeto y consideración, y de una dignidad que para poder desplegarse  requiere el cumplimiento íntegro de los Derechos Humanos. Desatender esta tríada es no pensar. O discurrir por lugares que descuidan el tesoro más preciado que poseemos.


* Esta tarde a las 19:30 horas hablaré de estos y otros temas en el encuentro literario que mantendré en la Librería-Café La Llocura de Mieres, Asturias. 


 

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