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martes, abril 25, 2023

Dinero, tiempo y tranquilidad

Obra de Jeffrey T. Larson

He escrito varias veces sobre la aspiración humana a una vida tranquila, a una existencia en la que los remansos de paz sean lo frecuente en vez de la concatenación de frenetismos cotidianos que nos centrifugan y nos alienan. La tranquilidad rara vez se cita entre las pretensiones más nucleares del ser humano, pero basta con que se quiebre para añorar su balsámico retorno. Los factores higiénicos operan de este modo en nuestro poco inteligente cerebro: se revalorizan con su ausencia, se minusvaloran o directamente se negligen con su presencia. Precisamente una de las muchas labores que desempeña el pensamiento es la de no tener que llegar al triste extremo de perder las cosas para comenzar a apreciarlas. Frente a la autarquía que pregona la literatura de autoayuda, en mis apologías de la tranquilidad he intentado explicar que la tranquilidad personal necesita indefectiblemente contextos de tranquilidad colectiva. Como sujetos políticos nos atañe decidir cómo queremos que sea la vida en común, y en esa decisión un criterio evaluativo a tener muy en cuenta sería la tranquilidad de todas y todos. En muchas ocasiones subestimamos la irradiación del medioambiente social en el que nuestras decisiones coagulan y se hacen acciones. La autoayuda y el pensamiento positivo colaboran con denodada insistencia a este preocupante olvido. 

La tranquilidad debería ser una aspiración política de mínimos para que luego cada quien se decante por sus máximos. Ha de ser personal y a la vez colectiva, pertenecer a la esfera privada y simultáneamente al paisaje social. Por muy privativa que sea, los contextos condicionan sobremanera cómo será nuestra vida al elicitar unos sentimientos en menoscabo de otros. Hay contextos que facilitan la concurrencia de afectos tristes en la vida de las personas: odio, resentimiento, envidia, narcisismo, abatimiento, insatisfacción, melancolía, decepción, autodesprecio, soberbia, miedo. Pero también los hay que fomentan la comparecencia de afectos alegres como la propia alegría, la admiración, el cuidado, la compasión, la amistad, la atención, la confianza, el respeto, el entusiasmo, la consideración. Cualquier persona se comporta mejor en entornos tranquilos que en entornos lesivos. Nuestro comportamiento es subsidiario de los contextos en los que se inserta nuestra existencia. Contextos amables nos vuelven amables, contextos precarios nos vuelven miedosos e iracundos. Por desgracia el mundo cada vez es más ansiógeno, más celérico, más aturdido, menos proclive a sembrar posibilidades de vida serena y tranquila. Byung-Chul Han ha publicado Vida contemplativa, elogio de la inactividad. En su primera página podemos leer: «Dado que solo percibimos la vida en términos de trabajo y rendimiento, interpretamos la inactividad como un déficit que ha de ser remediado cuanto antes». Unas párrafos más adelante apostilla: «Allí donde solo reina el esquema de estímulo y reacción, necesidad y satisfacción, problema y solución, propósito y acción, la vida degenera en supervivencia, en desnuda vida animal». 

Se nos olvida con frecuencia, pero lo contrario de la libertad es la necesidad. Donde impera la necesidad no hay elección, y donde no hay elección no hay despliegue de la autonomía humana, que es fuente de serenidad y satisfacción. Solo aprendemos lo que amamos, reza el título de un recomendable ensayo del neurocientífico Francisco Mora, que podemos parafrasear en Solo aprendemos lo que elegimos, porque cuando la necesidad está erradicada, lo electivo forma parte inextricable de la palpitación vital de nuestra persona. Los seres humanos vivimos agregados no solo porque así es más sencillo derrocar la necesidad, sino sobre todo porque así podemos elegir qué hacer con nuestro tiempo. Desgraciadamente en un mundo que ha inventado portentosos medios tecnológicos para empequeñecer la tiranía de la necesidad, apenas disponemos de tiempo. El neoliberalismo demoniza la tranquilidad, la conformidad, la satisfacción, lo suficiente, la inactividad, la vida reflexiva, y no contempla la posibilidad de una existencia eximida de bloques inmensos de tiempo productivo para que cada persona dedique tranquilamente su tiempo a aquello que vincule con lo más profundo de su ser. Accedemos a los tiempos de producción con la loable aspiración de aprovisionarnos de dinero, tiempo y tranquilidad, esto es, cierta estabilidad económica y psíquica, y un tracto de tiempo propio en el que poder disfrutar de ambas realidades personalizando el modo de hacerlo. En el mundo de la lógica productiva y la rentabilidad siempre insuficiente con respecto al ejercicio anterior, si se da uno de estos tres vectores (dinero, tiempo y tranquilidad), es a costa de que no se puedan cumplir los dos restantes, sea cualesquiera que sean. Es un contexto muy fértil para los afectos tristes. 


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martes, febrero 18, 2020

Prácticas de transgresión: caminar, leer, estar en silencio




Obra de Nigel Cox
Una práctica de transgresión es aquella que desobedece y quebranta el discurso hegemónico de un mundo que privilegia la celeridad y la rentabilidad económica, y tiende a minusvalorar todo lo demás. Suele ocurrir que todo lo que se solicita con urgencia alberga una importancia minúscula para las cuestiones conspicuas. Lo verdaderamente relevante y transformador necesita el concurso del tiempo y la comparecencia de la porosa lentitud, nada que ver con el apremio patrocinado por la retórica de la producción y la financiación. Hace poco escribí para un texto que «si hay mucha prisa en hacer algo, con bastante probabilidad ese algo no tiene la menor importancia para lo importante de la vida». La prisa es una invención de un capitalismo que necesita producir cada vez más y cada vez más aceleradamente, e inventar relatos del ser y el tener que azucen el deseo de que lo producido y ofertado sea canibalizado con voracidad consumista para que se agote cuanto antes, y proseguir así el bucle de la maquinaria, pero incrementando la velocidad en cada nueva rotación para a su vez aumentar progresivamente los márgenes. El proceso es inacabable, pero para que no pierda cadencia requiere explotación y deshumanización.

David Le Breton es autor de dos ensayos que invitan a lentificar la vida para entenderla y sentirla mejor. Uno de ellos trata sobre la revelación terapéutica del caminar y su verificación de que somos cuerpo (Elogio del caminar), y el otro sobre la función reparadora del silencio (El silencio, aproximaciones). Utilizar nuestra arquitectura corporal, que ha sido diseñada para andar, y abrazarse a la presencia acogedora del silencio, son formas de resistencia política, un posicionamiento de contrapoder en un mundo sobrecargado de celeridad crónica, incontinente ruido, palabrería huera y alienante, polarización de los juicios, medios de comunicación acríticos y chillones vertiendo sin pausa información desconectada de significado. Los tiempos del caminar son tiempos disidentes, confabulan contra esa competitividad erigida en eje axial de la vida humana. Caminar despacio atendiendo a lo que ocurre en nuestro derredor se yergue en crítica vivencial a un discurso que ordena ligereza y prontitud, e incita al atajo. Caminar transmuta nuestra relación con el tiempo, pero también con el cuerpo, y con el silencio, puesto que caminar es una manera muy fértil de que yo y yo acaben entablando una conversación llena de matices.  «Caminar es vivir el cuerpo», «caminar es un método tranquilo de reencantamiento del tiempo y del espacio», «el caminante es quien se toma su tiempo y no deja que el tiempo lo tome a él», sostiene Le Breton. 

El apresuramiento nos impide remansarnos e interpelarnos en los espacios y en los tiempos, que son  dos dimensiones insoslayables para el enraizamiento de la confianza y los afectos. La celeridad sabotea tejer vínculos profundos de interacción y deshilacha aquellos que una vez estuvieron trenzados. La prisa liquida el mundo y lo degrada en mundo líquido (en la acertadísima expresión acuñada por Bauman). Me resulta imposible no citar aquí la experiencia lectora, que calca muchas de las virtudes del caminar. La pausa y reflexión que requiere la práctica de la lectura absorta es una forma de abdicar de la lógica de la vida contemporánea sobrecargada de horarios, tareas y el absolutismo del tiempo remunerado (al margen de lo que supone conversar con mentes privilegiadas que han tenido la deferencia de compartir con nosotros sus ideas articuladas en lenguaje escrito). Más todavía. Leer es pura insumisión a un mundo que pugna por arrebatar nuestra atención con el fin de dispersarla primero y vaciarla de criterio después. La autonomía consiste en colocar la atención allí donde lo elegimos nosotros, y no una entidad heterónoma. Leer cultiva esa autonomía porque nos devuelve la soberanía sobre nuestra atención, el botín más preciado en la civilización digital. Y, como diría Emilio Lledó, nos permite aprovisionarnos de un lenguaje que nos pueda defender.

Cada vez se camina menos puesto que cada vez los sitios cotidianos están más lejos (la gentrificación expulsa a las personas de los centros de las ciudades) y los trayectos son más largos (y no disponemos del tiempo ni de la energía atlética suficientes como para desplazarnos andando). Sin la parsimonia metaforizada en el caminar y en el leer y sin el silencio como acceso al musitar palpitante de las cosas, la ensordecedora sonoridad del mundo y su zumbido epocal anestesian las condiciones de la deliberación reflexiva. El silencio es una forma de cuidarnos, puesto que solo en el silencio podemos tomar perspectiva sentimental y política suficiente para atender al ser que somos y que existe al lado de otros seres que también son y también existen junto al nuestro.  Hace poco le leí a mi admirada Remedios Zafra que «el exceso de información opera como una forma de ceguera porque es inabarcable». El silencio y la invisibilidad nos permiten desconectarnos y desintoxicarnos del alud de información que por su tamaño y su apresuramiento impiden que permeen afectiva y epistémicamente en nosotros. Invisibilizarse también es transgresor en un mundo en el que casi todos visibilizamos casi todo.


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