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martes, octubre 16, 2018

Dialogar para ganar en cordura


Tallas de madera del artista Peter Demezt
Estos días he vuelto a releer el ensayo Para qué sirve realmente la ética (Paidós, 2013) de Adela Cortina. Lo leí por vez primera nada más ver la luz hace ahora cinco años. Meses después fue galardonado con el Premio Nacional de Ensayo de 2014. En sus páginas finales, y para vindicar la ética discursiva y las democracias deliberativas, la profesora revela algo que a veces pasa muy inadvertido entre los apologetas del diálogo: «El diálogo tiene fuerza epistémica porque nos permite adquirir conocimientos que no podríamos conseguir en solitario». Hay que recordar que la propia naturaleza de la palabra diálogo remarcar esta condición de conocimiento que va de un lado a otro enriqueciéndose con lo que se comparte en la intersubjetividad. El diálogo posibilita la interacción a través de la palabra, es el instante mágico y a veces hedónico en que el logos que nos amerita como subjetividad se imbrica con el logos de nuestro interlocutor a través de la interpenetración de argumentos. Como postulo que todo argumento es la encarnación de nuestro logos fabricando ideaciones en las que reconocerse a sí mismo, a mí me gusta metaforizar que «la palabra dialogada es la distancia más corta entre dos personas que desean entenderse»

Mi mejor amigo y yo solemos decirnos que cuando nos juntamos para deliberar somos mucho más ingeniosos que cuando estamos separados y el pensamiento es tristemente insular. El diálogo que nos coge de la mano y nos conduce hacia lo imprevisto nos inspira mutuamente. Al lado de mi amigo, que es la persona más perspicaz en el análisis del comportamiento humano que yo conozca, facturo ocurrencias mucho más lúcidas que cuando estoy solo, y a él le ocurre lo mismo conmigo. Esta especie de graciosa mentorización recíproca explica que en diferentes etapas de nuestra vida y en distintas ciudades intentemos agotar horas y horas en las que nuestras animadas palabras juegan a pillarse, a darse sorpresas, a ayudarse, a abrazarse, a retarse, a prologarse, a epilogarse, a matizarse, a impugnarse, a interrogarse, a aplaudirse. A veces cuando pongo toda mi atención en dos gatos que suelo cuidar y los veo jugar practicando con sus estéticos cuerpos malabarismos apasionados, pienso que las palabras hacen exactamente lo mismo cuando quienes las profieren en un diálogo se sienten plenos en la comodidad que regala la concordia y la amistad. Cuando  hay concordia, hay cordura, que es la sedimentación de la inteligencia y la bondad. Cordura proviene de cor-cordis, corazón, y añade el sufijo ura, actividad. Resulta curioso que se la identifique también con la sensatez. Hay cordura cuando actuamos con el corazón y la lucidez. Cortina afirma en su ensayo que «la cordura echa mano de las razones de la razón y de las razones del corazón».

En Tratado de Filosofía Zoom José Antonio Marina abrevia en qué consiste el uso racional de la inteligencia, que es una forma más científica de referirse a la cordura: «Tan solo pretende buscar evidencias que van más allá de las evidencias privadas» Para brincar de la evidencia personal a la evidencia compartida no nos queda más remedio que recurrir al concurso del diálogo. De hecho, hay autores que afirman que el diálogo no es una mera herramienta para la gestión de la comunicación y la persuasión, sino una estructura que hace posible la existencia de la razón comunicativa. Sin diálogo no podríamos entendernos con los demás, no podríamos construir espacios de intersección en los que armonizar la discrepancia, interpelarnos, alcanzar acuerdos, peraltar compromisos. Gracias al diálogo el disenso se convierte en consenso, los intereres incompatibles encuentran recodos de compatibilidad. Estas metamorfosis se alcanzan siempre y cuando en el proceso dialógico intervengan la concordia, la bondad, la cordialidad, la amistad cívica, la consideración, virtudes sin las cuales dialogar se degrada en un estéril intercambio de monólogos.

Una ingente cantidad de problemas de nuestra vida en común no se resuelve ni por la imposición (que puede modificar la conducta pero no la voluntad, con lo que el problema continúa probablemente en estado de latencia) ni votando (que es un juego de suma cero y siempre provoca descontento en alguna de las partes), sino dialogando (que es un juego de suma no cero e intenta satisfacer parcialmente los intereses de todos). Diálogo es un término que proviene del adverbio griego dia, que circula, y del sustantivo logos, palabra, racionalidad, también sentimentalidad, la constelación de afectos que hace que alguien sea una mismidad diferente a todas las demás. Diálogo es por tanto la palabra que circula entre nosotros. El sonido que nace de pronunciar una palabra es, siguiendo a Lledó, aire semántico, es el logos que habitamos y que nos habita, la posibilidad de transmitir nuestra experiencia a través de la oralidad, ese aire organizado en estructuras con significado; o de la escritura, la coagulación del pensamiento en signos y significantes con una carga semántica que permite aspirar a entendernos desplegando la cordura como soporte basal.

¿Y para qué circula esa palabra entre nosotros? ¿Qué fin persigue? La respuesta es taxativa. Hablamos para deliberar y ampliar nuestro conocimiento, para celebrar esa aparente antinomia que consiste en derribar dudas y a la vez levantar otras nuevas. Si no dispusiéramos de logos, de palabra, no podríamos deliberar, la palabra no deambularía, no habría posibilidad de diálogo, no podríamos enriquecernos con las aportaciones argumentativas de los demás. El verbo deliberar proviene del sufijo de y el sustantivo liberare, pesar, es decir, deliberar consiste en colocar metafóricas pesas en los platillos de la balanza a favor o en contra de una idea.  El patrimonio de las ideas se incrementa cuando nuestras ideas polinizan con ideas provenientes de otras cosmovisiones. Nuestras palabras se vuelven más atinadas cuando son rebatidas o son refrendadas con las palabras de los demás. Los argumentos se hacen unos con otros en la reflexividad acompañada y se petrifican y empobrecen en la insularidad. La inteligencia se vuelve mucho más inteligente cuando se junta con otras inteligencias a deliberar porque acaricia ideas que por sí misma ni siquiera rozaría. El diálogo es diálogo en el majestuoso instante en que empleamos el impulso creador y transformador de la deliberación para ganar en cordura. Para mejorar en las razones de la razón y las razones del corazón.



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martes, octubre 02, 2018

En la predisposición está la solución (del conflicto)



Obra de Takahiro Hara
La predisposición a solucionar un conflicto lleva en sí misma una elevada cantidad de la posible solución del conflicto. Casi me atrevería a escribir que abraza la totalidad de esa solución, al margen de su contenido siempre que por supuesto desprenda equidad. Mi tesis se sostiene en la sencilla definición de predisposición. El diccionario de la Real Academia la define como acción y efecto de predisponer, y luego anuncia que predisponer es preparar, disponer anticipadamente algo, o el ánimo de alguien, para un fin determinado. La predisposición a solucionar un conflicto es anticipar el ánimo para solucionarlo. La ausencia de esa predisposición dificulta los cauces habituales que se abren en la articulación de un desacuerdo. Si la predisposición a la solución es deficitaria, las herramientas para encontrarla serán igualmente deficitarias o directamente sobrantes. La nulidad o la inoperancia no son inherentes a las herramientas, sino al uso que su portador hace de ellas. Las epistemologías del conflicto insisten plausiblemente en afinar procedimientos y métodos para urdir y facilitar salidas ecológicas e integradoras a las discrepancias, pero mantienen desatendida la predisposición a querer solucionarlas, que es lo que convierte en útil o inútil el procedimiento. Recuerdo que en mis inaugurales incursiones en el campo de la conflictología siempre me preguntaba por la predisposición a solucionar el conflicto. Estaba persuadido de que una vez coronado ese predisponerse todo lo demás devendría fácil.

Para que dos personas se entiendan es prioritario que deseen entenderse, y la edificación de ese deseo es la bóveda de clave de todo lo demás. Mi mirada siempre se detenía en esta esfera de la afectividad, en la raigambre sentimental que hacía que unas personas anhelaran entenderse y otras denegaran con rotundidad la contemplación de esa opción. Rara vez mis ojos se aquietaban en los métodos y en los procedimientos para armonizar la disensión, cuya utilidad desde luego remarco como inobjetable siempre y cuando el ánimo de entenderse capitanee la interacción. Las herramientas son medios para un fin, pero si ese fin se elimina los medios no tienen campo sobre el que operar. En algunas entrevistas que realicé en aquella época a algunas figuras señeras de la disciplina siempre les preguntaba por esta predisposición, qué hacer para estimularla, qué resortes había que activar o cuidar para que el agente se sintiera abducido por ella y actuara en consecuencia. Confesaré que la mayoría de las respuestas eran vagorosas. Este hecho me incentivó a investigar claves éticas y presupuestos sentimentales en las lógicas que sostienen la convivencia para encontrar esa especie de vellocino de oro en el que yo había convertido mi búsqueda incansable de la predisposición. El resultado de esa experiencia nómada yendo de un sitio a otro por las planicies y las cordilleras del comportamiento humano para dar con ella lo acomodé literariamente en las páginas del ensayo El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza. Una ética del diálogo (ver).

Querer es un verbo muy olvidado en los ensayos de la persuasión y la argumentación como tácticas para disolver diferencias. No es del todo difícil solucionar un problema si las partes protagonistas lo desean solucionar, aunque se torna espinoso subsanarlo si ese deseo está dormido, o ligeramente entumecido, o enervado en la dirección opuesta. Perdón por la obviedad que voy a redactar, pero a veces se nos olvida que nadie se entiende con alguien que no quiere entenderse. Hace años acuñé un aforismo que juega con un refrán de enorme popularidad en los imaginarios. «Del mismo modo que dos personas no riñen si una no quiere, dos personas tampoco se entienden si una de ellas no está por la labor». Es sencillo colegir que si dos personas no se entienden porque una de ellas no quiere, resulta del todo imposible ese entendimiento cuando ambas partes lo declinan de antemano y se oponen a la mínima concesión que pueda complacer parcialmente los propósitos del otro. A veces no es necesario que nadie empalabre esta negativa. Los hechos son el lenguaje que se utiliza para hablar sin decir ni una palabra, y hay actos que albergan la misma o más elocuencia que el monosílabo «no» proferido reiteradamente.

Podemos orientar en una dirección positiva el apotegma anterior. «Dos personas multiplican exponencialmente las posibilidades de entenderse si las dos muestran voluntad para ello». El interés de entenderse se supraordina a los intereses que han demostrado incompatibilidad en el tiempo y en el espacio y que por tanto solicitan mutua coordinación. Esta predisposición conexa con la edificación sentimental de los sujetos, no con la erudición topográfica de los conflictos. No hay mejor estrategia para la prevención de un conflicto y para predisponernos a solucionarlo higiénicamente en el supuesto de que irrumpa que educarnos en las lógicas de la convivencia y de las interdependencias que trae adjuntas. A mí me asombra la laxitud intelectiva y sentimental de muchos sujetos para entender y sentir que la vida es un acontecimiento interdependiente (así titulé el primer capítulo de La capital del mundo es nosotros -ver-), y que es esa interdependencia bien metabolizada la que origina el predisponerse. Entreveo que el inflacionismo de un yo atomizado y competitivo y las exigencias de la autorrealización personal desvinculadas de marcos éticos han erosionado gravemente la conciencia de las interdependencias. Un obstáculo muy serio para la predisposición de la que estoy hablando.

Hay un impreciso momento en la reflexividad humana en que la predisposición y la solución convergen en un punto sentimental que yo llamaría concordia. No siempre aparece en la intersubjetividad, pero cuando lo hace debe su ocurrencia al patrocinio de la concordia. No puedo por menos de recordar aquí la razón cordial de Adela Cortina. La etimología de la palabra concordia es inequívoca. El prefijo con significa junto, cor-cordis, corazón, y el sufijo ía, cualidad. La concordia sería la cualidad en la que están envueltas aquellas acciones hechas con el corazón. Por eso cuando entre dos personas impera la concordia decimos que están bien avenidas, porque la interacción está amenizada por la melodía de sus corazones. Me estoy ciñendo a una lectura sentimental para la predisposición, pero también podemos circunscribirla a una lectura instrumental en la que desentimentalicemos la intención y se la entreguemos a una deliberación inteligente. La concordia no excluye el auxilio de la inteligencia, sino que lo subsume, porque en escenarios de interdependencia no hay nada más inteligente que actuar con corazón.

La síntesis de inteligencia y concordia se llama cordura, lo que ratifica que afecto y racionalidad, lo cognoscitivo y lo sentimental son una misma dimensión. El término proviene de nuevo de cor-cordis, corazón, y del sufijo ura, que indica actividad. No es extraño que cordura sea sinónimo de sabiduría, o que se revele como del todo contradictorio que haya sabiduría allí donde hay escasez de cordura. La persona cuerda es la persona que sabe, pero no sabe un saber técnico que es el saber hacer cosas, sino el saber relacionado con la voluntad y la conducta, que es el saber no de las cosas sino de las personas, el saber del sabio. Ese saber, esa racionalidad, o esa inteligencia es el logos que da forma al término día-logo, la palabra pero también la afectividad que deambula entre nosotros siempre que haya que deliberar sobre situaciones, acontecimientos, disparidades, que nos tasan como seres sumamente interdependientes. La cordura nos avisa de que necesitamos indefectiblemente la colaboración del otro para alcanzar nuestros propósitos porque interseccionan con los suyos, y nos predispone a un ejercicio de creatividad integradora. Si la cordura no nos avisa de algo así, es porque no somos tan cuerdos como creemos ser. 




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martes, abril 25, 2017

Nunca discutas con un idiota



Obra de Alex katz
Se le atribuye a Kant la genial sentencia en la que se aconseja que «nunca discutas con un idiota, la gente podría no notar la diferencia». Hace unos años parafraseé esta prescripción de mi filósofo favorito alertando del peligro connatural que supone discrepar con un estólido, porque «en cuestión de uno o dos minutos te habrá convertido en su alma gemela». Admito públicamente que yo muchas veces he sido víctima de este mecanismo, es decir, he sido muy idiota. Lo más grave, y lo que habla muy mal de mí, es que era muy consciente de que lo iba a ser. Presagiaba que en un minúsculo lapso de tiempo me iba a mimetizar en el idiota con el que libremente había decidido practicar un diálogo podado de los mínimos protocolarios para poder llamarlo así. Igual que una pregunta jibariza o amplifica la lucidez de la respuesta, el necio logra ahormarte a su discurso. Ahora se entenderá esta otra celebérrima afirmación, cuya autoría pertenece al novelista  Mark Twain: «No discutas con un estúpido, te hará descender a su  nivel y ahí te vencerá por experiencia». El nivel de una discusión lo instaura siempre el que menos recursos cognitivos, retóricos y sentimentales posee. Si uno acepta que un estulto lo ponga a su altura, debería saber anticipadamente que acabará cayendo muy bajo. El idiota posee la capacidad divina de moldearte a su imagen y semejanza.

Flaubert comentaba que identificamos como tonto a todo aquel que no piensa como nosotros, pero no creo que sea exactamente así. A mí me gusta calificar como idiota a todo aquel cuyo resorte identitario más radical es su impermeabilidad a evaluar los argumentos de su interlocutor, negar la predisposición a intentar comprender al otro, impugnar los argumentos de la contraparte con ocurrencias en las que no hay ni un solo argumento. Los argumentos llevan en germen capacidad demiúrgica y movilizadora, y quien desea amputársela no escuchándolos, cercenándolos con ideas peregrinas,  desdeñándolos y basculándolos hacia el desprecio porque no son suyos, o  subvalorándolos porque otorga una primacía omnímoda a sus ideas, es tonto. En las antípodas se aposenta la actitud del que decide escuchar otras visiones y abrazarse a una evidencia nueva si mejora la anterior. Una mala pedagogía nos hace creer que cambiar de opinión nos degrada. Cambiar de opinión es abyecto cuando significa el incumplimiento de una promesa, pero denota abundante inteligencia cuando uno abandona un argumento esquelético porque ha encontrado otro de aspecto mucho más saludable.

Es una pérdida de tiempo exponer argumentos a aquel que no argumenta sus ideas. Este despilfarro de energía y tiempo ocurre muy a menudo. El dogma económico, el credo religioso, las exterioridades sobrenaturales, los prejuicios, las cosmovisiones sesgadas, son sistemas de creencias que se utilizan como argumentos irrefragables cuando sin embargo son tan refutables como cualquier otro. No es una buena idea dialogar con quien en vez de argumentos utiliza creencias tan naturalizadas que las eleva al rango de certezas. Las creencias no se piensan, en las creencias se habita, y es imposible el juego dialéctico de los argumentos con quien prescinde de ellos para acomodarse en el mundo. Podríamos agregar que necio es aquel que niega que la realidad siempre es una interpretación subjetiva y por tanto expuesta a sufrir la oposición de cualquier otra interpretación sin que ocurra nada trágico porque sea así. En otros textos he definido como tolerante al que admite que todo argumento se puede objetar, frente al que defiende que todo argumento por el hecho de serlo debe ser respetado y no criticado. Hay que respetar el derecho a opinar, pero sin que ese derecho obstaculice la posibilidad de refutar el contenido de la opinión. Voy a ir más lejos todavía. En un juicio deliberativo no existe la verdad, ni tan siquiera se puede demostrar si el enunciado es cierto o es falso. En el cosmos de la deliberación solo se puede argumentar. En este universo tan particular el idiota se arroga el monopolio de la verdad. Es amo y señor de ella. Quien se cree propietario de la verdad está incapacitado para enriquecerse del poder transformador de los argumentos del otro. Está esculpido en una creencia. Está petrificado. Momificado. Fanatizado. Ya sabemos anticipadamente en qué nos convertiremos si discutimos con él. 



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martes, noviembre 08, 2016

Compatibilizar la discrepancia



Obra de Daniel Coves
Quiero poner una lupa de aumento en la afirmación tristemente extendida de que los conflictos se solucionan solos. Si los conflictos tuvieran la capacidad autodeterminadora de eliminar la discrepancia o llevarla a una intersección satisfactoria, no habría tanta bibliografía, ni tanta literatura enfrascada en encontrar fórmulas para poder gestionarlos óptimamente, ni cursos de especialización, ni másteres, ni investigación. Los conflictos no se solucionan solos, como pregonan los que responden ante ellos con la evasión o con maniobras dilatorias, pero paradójicamente sí se agravan solos. Un conflicto severo que no se aborda a tiempo tiende a desplazarse a toda velocidad hacia el lugar en el que inflige más daño. Me atrevería a decir que se trata de un tropismo, una inercia congénita a la idiosincrasia de las fricciones humanas. Cuando alguien percibe un molesto desacuerdo pero no se encamina a su posible organización a través del diálogo, su irresolución suele incubar podredumbre en el aparato sentimental. Se infernaliza la discrepancia. La gestión de un conflicto trata justamente de detener esta propensión. Acercar el conflicto hacia el lugar en el que puede ser regulado y articulado de un modo pacífico. Quizá también solucionado.

Desgraciadamente no siempre podemos elegir el momento adecuado para abordar la gestión de un conflicto. En la literatura de las fricciones se suele recalcar que saber elegir el instante de su regulación es multiplicar exponencialmente su posible solución. La dificultad estriba en que solemos poner encima de la mesa la disensión justo en el momento en que nos secuestra la irascibilidad. Precisamente la característica funcional del enfado es la de suministrarnos elevadas cantidades de energía para enfrentarnos a lo que nos segrega de nuestros deseos. Nadie suele pronunciar palabras bondadosas cuando está irritado, enojado, encolerizado, o rabioso, que son los distintos gradientes de la emoción universal de la ira. En un conflicto las experiencias de exclusión se tornan protagonistas porque cuando intuimos que algo obstruye nuestros intereses aparecen los sentimientos de enfado, tristeza, o miedo, y sus distintas tonalidades emocionales. A pesar de la copiosa casuística, yo no conozco ni un solo caso en el que alguien se haya alegrado ante la llegada de un conflicto.

La ocurrencia de sentimientos de clausura suele interrumpir la actitud empática, que es la única forma que tenemos de internarnos en un campo semántico compartido, que a su vez es el requisito indispensable para la fabricación de consenso. Hay otro obstáculo mayúsculo. La mayoría de los mediadores certifican que entre el setenta y el ochenta por ciento de los conflictos se deben a una mera cuestión de amor propio, o de orgullo, de los actores protagonistas. En esta acepción el orgullo estriba en la terquedad a cambiar un curso de acción por el hecho de que hacerlo demostraría ante el otro aceptar el demérito de no haber elegido en su momento la mejor opción. No tengo ninguna duda de que quien se conduce así lo hace de una manera torpe. Si nuestro interlocutor nos ofrece una evidencia que mejora la nuestra, decantarse por ella delata inteligencia. Se trataría de una muestra en la que se respetaría el diálogo como empresa cooperativa, se consideraría al otro como nuestro colaborador, y se aceptaría el poder transformador de los argumentos.  Acabo de resumir la tríada rectora para compatibilizar cualquier discrepancia.



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martes, octubre 11, 2016

Dos no se entienden si uno no quiere



Obra de Alex Katz
Existe una locución que esclarece que «dos no riñen si uno no quiere». A mí me gusta parafrasearla y colocarla en la dirección contraria: «dos no se entienden si uno no quiere». Es una aplastante obviedad porque el diálogo es una empresa cooperativa. Todo entendimiento con el otro solicita una artesanía de índole mutualista. Cuando hablo de entendimiento me refiero a la reducción de las tasas de disensión, no necesariamente a la construcción de un consenso. Entender al otro no es exclusivo sinónimo de estar de acuerdo con él. La etimología de la palabra diálogo corrobora esta tesis. Diálogo se deriva de dia (que circula) y logo (palabra). Podemos definir diálogo como la palabra que circula. Le podemos suministrar además el propósito de su circulación: es la palabra que circula para que decrezca la ignorancia que los interlocutores poseen el uno del otro. En el primero de los cuatro capítulos del libro La capital del mundo es nosotros (ver) le dediqué un largo epígrafe, porque sin esta estructura de la razón comunicativa es harto difícil que ninguno de nosotros podamos establecer segmentos de inteligibilidad con nadie. El entendimiento, o la compatibilidad educada de la disparidad, que persigue la palabra que circula entre nosotros no se puede alcanzar de manera unilateral. Indefectiblemente necesitamos la cooperación del otro.  Esta cooperación es primordial como procedimiento, pero sobre todo es nuclear como actitud. 

La mejor definición de diálogo se la leí de forma causal hace unos años a Emilio Lledó.  El filósofo describía magistralmente el diálogo como las nupcias que mantienen la inteligencia y la bondad. He necesitado muchos años de estudio para atreverme a decir ahora que sin bondad no puede emerger el diálogo. La arquitectura del diálogo necesita la predisposición ética, la pacífica inclusión de mi interlocutor en mis deliberaciones y en mis juicios con el deseo de atenuar la disensión. La ausencia de un sentimiento de apertura al otro como la bondad es una disfunción que anula el engranaje de este enorme hallazgo de la inteligencia. En Ética de la hospitalidad, el también filósofo Innerarity explica que «la organización respetuosa de las diferencias implica una disposición a dejarse interpelar por otros puntos de vista, algo muy contrario de la conservación obstinada de la propia peculiaridad». La mayoría de las fricciones que trata de neutralizar el diálogo se deben a que perseguimos que nuestro interlocutor acepte nuestros enunciados apodícticos (aquellos que no se pueden afirmar si son verdaderos o falsos) y renuncie a los suyos. Todo lo relacionado con nuestras deliberaciones cursa con nuestro gigantesco andamiaje sentimental (emociones, sentimientos, pensamientos, tabla axiológica, deseos, expectativas, capital empírico), y en ese macrocosmos singular no hay verdades ni falsedades, ni veracidades ni mendacidades, ni razón ni sinrazón, ni errores ni aciertos. En el mundo deliberativo dos afirmaciones antagónicas no se destruyen, sino que el diálogo se yergue en el instrumento que intenta entenderlas sin necesidad de eliminarlas. Sólo se puede percibir claramente esta magnitud con la participación sentimental de la bondad y el trato ético cuando esa misma bondad se convierte en virtud. Dicho con una especie de tautología muy sencilla y casi nemotécnica: «sólo se puede entender si se quiere entender». Sólo se pueden encontrar evidencias mancomunadas que superen a las anteriores si uno acepta que hay que buscarlas con la ayuda cooperativa de los mejores argumentos. El sitio donde se celebra esa búsqueda se llama diálogo. El lugar donde circula la palabra.


(*) El viernes 21 de octubre hablaré sobre el diálogo en la conferencia inaugural del Primer Congreso de Gestión de Conflictos y Mediación Ciudad de Bormujos (Sevilla).  Será a las cinco de la tarde. Más información aquí.

(*) Y los días 25 y 26 de Noviembre participaré en las IV Jornadas Nacionales de Mediación, que este año se celebrarán en Salamanca. Desde el atril defenderé "El monopolio del diálogo en la solución de las fricciones humanas".



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martes, septiembre 29, 2015

Diálogo, la palabra que circula



Pintura de Alex Kazt
En el acervo popular existe un dicho que nos recuerda que «hablando se entiende la gente». Se trata de una afirmación excesivamente optimista, una frase que posee una hermosa sonoridad lapidaria, pero cuya consistencia deviene en frágil si se analiza pormenorizadamente. Seguro que cualquiera de nosotros a lo largo de la vida ha padecido intentos frustrados de entenderse con alguien después de hablar durante mucho tiempo (incumpliendo el mandato de la brevedad, puesto que cuanto más se mira un problema menos se ve), ha mantenido intacta una disensión tras truncados intentos de conciliar intereses, se ha mareado dando vueltas sobre la circularidad de ideas que nunca echaban el ancla en ningún puerto. Conociendo esta desventurada posibilidad, a mí me gusta decir que «hablando se puede entender la gente», pero sobre todo «si no se habla, es difícil entenderse». Toda la cultura del acuerdo y toda la educación para el diálogo y la paz se pueden resumir en este último aserto. 

Etimológicamente diálogo ensambla el término logo (palabra) con el prefijo dia (que circula). Diálogo es por tanto la palabra en circulación, la palabra que se desliza a través dos o más personas, pero conviene matizar enseguida que no se trata de una palabra cualquiera. La palabra es la distancia más corta entre dos cerebros que desean entenderse, pero para que esa palabra evite la dirección contraria y recale en la cerrazón y el empecinamiento es necesario encapsularla en argumentos construidos correctamente, en razones que utilizamos para defender una posición o para impugnarla. Sólo a través de la arquitectura de los argumentos podemos convertir el diálogo en un recurso útil, en una herramienta maravillosa para el progreso de la sociedad civil y los contextos democráticos. Los argumentos poseen poder de excavación y, bien utilizados por los interlocutores, pueden extraer minerales valiosos, pero esgrimidos de un modo avieso pueden convertirse en pegajoso lodo y embarrarlo todo. Hace unos días leí a un profesor de Filosofía que sus alumnos consideraban que debatir  es gritar, interrumpirse, atacarse, zaherirse, afirmarse por encima de todo, lograr la disipación del valor y el respeto que el otro se concede a sí mismo. Cuando se desencadenan estos combates de esgrima verbal, cuando proferimos barbaridades en las que abdican los argumentos educados, cuando la adhesión pasional hacia nuestras ideas se confunde con nuestro ego y nos impide el sano olvido de nosotros mismos, cuando somos incapaces de aceptar que dos postulados opuestos pueden convivir amablemente en el mundo de lo deliberativo, no hay diálogo. La palabra no circula. Y la historia nos dice que allí donde las palabras no circulan, tarde o temprano emerge la fuerza en sus distintas gradaciones y encarnaciones. Inequívocamente.



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