Mostrando entradas con la etiqueta pensamiento crítico. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta pensamiento crítico. Mostrar todas las entradas

martes, mayo 02, 2023

Recuperar la "c" de ciudadanía

Obra de Monserrat Gudiol

En el ensayo Contra la indiferencia, el filósofo y analista político Josep Ramoneda sostiene que nos han robado la "c" de ciudadanos y nos la han reemplazado por la "c" de comparsas, contribuyentes y consumidores.  Se podrían sumar más ces a esta oprobiosa lista, sustantivos que denigran nuestra condición ciudadana y con los que es fácil sentir identificación a poco que se haya sufrido algún conato de violencia burocrática, maraña institucional, deslocalización e invisibilidad de las interlocuciones, desprecio representativo, olvido político, recensión democrática, pérdida de la capacidad de decisión, desequilibrio entre derechos y deberes, incumplimiento de la palabra que nos decantó por unas siglas en menoscabo de otras. La "c" de la ciudadanía que conformamos ha sido desbancada por ces tan ajenas al contrato social como la "c" de clientes, competidores, corderos, compinches, capituladores. Para explicar esta suplantación gradual también hay una palabra que empieza por "c", «coludir». Una colusión es una acción en la que dos agentes se alían subrepticiamente para perjudicar a un tercero. Es fácil distribuir los papeles de la colusión en el robo de la "c" de ciudadanía. Sin embargo, en contraposición a lo que postula Ramoneda, no creo nos la hayan robado, sino que hemos permitido su latrocinio con cotidiano desdén.

Formar parte de la ciudadanía es un asunto muy serio como para que provoque bostezante indiferencia. En uno de sus incisivos artículos Luis García Montero da en el clavo: «las personas se definen a sí mismas por sus indiferencias». En Odio a los indiferentes Antonio Gramsci es categórico. «Creo que vivir quiere decir tomar partido». Cuando nos dejamos poseer por la indiferencia estamos aliándonos con la injusticia,  incluso con aquella que en algún momento atropellará nuestra propia vida. La apatía cívica, la abulia ciudadana, la desafección política, el desánimo inducido, el envarado desdén, la haragana despreocupación, el descreimiento que alienta la indefensión aprendida, favorecen el parasitismo de lo inicuo y la aceleración de las derivas autoritarias, que suelen florecer ante sujetos sumisos y acríticos. Esta indiferencia recuerda mucho a la definición de estulticia que esgrime el economista Carlo Maria Cipolla en su célebre opúsculo sobre las cinco leyes fundamentales de la estupidez humana. El estúpido se reconforta en la ejecución de acciones que perjudican a toda la comunidad, aunque se olvida de que entre las personas damnificadas por sus propios actos se encuentra él. Por eso su acción se cataloga de estulta. Sin hacer absolutamente nada, el indiferente logra lo mismo.

La indiferencia es corrosiva y puede quebrar fácilmente nuestro entramado afectivo. De la indiferencia como actitud ciudadana a la anulación de sentimientos tan medulares para la vida compartida como la compasión y la indignación hay un trecho breve. La habitabilidad de nuestra indiferencia es a costa de hacer inhabitable el mundo a otras personas, normalmente las que están en la parte baja del escalafón de este mundo tan adicto al estatus y a la verticalidad jerárquica. La indiferencia invisibiliza la injusticia, pero simultáneamente la hace más indolente y procaz. La indiferencia incapacita para descubrir la razón cívica de la interdependencia, sin cuya contemplación afectiva y aceptación epistémica es harto complicado estimular sentimientos sociales y horizontes éticos. Para decepción de la cultura ilustrada, ni la titulación ni el acceso a la información nos han convertido en individuos cultivados ni hipersensibles a la emergencia de la injusticia, sino indiferentes, saturados, agotados, o anestesiados ante cualquier episodio disociado de la diminuta parcela en la que se desenvuelve nuestra reducida vida. «Lo personal es político y lo político es personal» es un enunciado desdibujado por la ignorancia y la desafección. En su libro Ramoneda sostiene que «una de las obligaciones del pensamiento es alertar permanentemente sobre la construcción social de la verdad». También rasgar y problematizar esta indiferencia. Una indiferencia plácida al principio, pero de consecuencias políticamente dañinas inmediatamente después.  


Artículos relacionados:
Para ser persona antes hay que ser ciudadano.
La indignación necesaria.
El mundo siempre es susceptible de ser mejorado.


martes, abril 18, 2023

La auténtica brecha es la brecha lectora

 Obra de Mónica Castanys

Creo que no somos lo suficientemente conscientes de la suerte que tenemos los seres humanos de haber inventado la escritura y un lugar donde depositarla. En su último ensayo Emilio Lledó susurra que «el ser se hace ser humano por las palabras que es capaz de entender, de sentir y de comunicar». Las palabras no solo designan el mundo, también lo generan cuando lo declaran, y lo abren a la posibilidad cuando lo piensan críticamente. Esta capacidad performativa del lenguaje debería bastar para acudir a la lectura con avidez, porque es en la lectura donde nos amistamos de un modo profundo con el latido creador de las palabras. Leer guarda muchas finalidades, pero sobre todo sirve para algo tan elemental como hablar y expresarse bien, que es el modo en que nos tornamos visibles para los demás. La insistente brecha digital es una imperceptible línea si la comparamos con la brecha lectora, la sima que se abre entre quienes leen con placentera frecuencia y quienes no. Basta trabar un pequeño diálogo durante unos minutos con una persona para advertir si es lectora, o no. Quien lee esgrime un vocabulario más opulento y pormenorizado, una sintaxis mejor confeccionada, enarbola mejores ideas, avala su pensamiento con el pensamiento de autores con quienes ha conversado mientras los leía. En la civilización digital se magnifica la posibilidad de disponer de cualquier información a la distancia de un clic, pero tener acceso al conocimiento pantallizado deviene accesorio si a quien lo lee le resulta ininteligible.  Leer es un acto generativo de esquemas de percepción lingüística que facilitan la comprensión y por lo tanto nuestra inscripción en el mundo. Como cualquier actividad que consiste en hacer, aprender a leer se aprende leyendo. 

Leer nos pone en contacto con el capital cognoscitivo de personas que escapan a nuestra esfera de actuación. Es un ejercicio maravilloso para agregar a los demás en los diálogos privados que entablamos con nuestra interioridad. Leer es entrar en contacto con una pluralización de perspectivas. El relato en el que uno se cuenta cómo le van las cosas se enriquece cuando se conoce el relato de cómo le van las cosas a personas muy diferentes a la suya. En realidad las personas no leen, se leen a través de lo que leen, y mientras se leen se configuran al plasmarse en una narración. Los nexos lingüísticos adquieren matices cuando leemos a personas que atesoran la capacidad de convertir en palabra la rica polifonía de la experiencia humana. La lectura absorta y reflexiva deviene en una excursión a los matices que sortean la torpe simplificación de la vida. Sedimentamos nuestra experiencia registrándola en palabras que elegimos entre un amplio repertorio de ellas que articulamos en forma de relato mental. Cuanto mejor nos llevemos con ellas, mejor ordenaremos, interpretaremos y detallaremos las entrañas de nuestro mundo afectivo y cognitivo. He aquí la explicación de por qué leer es sinónimo de ser. 

La lectura se yergue en proveedora de herramientas lingüísticas con las que vertebrar la realidad y nuestra condición de seres narrativos atravesados de afectos, cognición y mundo desiderativo. Leer sirve para la rearticulación de nuestra subjetividad y para vincularla bien en el espacio compartido, que es un espacio empalabrado. Narrarnos bien como individuos y como comunidad es el primer paso para intentar que el mundo sea un lugar más amable. Ahora bien, igual que antes se afirmó que el animal humano no sería humano si no tuviera lenguaje, hay que añadir que hubiera limitado mucho la capacidad transformadora del lenguaje si, a pesar de emitir sonido semántico, no hubiera ideado un receptáculo en el que guarecerlo del olvido y de la erosión de la oralidad. El libro fue la fascinante ocurrencia que se nos ocurrió para preservar al resto de ocurrencias de la desmemoria. Cada vez que sostengo un libro en mis manos me maravillo de su perfección, y siento que posee una irradiación civilizatoria similar a la que proporcionó la domesticación del fuego, la creación de la rueda, el hallazgo del diálogo como estructura para concordar los disensos. Este próximo domingo es su día, el Día del Libro. Celebremos esta prodigiosa invención como realmente se merece.


martes, abril 05, 2022

Cuanto más complicado es vivir, más necesario es invitar a pensar

Obra de André Deymonaz

Se vuelven a retirar horas lectivas de Filosofía y Ética en el sistema educativo. Diariamente compruebo lo difícil que le resulta a las alumnas y alumnos de Bachillerato definir qué es la Filosofía. A mí me sorprende sobremanera porque su etimología es unívoca y fácilmente memorizable: «amor por el saber». Una definición sencilla de Filosofía puede ser por tanto «la amistad que entablamos con el sentir y comprender mejor el mundo». ¿Y para qué queremos las personas que lo poblamos sentir y comprender mejor el mundo? La respuesta es obvia: «para habitarlo y vivirlo mejor».  ¿Y para qué queremos habitarlo y vivirlo mejor? La respuesta ya no es tan obvia, pero seguro que todas las personas que lean este artículo estarán de acuerdo con esta contestación: «Para aproximarnos cada vez más y con más frecuencia a aquello que nos proporciona alegría».  ¿Y para qué queremos surtirnos de alegría? Comparto aquí una respuesta que cuando la he presentado públicamente ha sido aceptada por unanimidad: «Para que el tracto de tiempo que llamamos vida tenga sentido para la persona que estamos siendo, puesto que una vida sin alegría no es vida, no al menos la vida que nos gustaría vivir». ¿Y para qué queremos que nuestra vida tenga sentido? «Para que vivir nos resulte tan gratificante que deseemos volver a vivir lo vivido, que nos sintamos tan contentos que nos fastidie caer en la cuenta de que solo tenemos una vida por delante»

La tragedia que supone reducir la presencia de la Filosofía en la oferta curricular es que vivimos en un mundo hipertrofiado de medios, pero netamente desvalido de fines. La creación de fines con los que dotar de sentido nuestra vida es monopolio del pensar, así que arrumbar de la educación reglada los instrumentos teóricos que inspiran juicio crítico, cuestionamiento de ideas y reflexión en torno a vivir y convivir es una noticia descorazonadora. Nunca antes ha sido tan primordial disponer de buenas herramientas deliberativas que produzcan sentido y orientación, por el sencillo motivo de que nunca antes el animal humano ha vivido tan aquejado de desorientación. El momento epocal en el que está domiciliada nuestra existencia es el de un mundo líquido que promueve el extravío. Han muerto los macrorrelatos que delineaban las vidas desde su nacimiento hasta su clausura. Los edictos celestiales han perdido protagonismo en los trazados humanos y su secular capacidad balsámica cada vez es más inoperante. Las sociedades meritocráticas y competitivas ponen todo el peso de las biografías en la voluntad individual y negligen el análisis contextual, en un sistema de atribuciones que culpabiliza a quien no alcanza los siempre escasos premios, y por tanto señala la penalización como merecida (pobreza, inseguridad, imposibilidad de planes de vida).

El programa neoliberal carga contra la articulación política de lo común, y beligera para que sea el mercado el que dictamine quién tiene acceso a los mínimos y quién se queda excluido de ellos. El sistema productivo y el financiero exacerban los deseos de las mismas personas que simultáneamente pierden capacidad adquisitiva para poder colmarlos. En la omnipresencia de los discursos publicitarios se equiparan jerárquica y nocivamente deseos y necesidades. Todo lo básico para acceder a una vida digna se encarece a la vez que mengua el precio de aquello con lo que se sufraga lo básico (el trabajo retribuido). Los tiempos de producción invaden el tiempo libre y socavan los espacios domésticos que hasta hace muy poco pertenecían al ámbito privado (teletrabajo, videoconferencias, imposibilidad de desconexión digital), acentuando una unidimensional concepción económica de la vida. La inestabilidad, la precariedad y la incertidumbre protagonizan un mundo gaseoso (en lo laboral, lo sentimental, lo personal, lo afectivo, lo desiderativo) cuya volatilidad y caotización solo se hace tolerable con potentes recursos cognitivos y psíquicos de elevado consumo vital. Con este cuadro es fácil diagnosticar frustración, tristeza, desasosiego, miedo, agotamiento, depresión, malestar, indignación, resentimiento, sinsentido. No hay que ser investigador social para detectar la ubicuidad de este mundo ansiógeno. Basta con salir a una concurrida calle y comprobar que rara vez encontramos a alguna persona sonriendo.  

Resulta llamativo que con un escenario semejante se le prive a las chicas y chicos de la única herramienta que puede ayudarlos a vivir mejor. Esa herramienta se llama pensar. Le leía hace unos días al filósofo y profesor Carlos Javier González Serrano que «la filosofía no enseña a pensar (es decir, no adoctrina, no encadena ni somete). Por el contrario, la filosofía invita a pensar de forma irrenunciable». Cuando hablamos del sentido de la vida solemos cometer la torpeza de creer que el sentido existe por sí mismo, cuando hay que dárselo, operación que requiere del concurso de la deliberación, la decisión y la actuación, tres operaciones para las que el saber práctico de la Filosofía está especialmente dotado. Pensar es la capacidad humana de introducir reflexión y valoración entre el estímulo y la respuesta. Es lo más radicalmente humano porque esta capacidad de retener el impulso para pensar cómo organizarlo y qué hacer con él es lo que nos permite elegir y resignificarnos como subjetividades únicas. Mi pareja me enseña una fotografía de una enorme pintada en una pared que me sirve ahora para explicar el desastre que supone minusvalorar el pensamiento en la educación: «¿De qué sirve la riqueza en los bolsillos, si hay pobreza en la cabeza?». El progresivo adelgazamiento de la presencia filosófica en la oferta curricular hará que quien en un futuro vuelva a plantearse su lugar en los planes de estudio, lo haga desde el desconocimiento que supone no haberla estudiado, lo que la condena a su futura extinción académica. Santiago Alba Rico escribía hace tiempo que lo gracioso de este hecho es que nuestro progresivo déficit filosófico evitará que nos demos cuenta de la tragedia que acarrea orillar estas materias. No tendremos sensibilidad reflexiva para asimilar la debacle. Es una paradoja por ahora irresoluble. Aunque hay otra más delatora. Tratar mal a la Filosofía es la prueba irrefutable de lo necesaria que es. 

 
Artículos relacionados:
Sin transformación no hay educación.
Ganar dinero, esa es la pobre cuestión.
Educarse es subversivo.

martes, marzo 22, 2022

La mirada poética es la mirada que ve belleza en el mundo

Obra de Didier Lourenço

Ayer se celebró el Día de la Poesía y también el inicio de la estación primaveral. La primavera aloja el momento del año en que todo estalla de vida y fulgor. Normal que hace un par de decenios la UNESCO adoptara la fecha del equinoccio de primavera para festejar la poesía, porque comparten muchas similitudes. Erróneamente creemos que la poesía es solo un género literario, un estilo que estructura las palabras en versos y retuerce el lenguaje y su sintaxis con licencias libérrimas vetadas a la rigidez del resto de géneros. A mí me gusta definir poesía como la capacidad de ver belleza en el mundo. Es una forma de instalarnos en los pliegues del mundo de la vida que vincula con la atención, tanto en su acepción sensitiva (estar atento) como en su acepción ética (ser atento). Cuando estamos y somos atentos la belleza de las cosas se empotra en la absorción de nuestra mirada. En realidad, la belleza no se posa sobre las cosas, sino que la mirada poética reconfigura como bello lo que una mirada menos creativa interpretaría como prosaico e incluso como grisáceo. La belleza conexa con el impulso evocador del que mira, no con lo mirado. La palabra poesía tiene su genética léxica en la palabra griega poiesis. Significa crear, componer, adoptar, fabricar, así que la mirada poética crea la belleza del mundo al mirarlo de un modo novedoso y sorprendente. Recuerdo que en una entrevista Emilio Lledó comentaba que le hubiera encantado enseñar a niñas y niños de once y doce años a mirar bien el mundo, a educar su mirada para comprender y sentir mejor.

Para vivir esta experiencia epistémica y poética simultáneamente es fundamental no dar nada por sentado (basta con sabernos vulnerables y mortales para que todo en derredor se metamorfosee en un regalo de un valor inconmensurable), asombrarnos ante hechos que la cotidianidad ha naturalizado primero y eclipsado después. La mirada poética puede resemantizar y por tanto sublimar todo lo que observa hasta lograr la proeza de que lo que antes parecía una trivialidad ahora resulte una antología de la inteligencia humana, o una maravilla de la naturaleza. Compartiré una breve sucesión de ejemplos. Abrir un grifo y que salga agua. Pulsar un botón y que unas ondas electromagnéticas calienten líquido o  alimentos. Tostar una rebanada de pan que acompañará a un café humeante mientras por la ventana se cuela un amanecer de un rojo somnoliento. Bajar a la calle y  contemplar en las hacinadas aceras la biodiversidad humana y el armónico entrelazamiento de interdependencias opacadas por su propia ubicuidad. Subirte a un coche y alcanzar una velocidad insuperable para cualquier animal. Hablar con una persona y entenderla y que te entienda gracias a una pluralidad de sonidos semánticos que se exilian de la boca y se refugian en los tímpanos, y que llamamos lenguaje. Entrar en un edificio atestado de personas y hacerlo tranquilamente porque un ordenamiento jurídico y una infraestructura cívica custodian que la vida sea respetada y pueda desplegarse sin sobresaltos al lado de la de los demás. Saber que hemos ficcionado éticamente que toda persona con la que nos cruzamos posee dignidad por el hecho de serlo y es tan valiosa que ponerle precio sería vergonzante. Asentir que cualquiera de esas personas poseen autonomía porque pertenecen a una comunidad política. Comprobar en lo más recóndito del entramado afectivo que un argumento sólidamente confeccionado posee soberanía para transformar un sentimiento, y que esta operación inducirá cambios en la plasticidad del cerebro y en la gramática cultural que precinta la vida. Tener la capacidad de soñar horizontes posibles porque el mundo siempre es susceptible de ser mejorado, y que si nuestros antecesores hubieran negado esta afirmación nada de lo que existe ahora existiría. Podría continuar hasta el infinito, pero con estos ejemplos es suficiente para entender lo que estoy intentando explicar. Igual que la memoria organiza el pasado, la mirada organiza el presente, y le concede significado. Podemos ver lo extraordinario agazapado en lo ordinario, pero para verlo necesitamos una mirada educada en el asombro. Baudelaire nos dijo que «lo maravilloso nos envuelve y nos empapa como la atmósfera, y sin embargo no lo vemos».  Cuánta razón le asistía al autor de Las flores del mal.

Matthew Lipman y Ann Sharp, progenitores de la filosofía para niños, proponían que nos debíamos pertrechar de un pensamiento crítico (capacidad para cuestionarnos lo que quizá no sea tan evidente como parece, luxar las narrativas que se apropian y patrimonializan el sentido común), pensamiento creativo (rastrear soluciones desacostumbradas a los problemas, o inventar problemas para alcanzar soluciones de otro modo inaccesibles) y pensamiento ético (tener en cuenta la existencia de las personas prójimas a la hora de adoptar decisiones, aunque sean de genealogía personal, porque impactarán de una u otra manera en sus vidas). Si una de estas tres dimensiones no es convocada a la hora de evaluar el mundo, la evaluación queda incompleta. Creo que a esta triada le falta el pensamiento poético.  Todas y todos hemos leído en El principito de Saint Exupery que «lo esencial es invisible a los ojos». A los ojos, sí, pero no a la mirada poética, la que intensifica la vida porque logra ver lo que no se ve.

 


Artículos relacionados:
Existir es una obra de arte.
Amor, poesía, música, emancipación.
La alegría es decir sí a la celebración de la vida.