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martes, abril 05, 2022

Cuanto más complicado es vivir, más necesario es invitar a pensar

Obra de André Deymonaz

Se vuelven a retirar horas lectivas de Filosofía y Ética en el sistema educativo. Diariamente compruebo lo difícil que le resulta a las alumnas y alumnos de Bachillerato definir qué es la Filosofía. A mí me sorprende sobremanera porque su etimología es unívoca y fácilmente memorizable: «amor por el saber». Una definición sencilla de Filosofía puede ser por tanto «la amistad que entablamos con el sentir y comprender mejor el mundo». ¿Y para qué queremos las personas que lo poblamos sentir y comprender mejor el mundo? La respuesta es obvia: «para habitarlo y vivirlo mejor».  ¿Y para qué queremos habitarlo y vivirlo mejor? La respuesta ya no es tan obvia, pero seguro que todas las personas que lean este artículo estarán de acuerdo con esta contestación: «Para aproximarnos cada vez más y con más frecuencia a aquello que nos proporciona alegría».  ¿Y para qué queremos surtirnos de alegría? Comparto aquí una respuesta que cuando la he presentado públicamente ha sido aceptada por unanimidad: «Para que el tracto de tiempo que llamamos vida tenga sentido para la persona que estamos siendo, puesto que una vida sin alegría no es vida, no al menos la vida que nos gustaría vivir». ¿Y para qué queremos que nuestra vida tenga sentido? «Para que vivir nos resulte tan gratificante que deseemos volver a vivir lo vivido, que nos sintamos tan contentos que nos fastidie caer en la cuenta de que solo tenemos una vida por delante»

La tragedia que supone reducir la presencia de la Filosofía en la oferta curricular es que vivimos en un mundo hipertrofiado de medios, pero netamente desvalido de fines. La creación de fines con los que dotar de sentido nuestra vida es monopolio del pensar, así que arrumbar de la educación reglada los instrumentos teóricos que inspiran juicio crítico, cuestionamiento de ideas y reflexión en torno a vivir y convivir es una noticia descorazonadora. Nunca antes ha sido tan primordial disponer de buenas herramientas deliberativas que produzcan sentido y orientación, por el sencillo motivo de que nunca antes el animal humano ha vivido tan aquejado de desorientación. El momento epocal en el que está domiciliada nuestra existencia es el de un mundo líquido que promueve el extravío. Han muerto los macrorrelatos que delineaban las vidas desde su nacimiento hasta su clausura. Los edictos celestiales han perdido protagonismo en los trazados humanos y su secular capacidad balsámica cada vez es más inoperante. Las sociedades meritocráticas y competitivas ponen todo el peso de las biografías en la voluntad individual y negligen el análisis contextual, en un sistema de atribuciones que culpabiliza a quien no alcanza los siempre escasos premios, y por tanto señala la penalización como merecida (pobreza, inseguridad, imposibilidad de planes de vida).

El programa neoliberal carga contra la articulación política de lo común, y beligera para que sea el mercado el que dictamine quién tiene acceso a los mínimos y quién se queda excluido de ellos. El sistema productivo y el financiero exacerban los deseos de las mismas personas que simultáneamente pierden capacidad adquisitiva para poder colmarlos. En la omnipresencia de los discursos publicitarios se equiparan jerárquica y nocivamente deseos y necesidades. Todo lo básico para acceder a una vida digna se encarece a la vez que mengua el precio de aquello con lo que se sufraga lo básico (el trabajo retribuido). Los tiempos de producción invaden el tiempo libre y socavan los espacios domésticos que hasta hace muy poco pertenecían al ámbito privado (teletrabajo, videoconferencias, imposibilidad de desconexión digital), acentuando una unidimensional concepción económica de la vida. La inestabilidad, la precariedad y la incertidumbre protagonizan un mundo gaseoso (en lo laboral, lo sentimental, lo personal, lo afectivo, lo desiderativo) cuya volatilidad y caotización solo se hace tolerable con potentes recursos cognitivos y psíquicos de elevado consumo vital. Con este cuadro es fácil diagnosticar frustración, tristeza, desasosiego, miedo, agotamiento, depresión, malestar, indignación, resentimiento, sinsentido. No hay que ser investigador social para detectar la ubicuidad de este mundo ansiógeno. Basta con salir a una concurrida calle y comprobar que rara vez encontramos a alguna persona sonriendo.  

Resulta llamativo que con un escenario semejante se le prive a las chicas y chicos de la única herramienta que puede ayudarlos a vivir mejor. Esa herramienta se llama pensar. Le leía hace unos días al filósofo y profesor Carlos Javier González Serrano que «la filosofía no enseña a pensar (es decir, no adoctrina, no encadena ni somete). Por el contrario, la filosofía invita a pensar de forma irrenunciable». Cuando hablamos del sentido de la vida solemos cometer la torpeza de creer que el sentido existe por sí mismo, cuando hay que dárselo, operación que requiere del concurso de la deliberación, la decisión y la actuación, tres operaciones para las que el saber práctico de la Filosofía está especialmente dotado. Pensar es la capacidad humana de introducir reflexión y valoración entre el estímulo y la respuesta. Es lo más radicalmente humano porque esta capacidad de retener el impulso para pensar cómo organizarlo y qué hacer con él es lo que nos permite elegir y resignificarnos como subjetividades únicas. Mi pareja me enseña una fotografía de una enorme pintada en una pared que me sirve ahora para explicar el desastre que supone minusvalorar el pensamiento en la educación: «¿De qué sirve la riqueza en los bolsillos, si hay pobreza en la cabeza?». El progresivo adelgazamiento de la presencia filosófica en la oferta curricular hará que quien en un futuro vuelva a plantearse su lugar en los planes de estudio, lo haga desde el desconocimiento que supone no haberla estudiado, lo que la condena a su futura extinción académica. Santiago Alba Rico escribía hace tiempo que lo gracioso de este hecho es que nuestro progresivo déficit filosófico evitará que nos demos cuenta de la tragedia que acarrea orillar estas materias. No tendremos sensibilidad reflexiva para asimilar la debacle. Es una paradoja por ahora irresoluble. Aunque hay otra más delatora. Tratar mal a la Filosofía es la prueba irrefutable de lo necesaria que es. 

 
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viernes, febrero 08, 2019

Educación: una ética del sentir bien

Este martes 12 de febrero pronunciaré una conferencia en el Colegio Oficial de Psicología de Cataluña. Concretamente en su sede de Barcelona. La he titulado Educación: una ética del sentir bien. La idea neurálgica de mi exposición es que el lugar más peligroso del planeta Tierra es el cerebro de una persona educada mal. Cuando hablo de una persona educada mal, que suelo diferenciar de una persona mal educada, me refiero a una persona cuya sentimentalidad está articulada con aligerado presupuesto ético. En la persona educada mal hay una estratificación valorativa que desdeña la vida en común o ni tan siquiera la percibe en los innumerables bucles de interdependencia que jalonan la acción humana. Sin embargo, en la persona mal educada lo que emerge es una conducta claramente acotada y momentánea que sanciona que ese comportamiento es susceptible de ser mejorado. En esta conferencia intentaré abrir un espacio de deliberación sobre qué esperamos de nosotros mismos como seres humanos anudados indefectiblemente a otros seres humanos, y qué afectos sabotean este propósito y cuáles colaboran con él. La inscripción es gratuita en la página oficial del colegio. Se puede acceder haciendo click aquí. Estáis invitados.

martes, febrero 13, 2018

Sentir bien



Obra de Mauro Cano
Una de las explicaciones más bonitas de qué es la filosofía se la leí hace tiempo a Emilio Lledó. Como el vocablo filosofía yuxtapone el prefijo filo (amistad) y sofía (sabiduría, saber, conocimiento), Lledó afirmaba que la filosofía «es la amistad para entender y sentir las cosas». Es una descripción plagada de belleza. Es curioso que en su definición Lledó utilice el verbo sentir. La sabiduría, o la inteligencia en su acepción contemporánea, tiene como fin dirigir el comportamiento, a sabiendas de que ese comportamiento siempre acaba desembocando en el espacio público. Sentir pertenece a la esfera privada, pero las acciones elicitadas por nuestra sentimentalidad son públicas. Todo acaba en el segmento intersubjetivo. En mi nuevo ensayo, El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza (que verá la luz el 13 de marzo), hablo de la politización del orbe sentimental. Cuando empleo el término política no me refiero al caricaturesco folclore de los partidos políticos, sino al ejercicio reflexivo en torno a cómo sería bueno que articulásemos la convivencia. Esta labor se antoja prioritaria porque los límites a mi yo los pone la presencia de otro yo. Si no hubiera otras existencias alrededor de mi existencia, no sería necesario delimitar nada. Los sentimientos son el resultado de cómo nos impregnamos en las limitaciones con el otro. En los talleres y seminarios que imparto siempre reto a los asistentes a que miren en lo más profundo de su ser a ver qué encuentran por ahí. El ser atomizado que creemos ser no es tal. Es el conjunto de interacciones mantenidas con otros seres a los que les ocurre exactamente lo mismo.

Sentir es atribuir un valor semántico a las emociones a través del uso de la reflexividad. Sentimos en función de nuestra condición de animales políticos y somos los animales políticos que somos según sea la evaluación afectiva en la que cristalizan nuestros sentimientos. He aquí cómo ética y política se funden en una misma entidad. Como las emociones no tienen inteligencia, pero los sentimientos sí, sería más correcto hablar de inteligencia sentimental que de inteligencia emocional, expresión que en sí misma delata un imposible. Es una alocución tan errática como esa exhortación que nos invita a sentir más y a pensar menos, como si pensar y sentir fueran coordenadas excluyentes. Obviamente no solo no son excluyentes, son la misma dimensión, una consciente y otra interiorizada a través de la habituación de nuestras inferencias.

Sócrates postulaba conocer el bien para actuar bien, y actuar bien para vivir bien. Los sentimientos no son consecuencia de profundas evaluaciones psicológicas, sino de una auditoría ética. Sentir bien es una labor subsidiaria de argumentar bien, que a su vez orbita en torno a un eje axiológico que estratifica los argumentos, eje que nace del resultado de preguntarse cómo sería bueno orquestar ese destino irrevocable que es la comunidad humana. Para sentir bien hay que desear bien, que a su vez depende de la competencia de pensar bien, que es el resultado de elegir bien, elecciones mediatizadas por el modelo de humanidad del que nos gustaría formar parte en tanto que no nos queda más remedio que vivir juntos. Sentir bien es dirigir el comportamiento por anhelos que humanizan el lugar en el que se concelebran esas interacciones. Sentir bien es desear que nos apetezca lo que nos mejora y mejora a los demás, y que nos desagrade lo que nos degrada y degrada a los demás. En el argumentario social hemos acordado que quien se autoconfigura así es una persona educada bien. Una persona que entabla sana amistad con la sabiduría para entender y sentir las cosas. Para sentirlas bien y disfrutar de sus maravillosas consecuencias.



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