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martes, junio 04, 2019

«Sin ti no soy nada»


Obra de Malcom Liepke
La semana pasada compartí diferentes clases de un extenso curso para licenciados que quieren ampliar posibilidades. En una de esas clases realicé una dinámica muy simple. Consistía en convertir en positivas expresiones enunciadas de un modo negativo. Este ejercicio de contrarreflexión no es tan sencillo como parece a primera vista. Nuestra manera de hablar y por tanto nuestra manera de mirar están imantadas hacia la crítica, la negación, lo destructivo, lo desfavorable, lo dañoso, el no. Esta inercia posee enorme centralidad en el hacer humano, porque nuestro contacto con la realidad está mediado por actos lingüísticos. Los afectos se aprenden a través de procesos de cognición patrocinados por el lenguaje, que luego se depositan en prácticas de vida, y al revés, en prácticas de vida que luego conceptualizamos en un vocabulario convertido en un lugar de experiencia. Una de las expresiones elegidas para la dinámica de la clase vinculaba con la esfera del amor, la celebérrima consigna que anuncia que «sin ti no soy nada». Se trata de una frase rápida supuestamente pronunciada para demostrar la alta calidad del amor, aunque también se emplea para chantajear emocionalmente al otro cuando la relación se tambalea y se dilucida su posible abolición. El amor como surtidor de motivaciones y como creación política me produce mucha curiosidad intelectual. Para hablar con propiedad habría que segregar el amor como sentimiento, deseo, motivación, proyecto afectivo. Sé que estos matices parecen menudencias, pero muchos de los tropiezos que sufrimos y de la incomunicación en la que se asfixian nuestros relatos se deben a la confusión con la que está diseñada nuestra cartografía conceptual. Esta confusión acrecienta la dificultad de que dos personas converjan semánticamente en los mismos significados, aunque manejen exactamente las mismas palabras. 

A la hora de la puesta en común del ejercicio, observé con sorpresa que los alumnos habían intentado convertir la expresión «sin ti no soy nada» con otros enunciados que, lejos de ser positivos, ofrecían angulares negativos o un tanto asépticos. Me llamó la atención uno en particular. Alguien había intentado voltear la frase infiltrándose en otra que aparentemente la mejoraba: «Contigo me completo». Al leerlo en grupo, rápidamente una alumna replicó que si ese enunciado fuera cierto, entonces sin el otro uno habitaba en los imaginarios de la incompletud, lo que inclinaba a una dependencia afectiva mórbida. Acabábamos de desacralizar el relato platónico de la otra mitad de la que una vez nos separaron los dioses. Yo les comenté que hace muchos años refuté este dicho con un sencillo pero emancipador «contigo soy más». Parecen enunciados análogos, pero no lo son. En el primero la ausencia del ser que amamos nos jibariza hasta reducirnos a la nada, en el segundo su presencia nos multiplica como nos multiplica todo aquello que nos dona alegría. La alegría es decir sí a la celebración de la vida, y ese sí suele salir de nosotros cuando nos encontramos inmersos en situaciones que favorecen nuestros intereses. Pocas experiencias son tan multiplicadoras como compartir la vida con alguien que nos atrae y con quien nos sentimos tan dichosos que su felicidad coopera con la nuestra y la nuestra con la suya. Si el amor nos multiplica, esta singularidad es incompatible con el argumento que apunta que el amor hace daño. Los dramas y el dolor no emergen por el amor, sino por el desamor, que es aquella situación en la que uno no es correspondido como le gustaría, o cuando dos personas que se han querido toman caminos diferentes a pesar de que una de ellas querría que no fuese así. Ahí el sufrimiento puede ser insondable por la muy humana razón de que el amor teje sólidos vínculos con lo más integral de nuestro ser. El dolor que provoca la cancelación de una relación sigue siendo una de las vivencias por la que más lágrimas derramamos los seres humanos. 

Entender que el amor es un huésped que entra hasta lo más profundo de nosotros sin llamar, y puede irse sin despedir, no es fácil. Aceptar este reto micropolítico es aceptar que podemos ser rechazados, que podemos sentir las cuchilladas del desamparo. El desamparo duele tanto que muchas veces se intenta reconstruir la relación (he aquí uno de los momentos en los que se cita reactivamente este «sin ti no soy nada»), motivo por el cual se sabotean los tiempos que el duelo requiere para su solidificación. En este escenario es habitual limosnear haciendo concesiones y capitulaciones que conllevan anulación y falta de un autorrespeto que en otro contexto sería intocable. Cuando una relación concluye uno puede sufrir una de las experiencias más sufrientes en la agenda humana, tan dolorosa como la muerte de un ser  querido. Los duelos por fallecimiento difieren de los duelos por una relación finiquitada. En la primera situación no hay expectativa de reconstrucción, en la segunda, puede que sí. Gracias a la discursividad el disenso que canceló la relación puede voltearse en consenso. La expectativa de recuperar lo perdido impide que la herida cauterice. En sus ensayos de antropología del amor, Helen Fisher sugiere que para evitar caer ahí se rompan temporalmente todos los vínculos con la persona amada. La herida no cicatrizará si un miembro del binomio amoroso cree que la relación admite una segunda oportunidad, y la otra parte está convencida de que no, o incluso ya habita en otro relato divergente, pero de vez en cuando alimenta esa expectativa con algún acto que es releído por su expareja como señal de que todo puede volver a recomponerse. Si una persona quiere a otra, y admite la irreversiblidad de la relación, uno de los grandes actos de amor puestos a su disposición es intentar sortear cualquier gesto que sea interpretado como un signo de retorno por parte del otro, en un instante en que este otro se dedica a recolectar ansiosamente todos aquellos indicios que le permitan aferrarse a la esperanza. Otro gesto plausible consiste en que cuando nos digan que sin ti no soy nada, al margen de en qué momento de la relación nos lo digan, objetemos que, a pesar de lo halagador y lo acariciante que resulta para los oídos, no es cierto. Mucho mejor señalar que juntos nos multiplicamos.





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martes, septiembre 06, 2016

«Rehacer la vida»



Obra de Jack Vettriano
Una de las formas más usuales y más sorprendentes de promocionar el amor es fijando nuestra atención en la depreciación a la que nos conduciría su dolorosa ausencia. No se apela a su efecto multiplicador, sino al cataclismo al que nos arrojaría su pérdida. Cuando aquí empleo la palabra amor la ubico exclusivamente en el binomio sentimental de las parejas, y me refiero a ella semánticamente como un alambicado sistema de motivaciones que trae anexado un copioso repertorio de sentimientos y deseos. A mí me gusta señalar que para evitar relatos muy vaporosos y confusamente etéreos, en vez de decir te quiero es más esclarecedor puntualizar qué quieres hacer conmigo, que es una manera de concretar la cascada de deseos que convoca el amor y rotular con más precisión los nexos de feliz interdependencia que entreteje este complejo sistema. Helen Fisher, la antropóloga del amor, infería la génesis de estos laberintos en su ensayo  Por qué amamos y la remachaba en Anatomía del amor. Aducía que la volubilidad del amor es una estratagema de la naturaleza que opera en los circuitos cerebrales para segregar dimensiones como la atracción sexual, el apego y el amor romántico. El extravío afectivo, normalmente acompañado de incompatibilidades, ocurre cuando uno ignora en cuál de estos vectores se encuentra, o los mezcla con personas distintas que a su vez le demandan dimensiones que no convergen con las suyas. Un buen quebradero de cabeza.

Aclarado este aspecto volvamos al principio, a esa inercia que nos impele a releer el amor romántico, según la terminología de Helen Ficher, desde la devastación que supondría ser rechazado y que la pareja como estructura se desintegre. En uno de los últimos cursos que impartí antes de la llegada del verano realicé una dinámica muy sencilla, pero muy elocuente. El curso trataba sobre la ontología del lenguaje y la práctica consistía en darle una orientación positiva a la expresión «sin ti no soy nada». Los participantes encontraban sudorosas dificultades para virar este lugar común hacia horizontes mucho más amables en los que quien lo pronuncia salga bien parado, y no hecho un guiñapo. Era gente de mediana edad en su mayoría casada y con hijos. Entre risas un poco nerviosas uno escribió «sin ti nada tiene sentido» y otro garabateó que «si me faltas, me muero». Les repetí que se trataba de voltear la frase y reescribirla en sentido positivo. Para que lo vieran claro tuve que ponerles un ejemplo, la frase que inventé hace años para un libro en el que refutaba tópicos, y que desde hace tiempo es mi estado de wassap: «Contigo soy más», o  «juntos somos más que tú y yo por separado». Sólo así logré que su atención se anclara en lo positivo, que pudieran releer la suerte de compartir con otra singularidad como la nuestra un mismo sistema de motivaciones desde la expansión y no desde la hecatombe afectiva. El siempre incisivo Alex Grijelmo comentaba en uno de sus ensayos sobre el uso de las palabras cómo en muchas ocasiones lo vocablos llegan inyectados de inocentes prejuicios altamente corrosivos. Normal que el ensayo se titulara Palabras de doble filo. Las palabras parecen graciosas capsulas sonoras exentas de tangibilidad, pero emboscadas en ellas habita la realidad y nuestra manera de interpretarla.

Recuerdo varias de esas palabras que cita Grijelmo y que vinculan con lo que yo estoy narrando aquí. Cuando una famosa divorciada inició una nueva relación, un programa televisivo etiquetó la buena nueva del siguiente modo: «un atractivo mexicano de 47 años le ha devuelto la sonrisa». Para informar de casos similares, en el que alguien vuelve a tener pareja, se suele emplear la expresión «rehacer la vida». «Tras su fracaso matrimonial el cantante ha rehecho su vida con una modelo». La aparentemente inocente expresión indica que la ausencia de compañía sentimental es sinónimo de tener la vida destrozada, o un impedimento para embutir plenitud a la vida, o un entreacto en el que indefectiblemente desaparece la sonrisa y por tanto también la felicidad. Es como si quien no tiene pareja no pudiera sonreír, no pudiera sentirse plenificado, no tuviera una vida perfectamente hecha y cuajada de sentido. También se deja entrever que el dolor de una ruptura sólo se puede cauterizar con el advenimiento de una nueva pareja. Normal que cuando uno siente que se resquebraja la relación suplique persuasivamente su continuidad porque «sin ti no soy nada». Aunque en su libro Amor o depender, su autor Walter Riso instiga la peligrosa confusión entre dependencia afectiva y apego, sí aporta clarividencia cuando matiza que en el diptongo amoroso una cosa es el lazo afectivo y otra cosa es ahorcarse con él. Esta diferencia cualitativa es crítica para entender que somos seres desvalidos sin la presencia zigzagueante de los demás en nuestras vidas, pero no somos mitades que sufren desvalimiento si no hallan esa literaria otra mitad que el relato imperante y unidemensional considera imprescindible para cerrar perfectamente el círculo. Nuestra instalación afectiva en el mundo no depende de tener o no tener pareja. Somos seres abiertos que podemos ampliar nuestras posibilidades, amplificarnos con la degustación del otro y con la construcción de proyectos afectivos compartidos. Ya somos, pero podemos ser más todavía. Eso sí, siempre que el amor sea un sistema de motivación y no de jibarización. Entonces estaríamos hablando de otra cosa, aunque desgraciadamente muchos aún no lo saben.

jueves, diciembre 17, 2015

El amor mal entendido y mal expresado



Obra de Edward Hopper
Existe la popular creencia de que el noviazgo consiste en que dos personas se vayan conociendo gradualmente. Recuerdo que en sus muy recomendables Barbarismos Andrés Neuman desmontaba esta teoría. Explicaba, y cito de memoria, que el enamoramiento es ese periodo en que dos personas hacen todo lo posible para que ninguna conozca realmente a la otra. La seducción consiste en satisfacer las demandas del otro, de tal manera que uno aparta aquella información que pueda contravenir ese propósito. El gran drama de muchas parejas empieza a larvarse precisamente en este instante de comunicación distorsionada. Dicho de un modo lapidario. El mal que aqueja a las parejas es que tomaron la decisión de serlo cuando estaban enamoradas. Si no recuerdo mal, algo similar le leí hace tiempo a Carlos Castilla del Pino. La situación nos conduce a un callejón sin salida. Si no se está enamorado es difícil levantar un proyecto afectivo, y si se está, no se dispone ni de la información ni de la objetividad más idóneas para adoptar una decisión bien calibrada. Al contrario. El amor es una excitante anomalía de la atención que sesga la información en aras de refrendar las predicciones más nucleares que nuestro enamoramiento ha elaborado de la persona de la que nos hemos enamorado. La graciosa expresión «el amor es ciego» no es tan banal como puede parecer. Es una forma llana de explicar que el enamoramiento activa en nuestra economía cognitiva el sesgo de confirmación para validar aquella información que previamente ya habíamos recolectado.

Todo esto además tiende a hipertrofiarse cuando el amor desaparece del corazón de una de las partes, pero no de la otra. A mí me gusta apuntar que para construir una relación sentimental se necesita un acuerdo bilateral, pero su disolución se puede llevar a cabo unilateralmente sin que la parte que lo decide infrinja nada. De repente uno padece el síndrome de Romeo y Julieta. Al no poder estar con la persona amada, el amor se agiganta (es decir, la anomalía de la atención toma dimensiones de seísmo), el despechado sufre la colonización de una ley persuasora basada en la escasez y en la incertidumbre de la gratificación. La antropóloga Helen Ficher explicó químicamente esta tragedia en su incisivo ensayo Por qué amamos. Secretamos dopamina cuando la recompensa tarda en llegar, pero, y esto es cardinal, siempre y cuando creamos que puede llegar. Surge así la mórbida relación del desamor y la esperanza de poder derrocarlo para así acceder de nuevo al reino del que fuimos desterrados. Es a partir de este instante cuando se escuchan líricas barbaridades. 

Es cierto que el amor es una palabra muy polisémica que no significa nada si no se especifica, pero podríamos encontrar cierto consenso en que el amor es la felicidad que nos procura comprobar cómo alguien logra alcanzar sus fines, y a la inversa, cómo ese alguien se siente feliz cuando somos nosotros los que coronamos los fines elegidos para nuestra vida, y por ello se decide compartir la convivencia y todo lo que trae anexada. Tengo malas noticias. Esta idea del amor desaparece de las canciones de amor. No es ninguna trivialidad porque inconscientemente las canciones levantan acta notarial de la alfabetización sentimental dominante. El argumentario amoroso de la mayoría de las letras de las canciones es tremendo. Ayer escuché una canción amartelada cuyo estribillo aullaba un «no puedo vivir sin ti». Es una expresión muy recurrente en el cancionero que a fuerza de repetirse parece esculpida en mármol y por tanto inmunizada a cualquier impugnación. Hace poco también escuché en otra pieza otro razonamiento igualmente perplejizante: «sin ti la vida duele menos». Existe una canción tremendamente popular en la que también alguien recuerda que «sin ti no soy nada». Estas hipérboles son muy frecuentes en el imaginario.

Padecemos una curiosa propensión a lanzar mensajes negativos en vez de enfatizar la mejora que supone compartir la vida con alguien que queremos y que nos quiere. Ayer mismo lo hablaba con un profesor, que está urdiendo ejercicios para que aprendamos a traducir correctamente los mensajes y le demos una orientación positiva. Es muy fácil y muy enriquecedor. En vez de argumentar que «no puedo vivir sin ti» se puede aclarar que «puedo vivir sin ti, pero preferiría no hacerlo». En vez de soltar el confuso «sin ti la vida duele menos» podemos afirmar un sencillo «disfruto más la vida estando juntos». Frente al «sin ti no soy nada» podemos señalar «contigo soy más». Para no caer en esa falacia de que «el amor me ha hecho sufrir», podemos sincerarnos y aclarar que «el amor no correspondido me ha hecho sufrir». Podemos permutar el masoquista «yo aún podía soportar tu tanta falta de querer» (que escuché en la radio hace unas semanas), por el incomprensible para mí pero más transparente en su construcción lingüística «quiero estar contigo incluso aunque tú no quieras estar conmigo». A mí jamás se me ocurriría mantener una relación con alguien que me soltara esta afirmación escuchada en la estrofa de una canción: «Yo prefiero morir a tu lado a vivir sin ti».  Eso sí, no tengo la menor duda de que me encantaría estar con alguien que me dijera y a quien yo pudiera decirle: «Estoy tan a gusto a tu lado que me apena que solo tengamos una vida por delante». Pura pedagogía en positivo. 



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lunes, junio 08, 2015

Contigo soy más



El título del artículo de hoy es una refutación que escribí hace ya ocho años en un libro dedicado a desmontar tópicos. También es el estado que figura en mi wassap. En las páginas de aquel ensayo traté de demostrar que la afirmación «sin ti no soy nada» encierra una sonoridad lírica ideal para acariciar los oídos, pero un análisis sosegado de su verdadero contenido semántico demuestra que conducirse así hace tambalear interacciones sanas. Mal asunto que una relación se sostenga en una conclusión en la que uno de sus miembros sale tan mal parado. No niego la necesidad humana de interdependencia (somos existencias vinculadas a otras existencias y no podemos ser de otra manera), pero sí cuestiono una interdependencia que patentiza tanta asimetría y delata la depreciación de una de las partes. Uno tiene que construirse como un sujeto valioso al que luego puede anudar la valía de otro sujeto. Esa valía puede ser afectiva, creativa, intelectual, identitaria, sentimental. Compartirla quizá despierte energías adormecidas, afiance la autorreferencia de la propia eficacia,  ayude a que los ojos del otro permitan releernos con un sesgo que nos mejora, que la presencia y el estilo sentimental de la otra parte posea efectos multiplicadores en nosotros. Todo muy diferente a la desoladora idea de que la posible ausencia de esa persona nos convertiría en una momificada nada. Colegir que la privación afectiva de alguien nos reduce al esclavizante rango de nada es una aseveración muy dramática. Acaso satisfaga el tremendismo que requieren algunas situaciones límite, pero devalúa al que la pronuncia.

El amor es un sentimiento que aglutina muchos sentimientos para desembocar en el deseo de querer hacer con otra persona un copioso repertorio de acciones. «No me digas que me quieres, dime mejor qué quieres hacer conmigo», es una sencilla prescripción que evitaría muchos equívocos emocionales y la utilización de frases hechas como la que nos ocupa. Hace tiempo Amaral publicó una exitosa canción que se titulaba así, Sin ti no soy nada, cuyo estribillo empaquetaba esta idea con una insistencia musicalmente tan hermosa que la acorazaba de picajosas objeciones. No es descabellado pensar que muchos han elevado ese estribillo al arrullo más repetido en momentos de amartelamiento. «Sin ti no soy nada» es la conclusión de un silogismo que suele acampar en el argumentario de muchas parejas, sobre todo de aquellas que buscan un eslogan que desbroce el siempre díscolo lenguaje sentimental. La arquitectura discursiva de esta idea parece indicar que cuanto más insignificante es uno sin la presencia del otro, más demuestra lo mucho que lo quiere. Anclar una biografía a otra biografía por semejante motivo no vaticina horizontes amables. Otra cosa muy distinta es cobrar conciencia de que «sin ti me convierto en una versión miniaturizada de mí mismo». O dicho en un tono positivo, alegre, que habla bien de uno y que se aproxima más a lo cierto: «Contigo soy más».