miércoles, mayo 07, 2014

Los ojos que nos miran


Miradas, del Ernest Descals
El experto en cooperación Martin Nowak defiende que las personas somos mucho más generosas si notamos que nos miran. Podemos agregar que indefectiblemente es así, incluso aunque no nos miren. Basta con creer que una mirada nos está observando para incrementar los niveles de ética en nuestro comportamiento. Cuando creemos que los ojos de los demás se posan en nosotros y nos someten a escrutinio nuestra conducta mejora. De repente los ojos del otro son un eficaz mecanismo de frenado, una invisible barrera protectora que se levanta delante de nosotros para impedir que nos precipitemos a una acción en la quizá se anhela pasajeramente conculcar una norma y extraer de ella el beneficio instantáneo que supone que todos los demás sí la respeten. Los ojos de esa alteridad que nos ha introducido en su entorno visual nos usurpan el siempre resbaladizo anonimato, nos corporeizan y nos personalizan, nos hacen tomar conciencia de las fronteras de nuestro yo, nos imputan la titularidad de lo que estamos llevando a cabo. La presencia del otro me impide ser nadie.

En ese libro repleto de consejos que es El arte de la prudencia, Baltasar Gracián prescribía una conducta insuperable para que lo mejor de nosotros solidificara en nuestros actos: «Actúa como si te estuviera observando todo el mundo». El motivo era sencillo. Tendemos a salvaguardar nuestra coherencia, ajustarnos a las expectativas de los demás y  buscar su aprobación o rehuir su desaprobación para mantener incólume nuestra reputación. Muchos se niegan a aceptarlo, pero nos convertimos en la persona que somos  gracias a la participación directa e indirecta de los demás. También hay una relectura negativa de los ojos de los demás, esa mirada fiscalizadora que empuja a que yo modifique mi forma de actuar. Sartre lo resumió muy bien: «el infierno son los otros». Los demás se convierten en el tártaro porque al acceder a mi perímetro visual me dotan de ética, convierten mi conducta en materia evaluable. A mí me gusta corregir esta idea de Sartre porque la forma de expresarla puede conducir a muchos equívocos, a pesar de que sé que su reflexión central es irrefutable. El infierno no son los otros, el infierno es una vida en la que no hay otros.



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lunes, mayo 05, 2014

Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación



Acabo de leer el ensayo del novelista Alessandro Baricco titulado Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación (Anagrama, 2008). Con una prosa de clara potencia literaria y una capacidad de análisis y argumentación encomiables, el autor teoriza sobre las mutaciones que impactan día a día sobre la civilización, sobre la naturaleza nómada de nuestra  condición de seres que legan el conocimiento a través de la cultura, sobre la trashumancia perpetua de los significados de la realidad. Su idea inicial es que permanentemente vivimos la invasión de los bárbaros, término que deviene en despectivo en función del punto cronológico que elijamos como referencia. Los bárbaros de hace doscientos años así catalogados por la burguesía son ahora el nutriente del que se alimenta la élite cultural (el caso de Beethoven, por ejemplo). Según el autor estamos siendo ahora testigos de una mutación de magnitudes considerables. La mutación está ahí siempre pero, quizá exacerbada por la adquisición de una tecnología inimaginable décadas atrás, su movimiento es mucho más acelerado que nunca. Esta nueva realidad es tildada como bárbara por los habitantes de la vieja frontera (la cultura ilustrada), un automatismo intelectual que siempre se dispara entre los que están a un lado y los que están a otro del paisaje fronterizo. Para explicar el cíclico fenómeno, el autor recurre a la metáfora de la Gran Muralla China. Se levantó hace medio siglo para separar a los que se autodenominaban civilización de los que señalaban como bárbaros, las huestes del temido Khan.

El nuevo bárbaro contemporáneo sufre alergia a la profundidad y se recrea en una vertiginosa superficialidad que le permite trazar rápidas trayectorias en las que encuentra un sentido. Este miedo a la profundidad se puede interpretar como «un reflejo condicionado del animal que ha aprendido a desconfiar de cuanto tiene raíces demasiados profundas», o una estratagema «a desconfiar de las propias ideas». Frente al hombre profundo surgido de la ilustración, el hombre horizontal nacido de la digitalización. Frente al mundo sólido en el que todo estaba enraizado, el mundo líquido (en terminología de Zygmunt Bauman) protagonizado por la fragilización de todo tipo de vínculos. Se ha modificado la idea de experiencia y sentido. Sus consecuencias son la velocidad en lugar de la reflexión, las secuencias en vez del análisis, el surf en vez del submarinismo cognitivo, la comunicación en vez de la expresión, la conectividad del conocimiento en vez de la especialización,  el placer de la vivencia en vez del esfuerzo. El autor es claro frente a qué actitud tomar ante la mutación, ante la esencia volátil de nuestra propia realidad. En vez de denunciarla con el velado deseo de exonerarlos del deber de estudiarla y entenderla, lo más inteligente es aceptar que somos mutantes y que la mutación es inherente a nuestra condición humana y también a nuestra condición de seres sociales. «Cada uno de nosotros está donde está todo el mundo, en el único lugar que existe, dentro de la corriente de la mutación, donde a lo que nos es conocido lo llamamos civilización y a todo lo que aún no tiene nombre barbarie. A diferencia de otros, pienso que se trata de un lugar magnífico». Y una última consideración. Poner  aquello que consideramos valioso no a salvo de la mutación, sino dentro de ella. De su irrevocabilidad. 

viernes, mayo 02, 2014

¿El trabajo dignifica o no?

Ayer se celebró el Día del Trabajo. Hace unos años fui coautor junto a Juan Mateo del libro El trabajo dignifica y cien mentiras más (LID, 2007). En las entrevistas que hicimos los días de su publicación siempre nos preguntaban por el título. Recuerdo que yo argumentaba que la dignidad es un derecho que las personas nos hemos dado a nosotros mismos por el hecho de serlo, probablemente para protegernos de nuestra condición depredadora. Los seres humanos sufrimos una graciosa propensión a convertir en nuestro alimento al más débil a través de la explotación, la sumisión, la subyugación, el miedo, el hurto de su autoestima, o la cada vez menos enmascarada mercantilización de los Derechos Humanos. Esa dignidad no la otorga ninguna actividad, ni remunerada ni ociosa. Es consustancial al acontecimiento de existir.

Volvamos al tema del trabajo. No está de más recordar aquí que trabajar es entregar tu tiempo y tu habilidad a una actividad concreta encorsetada en un horario de la que saldrá un bien o un servicio. Por esa tarea uno es retribuido, recibe un salario (cada vez más devaluado). Ya está, no hay que mitificarlo más. Como hay muchos tipos de trabajo, trabajar nos puede gustar, divertir, multiplicar, congratular, satisfacer, colmar, motivar, abducir; pero también alienar, jibarizar, desmotivar, deshumanizar, cosificar, aburrir, desangrar. Eso sí, ningún trabajo nos puede dignificar. Somos dignos por ser personas. El trabajo no nos dignifica, pero es de las cosas que por mantenerlo más fácilmente te puede arrebatar la dignidad. Cada día más. Y quizá por eso las tasas de desempleo son endémicamente tremebundas. Lo son. Lo han sido. Lo seguirán siendo.