Un lugar interdisciplinario para el análisis de las interacciones humanas. Por José Miguel Valle.
miércoles, noviembre 11, 2015
Curso presencial de Técnicas de negociación
martes, noviembre 10, 2015
Narcisismo verbal
Somos lo que sabemos
expresar. Wittgenstein advirtió con lucidez que los límites de mi lenguaje son los límites de
mi mundo. Se podría refinar un poco más esta máxima y afirmar
que los límites de mi léxico y el microcosmos gramatical
en el que se desenvuelve son los límites de mi pensamiento sobre el mundo que, siguiendo a Wittgenstein, es todo lo que acaece. Más todavía. Cómo se hable uno a sí mismo dentro de esas balizas determina en un alto grado la construcción de sus propias expectativas y por tanto cómo se conducirá. En consecuencia el lenguaje deviene en un buril que esculpe la
plasticidad identitaria de la persona que estamos siendo a cada instante. Son tantas las posibles y acrobáticas contorsiones circenses que permite el lenguaje que a veces nos sorprende con el más difícil todavía. Entre las muchas prácticas malabares hay una especialmente fascinante. Seguro que cualquiera de nosotros la ha contemplado alguna vez en alguna parte. Ocurre cuando de repente alguien arranca a hablar de sí mismo en tercera
persona. Un individuo se señala a sí mismo pero como si fuera otro. En vez de
emplear el yo como el sujeto de sus narraciones personales o sus determinismos biográficos utiliza su propio nombre, o se
cita aludiendo a su profesión y cargo. En sus primeros
años de vida los niños se refieren a sí mismos de este modo. Al parecer el yo
no ha progresado lo suficiente como para admitirse como una unidad. Es muy cándido observar a un niño de dos o tres años
referirse a sí mismo por su nombre. Lo que ya no lo es tanto es contemplar
cómo esa misma operación la realiza una persona que hace unas cuantas décadas dejó
de serlo. Yo repito con fatigosa frecuencia que el alma es esa conversación que
mantenemos con nosotros mismos relatándonos a todas horas lo que hacemos a cada minuto. En uno de sus poemas Mario Benedetti habla de sí mismo como «yo y yo», es decir, el
milagroso desdoblamiento que se produce en el diálogo interior entre el yo que
habla y el yo que escucha. Basta con prestarse un mínimo de atención para
descubrir que «yo y yo» se pasan el día charlando animadamente. En mi caso es así. «Yo y yo» estamos de cháchara todo el rato.
Pero en el caso
que nos ocupa no se trataría de «yo y yo», sino de «yo y él», un diálogo
exterior con otras personas en el que el yo se escinde para hablar de sí mismo
como si fuera una alteridad disímil a él. Uno se cita a sí mismo, se señala,
pero al hacerlo toma una distancia verbal que es como si hablara de otro al que sin embargo nomina con su mismo nombre y apellidos. ¿Por qué uno habla de sí mismo
sustantivándose en su misma identidad nomimal pero como si se estuviera
refiriendo a otra persona? ¿Por qué adopta la decisión de hablar de sí mismo como si no fuera él mismo? ¿Qué fin
persigue esta peripecia autorreferencial del lenguaje? Hablar en tercera persona de sí mismo es como hablar en primera persona pero hipertrofiadamente. Es un yo tan quintaesenciado y tan hiperbólico en su
vanagloria que no puede referirse a sí mismo si no es desde la circunvalación
que le permite la enigmática magia del lenguaje. El espejismo de la supuesta distancia de
separación consigo mismo es en realidad la abolición de la distancia. Más que una versión estilizada del narcisismo
es su caricaturesca representación. La primera persona del singular (yo) es demasiado diminuta para abarcar tanta egolatría, así que el propio ególatra transmuta en la tercera (él). El usuario de esta expresión es tan dúctil a su narcisismo que se le
cuela en la simple elección del léxico con el que se autorreferencia. Hay otro elemento nada marginal que señala esta egocéntrica dirección. Yo todavía no he escuchado a nadie hablar de sí mismo en tercera
persona para reprobarse una conducta, o que cite su estatus profesional si éste no se ubica en los
lugares elevados de la pirámide social. Esta
arquitectura lingüística se levanta para el halago, no para la devaluación. Yo es él, él es yo, pero en realidad todo es él y él. Es
puro fundamentalismo del yo, la militancia más homogénea e idólatra del ego. La conclusión
puede ser muy simple. Utilizamos el lenguaje verbal para hablar con nosotros mismos y con
los demás, pero al hacerlo el lenguaje también habla y se expresa. Comenta cosas de nosotros sin
ninguna pudicia. Visibiliza quién habita dentro de la voz que lo pronuncia. Airea información confidencial. Nos habla.
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martes, noviembre 03, 2015
«Yo no te he convencido, te has convencido tú»
Hace unos días escribí sobre lo
capital que resulta la convicción en la gestión de las diferencias que surgen
del destino irrevocable que es la convivencia. Mi silogismo era el siguiente. Sin
convicción no hay cooperación, sin cooperación no hay solución, así que de estas premisas
se colige que sin la convicción por parte de los implicados no hay forma
de solucionar un conflicto. Se podrá terminar, pero no solucionar. Casualidades
de la vida, un par de días después de escribir mi artículo me encuentro en mitad de mis lecturas con una
reflexión del gran José Saramago: «He aprendido a intentar no convencer a
nadie. El trabajo de convencer es una falta de respeto, es un intento de
colonización del otro». Siento disentir del Premio Nobel de Literatura. Mi
objeción es sencilla. No se puede convencer a nadie porque el convencimiento es
algo que le atañe exclusivamente a uno mismo. Esto explica por qué convencer a alguien es
harto imposible si ese alguien no se quiere convencer. Es cierto que la RAE en su definición de convicción y convencimiento habla
indistintamente de convencer y convencerse, pero nadie es convencido por otro si
previamente no se convence él. Esta certeza me obliga a matizar a aquellos que en alguna conversación, y tras exponer una cadena de argumentos, me dicen sonrientes: «Me has convencido». «Disculpa. Yo no te he convencido. Te has
convencido tú», suelo aclararles.
La convicción es un proceso en el
que la implosión argumentativa, que desemboca en una evidencia, se produce en el cerebro
de mi interlocutor, no en el mío. En un espacio articulado por la bondad y la racionalidad, yo muestro un repertorio de argumentos con los
que defiendo o refuto una idea, pero alistarse a ellos es una decisión personal que sólo pertenece al que me escucha.
Construyo un contenido comunicativo, verbalizo motivos e ideas, me explico, pero es su voluntad la que considera que la evidencia que yo muestro con mis
argumentos es más válida que la evidencia que él defendía con los suyos. Uno se
ha convencido y ahora voluntariamente abandona la evidencia anterior y se
abraza a la nueva. En toda esta polinización de argumentos y dinamismo volitivo a través del ímpetu transformador de la palabra, ¿hay falta de respeto, hay atisbos de colonización por algún lado,
como defiende Saramago? La colonización es una invasión, y las invasiones se
llevan a cabo contra la voluntad del invadido. Absolutamente nada que ver con la
genealogía de la convicción. Puede haber cierta intención imperativa
en la exposición de argumentos sobre un asunto deliberativo (en ese territorio donde toda afirmación puede
ser refutada), pero la decisión
última de adherirse a ellos y dirigir su conducta en función de su contenido le
pertenece en inalienable exclusividad a nuestro interlocutor. La gran torpeza es
asumir esa tarea como nuestra. Yo he necesitado muchos años de estudio y padecer
cientos de discusiones bizantinas para comprenderlo con nitidez. La convicción es el
resultado de una interiorización personal, cuando uno se da órdenes a sí mismo,
aunque esa orden utilice argumentos que inicialmente provenían de otro sujeto.
Es el mágico paso de lo heterónomo a lo autónomo, de hacer nuestro lo que no era nuestro porque admitimos que es mejor que lo anterior. Pero si alguien no se quiere
convencer en un asunto deliberativo, no hay argumento posible que pueda derrocar esa resistencia. Intentar lo contrario es perder el tiempo.
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