martes, diciembre 22, 2015

Cuidémonos los unos a los otros



Abrazo pleno, de Guzk
En mis clases suelo hacer un juego en el que compruebo atónito cómo a las personas se nos ha olvidado nuestra condición de seres coralmente diseñados con una vida para convivirla. La atomización social y la competencia estimulada por el mercado nos han lobotomizado el recuerdo de que los seres humanos somos frágiles, vulnerables, codependientes. La lógica del mercado y su cálculo racional invitan a actuar bajo el ánimo de lucro y la progresiva maximización del beneficio. Como el genoma mercantil aspira a incrementar paulatinamente los márgenes, la optimización monetaria de mañana ha de ser mayor que la de hoy, en un crecimiento que no conoce reposo. Este beneficio obliga a mercantilizarlo todo para que los márgenes crezcan sobre los márgenes anteriores y satisfagan las expectativas casi ludópatas de las corporaciones. De este modo la ortodoxia económica ha necesitado colonizar toda la realidad y nuestro imaginario sobre ella inoculando la idea de la competición por los recursos y la consiguiente subsistencia. Solemos confundirnos mucho al hablar de la dimensión competitiva, pero consiste llanamente en satisfacer el interés propio minusvalorando el interés de nuestros competidores. Si resuelvo mi interés es a costa de que los demás candidatos no resuelvan el suyo. Esta tensión de suma cero, que puede resultar hasta divertida en campos como el deporte o los juegos de los niños, se convierte en brutal desesperación cuando se compite por recursos básicos para la subsistencia material.

Victoria Camps en El gobierno de las emociones aclara que «confundimos individualismo con autosuficiencia, cuando en realidad no somos en absoluto autosuficientes». Sin los demás somos seres inconclusos, rehenes de la incompletitud, no podemos alcanzar unilateralmente la mayoría de nuestros propósitos. La indigencia como metáfora de lo que somos se la leí hace tiempo a Emilio Lledó: «somos seres indigentes: necesitamos de lo otro y de los otros». Esta menesterosidad la padecemos todos todos los días y cuando se siente y se sentimentaliza en la conducta se convierte en la puerta de acceso a la ética y a la sociabilidad. Cada vez que vivimos una experiencia grata la compartimos inmediatamente con las personas que nos quieren y queremos, y si no podemos comunicarla en ese momento sentimos la punzada de una carencia. Cada vez que nos mineraliza la tristeza necesitamos el alivio de una conversación amiga. Cada vez que la soledad nos susurra que estamos mal acompañados intentamos rápidamente dejar de estar solos. Las tecnologías digitales se han consolidado en la modernidad líquida porque permiten que el hombre como animal político que es pueda colmar esa pulsión y vincularse al instante con sus congéneres aunque estén en el lugar más recóndito del planeta. Hobbes decía que no podemos ser felices sin los demás. A mí me encanta  repetir que lo que más nos gusta a las personas es estar con otras personas. Todas las encuestas sobre hábitos de ocio lo refrendan, lo que ayuda a inferir por qué el castigo más severo que se le podía infligir a un individuo en las sociedades arcaicas era la expulsión de la tribu.

Toda esta interdependencia es incompatible con la competencia que airea el utilitarismo económico para la obtención de recursos elementales para una vida humana. En su tremendo ensayo Sociofobia, el profesor César Rendueles fotografía muy bien el núcleo de nuestros lazos comunitarios: «Nuestra vida es inconcebible sin el compromiso con los cuidados mutuos. Cuidar los unos de los otros forma parte de lo más íntimo de nuestra naturaleza». Este cuidado delata nuestra humanidad, nuestra precariedad, nuestra fragilidad. Cuidar al otro no es exclusivamente atenderlo cuando está enfermo, cuando uno advierte que merma su autosuficiencia, cuando su vulnerabilidad abandona el plano teórico e inopinadamente se muestra real y descarnada. No, no es solo eso. Necesitamos el cuidado de los demás no solo para que remita nuestra vulnerabilidad cuando aparece encarnada en una avería del cuerpo o en un contratiempo en el flujo de los acontecimientos, sino para posibilitar nuestro propio florecer en el enorme paréntesis en el que ni ocurren enfermedades ni la vida se presenta especialmente malograda. La naturaleza nos ha hecho tan insuficientes que hemos creado la cultura como nuestra segunda naturaleza para combatir nuestras debilidades biológicas, y una vez atemperadas hemos inventado gracias a ella un marco comunitario de valores para evitar el aislamiento y el desamparo afectivo que nos desintegraría como personas. Cuidar al otro es incidir en este marco, hacerle poseedor de los Derechos Humanos, prestarle atención, expresarle afecto, recepcionar su cariño y devolvérselo, establecer marcos de equidad, compartir, hablar, hacer, reír, llorar, jugar, degustarse, mejorarse, ampliarse, compadecerse, ayudarse, solidarizarse, respetarse, considerarse, reconocerse, dignificarse. Nada que ver con las pulsiones invasoras del mercado de optimizar el lucro por encima de cualquier otra cosa, incluidas las más nucleares. Franco Battiato incorporó a su repertorio musical una preciosa canción titulada en español precisamente El cuidado. Fue la canción del año en Italia en 1996. En italiano se tituló La cura. Curarnos los unos a los otros es lo que nos gustaría que fuese lo más radicalmente humano.



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jueves, diciembre 17, 2015

El amor mal entendido y mal expresado



Obra de Edward Hopper
Existe la popular creencia de que el noviazgo consiste en que dos personas se vayan conociendo gradualmente. Recuerdo que en sus muy recomendables Barbarismos Andrés Neuman desmontaba esta teoría. Explicaba, y cito de memoria, que el enamoramiento es ese periodo en que dos personas hacen todo lo posible para que ninguna conozca realmente a la otra. La seducción consiste en satisfacer las demandas del otro, de tal manera que uno aparta aquella información que pueda contravenir ese propósito. El gran drama de muchas parejas empieza a larvarse precisamente en este instante de comunicación distorsionada. Dicho de un modo lapidario. El mal que aqueja a las parejas es que tomaron la decisión de serlo cuando estaban enamoradas. Si no recuerdo mal, algo similar le leí hace tiempo a Carlos Castilla del Pino. La situación nos conduce a un callejón sin salida. Si no se está enamorado es difícil levantar un proyecto afectivo, y si se está, no se dispone ni de la información ni de la objetividad más idóneas para adoptar una decisión bien calibrada. Al contrario. El amor es una excitante anomalía de la atención que sesga la información en aras de refrendar las predicciones más nucleares que nuestro enamoramiento ha elaborado de la persona de la que nos hemos enamorado. La graciosa expresión «el amor es ciego» no es tan banal como puede parecer. Es una forma llana de explicar que el enamoramiento activa en nuestra economía cognitiva el sesgo de confirmación para validar aquella información que previamente ya habíamos recolectado.

Todo esto además tiende a hipertrofiarse cuando el amor desaparece del corazón de una de las partes, pero no de la otra. A mí me gusta apuntar que para construir una relación sentimental se necesita un acuerdo bilateral, pero su disolución se puede llevar a cabo unilateralmente sin que la parte que lo decide infrinja nada. De repente uno padece el síndrome de Romeo y Julieta. Al no poder estar con la persona amada, el amor se agiganta (es decir, la anomalía de la atención toma dimensiones de seísmo), el despechado sufre la colonización de una ley persuasora basada en la escasez y en la incertidumbre de la gratificación. La antropóloga Helen Ficher explicó químicamente esta tragedia en su incisivo ensayo Por qué amamos. Secretamos dopamina cuando la recompensa tarda en llegar, pero, y esto es cardinal, siempre y cuando creamos que puede llegar. Surge así la mórbida relación del desamor y la esperanza de poder derrocarlo para así acceder de nuevo al reino del que fuimos desterrados. Es a partir de este instante cuando se escuchan líricas barbaridades. 

Es cierto que el amor es una palabra muy polisémica que no significa nada si no se especifica, pero podríamos encontrar cierto consenso en que el amor es la felicidad que nos procura comprobar cómo alguien logra alcanzar sus fines, y a la inversa, cómo ese alguien se siente feliz cuando somos nosotros los que coronamos los fines elegidos para nuestra vida, y por ello se decide compartir la convivencia y todo lo que trae anexada. Tengo malas noticias. Esta idea del amor desaparece de las canciones de amor. No es ninguna trivialidad porque inconscientemente las canciones levantan acta notarial de la alfabetización sentimental dominante. El argumentario amoroso de la mayoría de las letras de las canciones es tremendo. Ayer escuché una canción amartelada cuyo estribillo aullaba un «no puedo vivir sin ti». Es una expresión muy recurrente en el cancionero que a fuerza de repetirse parece esculpida en mármol y por tanto inmunizada a cualquier impugnación. Hace poco también escuché en otra pieza otro razonamiento igualmente perplejizante: «sin ti la vida duele menos». Existe una canción tremendamente popular en la que también alguien recuerda que «sin ti no soy nada». Estas hipérboles son muy frecuentes en el imaginario.

Padecemos una curiosa propensión a lanzar mensajes negativos en vez de enfatizar la mejora que supone compartir la vida con alguien que queremos y que nos quiere. Ayer mismo lo hablaba con un profesor, que está urdiendo ejercicios para que aprendamos a traducir correctamente los mensajes y le demos una orientación positiva. Es muy fácil y muy enriquecedor. En vez de argumentar que «no puedo vivir sin ti» se puede aclarar que «puedo vivir sin ti, pero preferiría no hacerlo». En vez de soltar el confuso «sin ti la vida duele menos» podemos afirmar un sencillo «disfruto más la vida estando juntos». Frente al «sin ti no soy nada» podemos señalar «contigo soy más». Para no caer en esa falacia de que «el amor me ha hecho sufrir», podemos sincerarnos y aclarar que «el amor no correspondido me ha hecho sufrir». Podemos permutar el masoquista «yo aún podía soportar tu tanta falta de querer» (que escuché en la radio hace unas semanas), por el incomprensible para mí pero más transparente en su construcción lingüística «quiero estar contigo incluso aunque tú no quieras estar conmigo». A mí jamás se me ocurriría mantener una relación con alguien que me soltara esta afirmación escuchada en la estrofa de una canción: «Yo prefiero morir a tu lado a vivir sin ti».  Eso sí, no tengo la menor duda de que me encantaría estar con alguien que me dijera y a quien yo pudiera decirle: «Estoy tan a gusto a tu lado que me apena que solo tengamos una vida por delante». Pura pedagogía en positivo. 



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martes, diciembre 15, 2015

Pensar es escoger sentimentalmente



Obra de Wilhelm Sasnal
Pensar siempre es decidir, elegir, decantarse. El filósofo renacentista Pico della Mirandola aclaró que «lo específicamente humano es la capacidad de escoger». La esencia más constitutiva del ser humano es la posibilidad de construir su vida de acuerdo a los fines que ha ido eligiendo para sí mismo. A diferencia del resto de seres vivos, hemos podido emanciparnos parcialmente del determinismo biológico y crear una segunda naturaleza en la que la biología cede parte del protagonismo a la biografía. La dignidad emerge precisamente en este exacto punto. Somos seres autónomos, con capacidad para decidir qué hacer con nuestra vida dentro del amplio margen que nos concede la biología. Es cierto que existen otros muchos determinismos que mediatizan el periplo vital de una persona. Resulta tan falaz como arrogante esa afirmación en la que se nos recuerda que somos los autores de nuestra biografía. Disiento profundamente de esta sentencia que glorifica la autosuficiencia y oculta nuestra condición de seres tremendamente codependientes. Yo defiendo que somos coautores, la obra de nuestra vida está cofirmada, son muchos los elementos que participan en el ser concreto y singular que estamos siendo en este preciso instante. Ahora bien, la parte de autoría (complicado calcular exactamente cuánta) que nos corresponde descansa sobre la noble idea de libertad. Poseemos dignidad porque tenemos libertad y autonomía para escoger, porque podemos pensar qué opción tomar. Octavio Paz definió la libertad como la capacidad de elegir entre dos monosílabos, sí o no, aunque la definición me resulta más intelectualmente completa si agregamos un tercer monosílabo acompañado de su negación, «no sé». Muchas veces adoptamos una decisión sin tener nada claro si es la más adecuada. No lo sabemos, intuimos que puede ser,  creemos que quizá sí sea la más idónea, pero nuestras dudas nos impiden afirmarlo o negarlo taxativamente, lo mismo que le ocurre al resto de opciones que barajamos. No es que nuestra capacidad de inferir sea deficiente, es que la vida es muy escurridiza.

Pensar se erige así en la capacidad de discernir sobre una situación para decantarnos por ella o para apartarla en beneficio de otra que evaluamos más afín a nuestros intereses. Pensar es una forma de organizar sentimentalmente dentro de nuestro cerebro el mundo que está fuera de él.  Aquí tiene un papel preponderante el andamiaje emocional, el itinerario sentimental, el entramado afectivo, dimensiones que nominamos de forma diferente pero que irrumpen de un modo indisociable. Pensar es constitutivo al hecho de vivir, a decidir qué hacer y con qué respuesta emocional contestar a la realidad que dialoga con nosotros en todo momento, aunque sólo tomamos conciencia de ello de vez en cuando, en las encrucijadas o muy palmarias o en las que una mala elección puede traer aparejado un desenlace indeseable. Decidir a cada instante puede ser una carga muy onerosa, pero se antoja imposible no hacerlo, sería denegar nuestra autonomía, la dignidad que emana de habernos liberado de una parte del sino biológico.

Estamos decidiendo siempre, incluso cuando uno se deja llevar o fluye sin aparentemente tomar una decisión asertiva. Ser espontáneo requiere mucho entrenamiento, así que esta supuesta espontaneidad resume todas las decisiones que componen  nuestro bagaje. Los automatismos nos liberan de una sempiterna participación de la conciencia en las cuestiones más inanes o más frecuentes con las que nos confronta la vida, pero no quiere decir que sea ajena a ellas. Son el resultado de repetir mucho y atentamente instrucciones que ahora se percuten solas. Benedetti  animaba a algo tan plausible como «pensar la vida mientras la vivimos», pero su prescripción puede resultar equívoca, puesto que da a entender que se puede segregar la vida del acto mismo de pensarla. Se puede pensar poco, se puede pensar mal, se puede pensar sesgadamente, pero vivir es elegir, pensar es elegir, y vivir y pensar forman una sinonimia irrompible. Pensar es la única manera de entender con más clarividencia lo que nos rodea para vivirlo más nítida y sentimentalmente. Se podría parafrasear el célebre aforismo cartesiano «pienso, luego existo». Propongo este otro mucho más excitante y creativo. «Pienso, luego me vivo».



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