jueves, junio 30, 2016

Sentir antipatía y rechazo no es sentir odio



Obra de Alyssa Monks
En mi último texto publicado en este Espacio Suma No Cero escribía sobre el rencor, el odio rancio que se acumula en los almacenes más umbríos y desconchados del alma. Al hilo del artículo (ver), un lector me preguntaba cuál era la diferencia entre rencor y resentimiento. Para mi respuesta cito el Diccionario de los sentimientos de Marina y Marisa López.  El rencor es enemistad antigua e ira envejecida. El resentimiento es el amargo y profundo recuerdo de una injuria particular. En mi texto yo los utilizo como sinónimos, siguiendo a la RAE, cuyas definiciones son circulares. La definición del rencor se apoya en la del resentimiento y la del resentimiento en la del rencor. Yo considero que el rencor es más animosamente belicoso porque se nutre de rumiaciones muy dispares y muy diseminadas cronológicamente. No deja de ser paradójico que en  un mundo tan líquido como el contemporáneo donde todo es insustancialmente episódico, donde los compromisos férreos y vinculantes viven en un acelerado proceso de desintegración, el rencor mantenga intacta su capacitación de convertir en indestructiblemente sólido el relato biográfico compartido con el odiado. Está tentacularmente más arraigado que el resentimiento, que suele circunscribirse a un hecho claramente rotulado en el calendario. Un momento desagregado de otros momentos.

En este punto conviene hacer una diferencia cualitativa que a veces nos desorienta sentimentalmente. Que no nos llevemos bien con alguien, que no queramos compartir retales de nuestra vida con esa persona, o que nos provoque rechazo, no significa que la odiemos. No hay correlación entre ambos sentimientos. No nos queda más remedio que ponernos manos a la obra y distinguir conceptualmente entre odio, antipatía, repulsión, rechazo y escasa o nula conectividad. Son notorios sentimientos de clausura en contraposición a los sentimientos de apertura al otro (amistad, cariño, afecto, amor, cuidado).  Insisto en que el odio es el deseo de dañar o procurar un mal a alguien, desear que su biografía aparezca cuajada de episodios aciagos, lastimada por alguna contrariedad severa que obstruya la coronación de sus metas. Incluso, en odios muy furibundos y muy concentrados, se anhela el exterminio de la propia persona, la supresión de su presencia física en el reino de los vivos. La malignidad de este deseo no cursa con la antipatía que podamos sentir hacia una persona. El odio pertenece al linaje de la ira. La antipatía a la familia de la alegría, en este caso al déficit de esa emoción básica. La antipatía es el deseo de no compartir ni tiempo ni espacio ni propósitos con alguien con quien albergamos sentimientos displacenteros. Surge como un antónimo de la simpatía, que es la inclinación a aadherirnos a ese otro que despierta en nosotros afectividades amables que nos incitan a entretejer lazos emocionales a través de actividades compartidas. En la antipatía desaprobamos la conducta del otro y se lo hacemos saber a través de la función punitiva de la separación o el ostracismo, o anhelamos la desconexión por un lance mal resuelto, o la oquedad mostrada por el otro en la interacción, o etéreas incompatibilidades difíciles de puntualizar, o  admitimos una insalvable divergencia entre los valores privados que capitanean su vida y la nuestra, o sentimos que se abren simas drásticas en los estándares que ambos reclamamos para el marco público.

La intensidad y la perdurabilidad de esos sentimientos marcan las líneas divisorias entre antipatía, rechazo, repulsión, enemistad. Cuanto mayor sea la irradiación de estos sentimientos aversivos, más nos iremos adentrando en el rechazo, la repulsión, la animadversión o la ojeriza. Pero en estos territorios afectivos no se desea causar un mal al otro, sino repeler su presencia y eludir el contacto y las áreas de intersección. Se desea o bien desmantelar el vínculo o bien evitar su edificación, fragilizar o eliminar en la medida de lo posible la cohabitación a la que impelen los propósitos sociales o las tareas compartidas (familiares, laborales, comunales, vecinales, etc). De hecho, cuando en ocasiones es imposible soslayar la interacción, los instantes de contacto se llevan a cabo en esas zonas de absoluta extraterritorialidad mental que no confieren demasiada implicación. Y aún hay otro aspecto sustancial que subraya la gigantesca diferencia. El odio nos empareja y nos suelda al otro en una siderurgia que altera nuestra atención. Su fuerza motriz nos desposee de autonomía, de la soberanía de nuestra propia atención, y es el propio odio el que elige dónde debemos focalizarla para su propia nutrición. Sin embargo, la antipatía, el rechazo o la aversión no se emancipan de nuestro control, no manipulan nuestro estado de atención, no nos convierten en sujetos pasivos frente al oleaje de una antigua ira. Sólo atendemos su solicitud cuando la persona que despereza esos sentimientos aparece compartiendo momentáneamente nuestro espacio. No antes. Tampoco después. Sólo aquí y ahora.



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martes, junio 28, 2016

«Guardar rencor», o cómo apilar odio



Obra de Martine Johanna
«Guardar rencor» es una expresión de una poderosa capacidad evocadora. Este sedimento lingüístico transparenta una redundancia dinámica, porque lo único que podemos hacer con el rencor es guardarlo, depositarlo,  apilarlo, acumularlo. Dentro de la organización sentimental, el rencor es un odio almacenado cuya característica más singular es su enmohecimiento. Se trata de un odio rancio, envejecido, senil. El rencor es la institucionalización sentimental del odio que pierde su condición de estallido episódico para, alejado del epicentro cronológico y geográfico que lo despertó, investirse de perennidad. El proceso que nos lleva de la ira en plena erupción a la lava solidificada alrededor de un corazón que exhala bilis y humo cada vez que verbaliza los acontecimientos se puede cartografiar con meticulosa precisión. El odio es el sentimiento que nace cuando se desea o se inflige daño a alguien al que le imputamos actos imperdonables, o una ofensa que nos lastimó gravemente en mitad de los afanes cotidianos, o la autoría de heridas irrestañables en nuestra baqueteada biografía. Una vez atribuida la paternidad del mal, decidimos compensarlo de alguno de los muchos modos que oferta la vida para el propósito de amargar la existencia ajena, ejecutar una devolución que equilibre los daños causados, reembolsarse un sufrimiento del que uno se siente acreedor y por tanto con derecho a ajusticiar por su cuenta al ominoso deudor. A veces no solo se anhela dañar, sino que asimismo se desea la eliminación real o metafórica del otro. Nos sentimos impotentes para erradicar el daño recibido, pero tremendamente creativos para pulverizar a la persona que nos lo provocó. Si ese sentimiento se prolonga en el tiempo, entonces el odio se transfigura en resentimiento. Repetir el mismo sentimiento de entonces, pero desplegado y sentido en un punto cronológico muy alejado del origen. 

Ahora mismo estamos incursionando en las cloacas más sórdidas y hediondas del alma humana, pisando el limo que descansa en las profundidades y que no suele aparecer en la superficie gracias a la intervención de otros sentimientos afanados en pertrecharnos de pudor y vergüenza. Saber que estamos zigzagueando por la zona más pestilente de la geografía humana es sencillo y fácilmente reconocible. Allí se está en contra de la vida, bien de la propia, bien de la del prójimo que una vez atentó contra nuestros intereses. El odio es ubérrimo en el arte de inventar calamidades. Espolea laboriosamente la inventiva fantaseando con infligir algún mal al odiado, o fabula con que la vida le zancadillea con alguna fatalidad, o incluso exhorta a esa propia vida a que sea despiadada y ponga todo su empeño en dificultarle cruelmente la existencia. Frente a la escenografía aparatosa de la irascibilidad y el enojo, el odio suele presentarse en una silenciosa febrilidad en la que se confinan la venganza y la furia. La longeva fertilización de ese odio se va metamorfoseando en rencor, que puede traducirse como la belicosidad de un odio que no caduca nunca, permanece activado en el tiempo, inmune a la obsolescencia que sin embargo sí asola a otros sentimientos.

Si el odio y el sentimiento de amor (que no el amor como sistema de motivación) son desviaciones de la atención, el rencor es la atención posada sobre alguien que sigue parasitando nuestra mente mucho después de desencadenarse el episodio que ahora se rebobina en nuestro sistema límbico cada poco tiempo. Es alienante porque asienta su imperecedera mirada obsesiva en alguien que no somos nosotros, ni nuestros propósitos. El otro deslocaliza nuestra atención y la canibaliza hasta despojarnos de ella. Según Carlos Castilla del Pino, como odiamos todo aquello que consideramos una amenaza para lo más medular de nuestra identidad (sólo odiamos a quienes otorgamos superioridad sobre  nosotros), el rencor vincula con la contemplación de aquello que despreciamos en nosotros mismos y que el odiado nos ofrece a través de un doloroso y eterno espejo desfavorecedor. El rencor reafila diariamente ese odio ya oxidado, esa imagen displacentera de nosotros en un ejercicio de renovación que nos va jibarizando y agrietando por dentro. El  rencor sella las ventanas del alma e impide airear el pasado. Se convierte en aire viciado, odio opresivo y claustrofóbico que encarcela al que lo padece y no al que va dirigido, que en ocasiones puede ni conocerlo ni imaginarlo tan siquiera.  Es una mirada girada hacia atrás que se pierde todo lo que aparece por delante, que es donde se empadrona el flujo que llamamos vivir. El silogismo es sencillo. Donde habita el rencor no habita la vida.



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miércoles, junio 22, 2016

A sentir también se aprende


Obra de Donatella Marraoni
Cada vez que felicito un cumpleaños acompaño mi felicitación deseando al protagonista que la nueva edad le trate bien y sea dócil con sus deseos. Creo que es difícil desearle algo mejor a alguien. La más breve pero más incontestable idea prescrita para articular congruentemente el mundo afectivo (esa amalgama en la que incluyo emociones, sentimientos, deseos y actitudes) se la leí hace tiempo al neurocientífico y escritor Jonah Lehrer en el ensayo Cómo decidimos. Allí preceptuaba que «la mejor manera de gestionar las emociones y los deseos es pensar en ellos». «Pensar bien en ellos», me gusta puntualizar. Yo suelo repetir que la educación no es otra cosa que aprender a desobedecer deseos (el deseo es la borboteante presencia de una ausencia), aprender a elegir el monosílabo «no» cuando optar por el cómodo «sí» te gratifica en el corto plazo pero te empeora en el largo. La libertad consiste en la capacidad de posar la atención allí donde queremos, y no donde el deseo apunta inquisitivamente en contra de nuestra voluntad. Hace unos días mantuve una conversación con una mediadora catalana en la que le explicaba que desobedecer unos deseos implica indefectiblemente obedecer otros, así que la educación se encuentra con la tarea previa de discernir qué deseos son más convenientes y qué  deseos son más desaconsejables, qué deseos nos mejoran y qué deseos nos desencuadernan. Como en todo, la conveniencia o no de los deseos descansa en función de la estratificación de nuestros intereses y nuestras motivaciones, tanto de genealogía personal como social. Un deseo puede ser muy útil para emplearlo en una dirección concreta, pero ese mismo deseo puede empantanarnos si nos invade cuando perseguimos la dirección contraria. Platón redujo todo este posible guirigay conceptual en una glosa  llena de belleza en la que afirmaba que la educación no es otra cosa que enseñar a desear lo deseable. Parafraseándolo, podemos afirmar que la educación consiste en desear bien (desear lo digno de ser deseado), que no es otra cosa que sentir bien, que a su vez no es otra cosa que elegir bien. 

Y aquí irrumpe con fuerza lo más medular de todo este texto. Cuesta aceptarlo, porque creemos que los sentimientos son entidades impermeabilizadas a la racionalidad, pero a sentir también se aprende. Más todavía. Sentir bien es el resultado de haber aprendido a segregar con idoneidad unos deseos de otros, a no sucumbir a la labilidad y volatilidad del deseo, a diferenciar entre deseo sentido y deseo pensado, entre apetencia y proyecto. En el ensayo Trampas mentales, el filósofo italiano Matteo Motternini condensa este dinamismo propio de la indeterminación de algunos contextos señalando que en nuestro cerebro se inicia una competición entre dos sistemas neuronales distintos. El sistema límbico, centro del placer y de la recompensa, pugna con el área de la corteza prefrontal, destinada al razonamiento abstracto y al mantenimiento del objetivo. Quien posea mayor pugilato se alzará con una victoria que guarda crudas consecuencias en nuestra conducta. La tarea de ser persona consiste en la adhesión de sólidos marcos de evaluación que, a través de  la deliberación, la decisión y la acción, permitan el acceso a unos deseos y denieguen la entrada a otros. Uno puede adoptar una decisión muy buena pero dentro de un encuadre evaluativo muy malo, y viceversa. Por eso ser persona es el único trabajo que requiere dedicación plena. No podemos dejar esa tarea ni un sólo instante, porque somos el individuo que habita entre la persona que estamos siendo y la que nos gustaría ser después, y es en esa pequeña falla donde se acurruca el deseo.

En El gobierno de las emociones, Victoria Camps, Catedrática de Ética en la Universidad Autónoma de Barcelona, nos explica que las emociones y la racionalidad son un continuo. Matizo aquí que Camps homologa el término emociones a toda esa panoplia compuesta por emociones, sentimientos y deseos. Siguiendo a Aristóteles y a Spinoza, postula que nos movemos por deseos y sentimientos más que por evaluaciones cognitivas, pero la construcción del deseo y el sentimiento se realiza con los materiales que proporciona la reflexión. La gobernabilidad o la insumisión de nuestras emociones determinan nuestro pensamiento, y nuestro pensamiento hace que nuestra emociones sean dóciles o díscolas. Si no recuerdo mal, Claudio Naranjo defiende la integración de intelecto, amor e instinto, algo así como que el instinto se alíe con nuestros intereses, forjados reflexiva y afectivamente, en vez de que nuestros intereses se dejen arrastrar por el instinto. Spinoza también hablaba de algo análogo cuando teorizaba sobre la importancia de utilizar la fuerza del deseo (connatus) en la consecución de nuestros proyectos, que es un epítome perfecto de desear lo deseable.

En su ensayo, Victoria Camps hace también una lectura de la repercusión social de las emociones. Sólo desde la armonía de la razón y el sentimiento se puede actuar con racionalidad y responsabilidad moral, sólo así se pueden inculcar normas sociales. Sentimientos como la indignación, la compasión, la vergüenza, son necesarios para orientar la conducta. La autora cita a Hume y su tremenda aunque irrefutable reflexión en la que el filósofo inglés recuerda que no hay nada irracional en preferir que se hunda el mundo a que nos pinchemos un dedo. Es cierto, pero en esa preferencia sí hay déficit ético. Hay que intentar una educación sentimental en la que casen emoción y razón, génesis de un buen comportamiento, porque  el objetivo de la ética, y aquí Victoria Camps cita a Rorty, consiste en eliminar la crueldad y ensanchar el nosotros. La construcción de la organización social pasa inevitablemente por la sentimental, pero también ocurre a la inversa. De este modo la política necesita la ética, la ética necesita la política, y ambas necesitan la docilidad del deseo para poner su fuerza al servicio de la inteligencia.



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