No sé por qué tendemos a emplear
palabras muy enrevesadas cuando existen términos muy normales que significan
exactamente lo mismo. Hoy me ha pasado con el concepto «conflicto intraindividual».
Leo una definición del psicólogo Kurt Lewin: «el conflicto intraindividual se produce en toda
situación en que unas fuerzas de magnitudes iguales actúan simultáneamente en
direcciones opuestas sobre el individuo». O sea, que un conflicto intraindividual no es otra cosa que lo que el
lenguaje describe como dilema. Un dilema se origina cuando una persona tiene
ante sí un objetivo apetecible pero incompatible con sus valores o con su
competencia personal y por tanto necesita conciliar los desacuerdos que se
producen consigo mismo. Se trata de una disyunción, o de una duda, construida con la misma
cantidad de motivos a favor como los que se alinean en contra.
El dilema verifica el desdoblamiento del yo en dos yoes (ese «yo es otro» del célebre verso del precoz Rimbaud). Un yo demanda un interés y el otro yo reclama su
antagonismo. Hace unos meses le leí a la novelista y ensayista Siri Kustvedt la
expresión que explica esta situación horrible una vez consumada: «lo hice
sinqueriendo». Aparece en su novela Un verano sin hombres.
¿Qué hacer en una situación tan desasosegante? ¿Por qué opción
decantarnos? ¿Qué operaciones ejecutivas debemos realizar para coger una
dirección en vez de la otra y además hacerlo con ciertas garantías de estar eligiendo bien? No lo sé. Muchas veces tomamos una decisión sin
saber con nitidez el motivo que la impulsa y luego racionalizamos la respuesta. Algunos
autores señalan que al principio de todo está la emoción, esa chispa involuntaria y díscola que nos empuja a adentrarnos en un curso de acción en detrimento de
todos los demás. A pesar de que llevamos siglos afirmando profesoralmente que
las personas somos seres racionales, es bastante palmario que no es así, somos
seres que racionalizamos los impulsos que nos colocan en un lado en vez de en
otro. Según la neurología, nuestro cerebro toma las decisiones unas décimas de
segundo antes de que las tomemos nosotros. Dicho de otro modo. Nuestro cerebro
decide qué vamos a hacer y luego nosotros justificamos lo que él ha decidido, probablemente para sentir la orgullosa autoría de nuestro periplo biográfico. Creo que aprender consiste precisamente en que
el cerebro decida sin pedirnos permiso lo que le hemos enseñado a decidir mucho
antes de estar expuestos a la corrosión de un dilema. He escrito «creo». No lo sé.
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