La reputación es la valoración que tienen los demás de
nosotros. Estamos tan obsesionados con
ella y su centralidad en la competición y la comparación social que en muchos casos
somos víctimas del imperialismo del ego enmascarado en la identidad profesional, el estatus social, la retribución salarial, la titulación
del conocimiento, la visible aristocracia del mérito, etc., etc., etc. Toda una gama de prescriptores encaminados a la
colonización de reputación. Desgraciadamente ese afán se puede resumir en ese concepto tan horrendo
como posmoderno que habla del yo como marca, una marca que hay que «saber vender» en el mercado para trepar
por la pirámide social y, una vez ubicados en las alturas, los demás pronostiquen
nuestro comportamiento al alza. El filósofo Alain de Botton escribió hace ya unos años
el muy plausible ensayo Ansiedad por el
estatus. Recuerdo que después de leerlo pensé que se podría haber titulado Necedad por ser más que los demás. Solemos
engañarnos afirmando que los demás no nos importan, pero invertimos elevadísimas
cantidades de tiempo y de esfuerzo muy circunscrito en lograr ser importantes para ellos, y apropiarnos así de la consecuente conducta de valor del otro hacia nosotros (materializada en reconocimiento o cariño). En los círculos corporativos la reputación es concebida como un recurso intangible para la generación de valor y por extensión para la optimización financiera, el santo grial en el ecosistema empresarial. En los paisajes íntimos y en los nexos comunitarios esa valoración consustancial a la reputación vincula más con el orden
axiomático que jerarquiza la visión del mundo del que nos escruta que con
nosotros mismos. Dicho de un modo sencillo. Su opinión sobre nosotros depende
de sus valores, aquello que cobra protagonismo en su vida, lo que significa
que aprecia o deprecia en nosotros lo que previamente valora o subestima en él. De ahí que la emisión de un juicio sobre algo
externo es en realidad una afirmación sobre algo interno. La sobreestimación o
la minusvaloración de nosotros no dependen íntegramente de nuestros actos ni de nuestro discurso, sino más bien de la estratificación axial que guía la vida del
otro.
Las personas somos entidades muy
complejas, entramados inextricables de biología y biografía, pozos sin fondo, nudos gordianos difíciles de desatar. Muchas
veces ni nosotros mismos sabemos quién habita en las palpitaciones de nuestras
sienes, quién se hospeda en el interior de nuestros actos, quién adopta unas
décimas de segundo antes que nosotros las decisiones que luego ejecuta nuestro
cerebro. Este desconocimiento tan
mayúsculo nos permite aducir que la reputación es lo que piensa de nosotros la gente
que no nos conoce de nada, puesto que incluso nosotros somos para nosotros un jeroglífico de cuyo significado sólo poseemos
aproximaciones cuarteadas. El escritor
Juan Bonilla publicó en los noventa la recomendable novela Nadie conoce a nadie. En sus páginas se demostraba cómo se puede contaminar muy fácilmente el concepto que tenemos de alguien, incluso afectivamente muy cercano, lo que servía para corroborar el irrefutable título del libro. Que nadie conozca realmente a nadie no impide que construyamos juicios acelerados sobre las alteridades con las que nos cruzamos. Solemos tardar treinta
segundos en configurar una primera impresión sobre una persona que acabamos de
conocer. Tres minutos en valorarla. Menos de diez en hacernos una idea macroscópica que nos permita creer que ya podemos predecir su conducta. Nuestra
reputación depende de esos instantes. Demasiada inconsistencia para perder
tanto tiempo en tratar de controlarla. Demasiada volubilidad para que nuestra estima esté en manos de alguien que no somos nosotros.
Artículos relacionados:
No hay dos personas ni dos conclusiones iguales.
Existir es una obra de arte.
Consideración, reconocimiento, amor, ahí está todo.
Artículos relacionados:
No hay dos personas ni dos conclusiones iguales.
Existir es una obra de arte.
Consideración, reconocimiento, amor, ahí está todo.