Pintura de Michele del Campo |
Comienza un nuevo curso. Se inicia la
inminente vuelta al cole tanto en sentido literal como en sentido figurado,
arranca la nueva temporada, nos reincorporamos rutinariamente a nuestros
lugares habituales, celebramos una metafórica botadura repetida año tras año. La rutina goza de escaso prestigio en nuestras valoraciones, menos todavía
en días inaugurales como hoy en los que parece que se ha incrementado la
tasa de adversidad para que las piezas vuelvan a encajar y todo
requiere de sobreesfuerzo. Tendemos a hablar de ella casi siempre en
términos despectivos y de alienante robotización. Como todas las cosas,
la rutina tiene un anverso y un reverso. Es perversa cuando
tapona la llegada de ocurrencias, corta el flujo de estímulos que nos proyectan hacia fuera, acartona nuestra vida. Pero es elogiable cuando gracias a la planificación y a la programación regula
balsámicamente nuestro tiempo y maximiza nuestras habilidades. En realidad la rutina que no incorpora novedades en el horizonte no es rutina, es monotonía, es oxidación, es entumecimiento existencial. La rutina consiste en la ejecución de actividades pautadas. Francisco Rubia en ese
libro en
el que nos interroga sobre nuestro conocimiento del cerebro explica el
fenómeno
de la habituación como «una inhibición por parte del sistema nervioso
central de
informaciones sensoriales a niveles periféricos», aunque unas páginas
antes
reconoce que la costumbre logra la encomiable metamorfosis de
automatizar las
tareas motoras, y que la automatización de actos motores discurre mucho
mejor
sin la participación directa de la conciencia. La rutina no es ni amable ni execrable. Lo que hagamos nosotros con ella, sí. Si la empleamos mal, es enajenadora. Si la empleamos bien, es creativa.
La
rutina es nefasta para satisfacer la aleatoriedad de los deseos
inmediatos (de hecho suele erigirse en su mayor dique de contención), pero es muy constructiva para complacer deseos pensados que
requieren la activa participación de tiempo y esfuerzo. La rutina
nos permite el placer de la anticipación, predecir nuestros actos
(sabiendo por supuesto que vivir es aceptar el acecho de lo inesperado) y
enmarcarlos en rituales institucionalizados llamados horarios, ahorrar voluminosas
cantidades de energía. La rutina jibariza los esfuerzos, simplifica la
toma de decisiones, logra esa máxima de Picasso que consiste en que la
inspiración nos pille trabajando, es decir, que nuestras posibilidades
nos aborden en el momento en que pueden transfigurarse en reales. Si
uno lee la biografía de cualquier persona que ha legado algo valioso a
la posteridad comprobará cómo lo extraordinario de su tarea surgió de un relámpago en medio de la
repitición litúrgica de lo ordinario. Ritualizar los días no es disolverlos en el
aburrimiento, no es entregarlos a la momificación de la monotonía, es hacerlos más dóciles a nuestros deseos e intereses. El hábito es tremendamente fecundo para
automatizar tareas y eludir la sensación de tener que llevarle a todas horas la contraria a nuestra voluntad. La rutina es una estructura operativa del tiempo, pero también de nuestras competencias. Con qué se rellene esa estructura depende de cada uno. O de la vida que llevemos uncida en nuestra biografía.
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