Pintura de Keinyo White |
La ética es la única disciplina
que no opera sobre la realidad existente, sino que la traspasa e imagina lo que
nos gustaría que existiese. Genera ficciones para mejorarnos. Otra anécdota. En plena gestión de la crisis económica en la que todas las medidas para suturarla infligían daño a los más desfavorecidos, un amigo mío hizo un montón
de chapas para repartir entre sus conocidos con un lema maravilloso, pero de
nuevo erróneo: «Mi dignidad no está en crisis». «Eso es lo que tú te crees», le espeté entre risas cuando me regaló una para que la pinchara en mi abrigo. «A ti te gustaría que no estuviera en
crisis, lo que demuestra que sí lo está», concluí. Se trata de un estricto planteamiento
ético porque se piensa en lo que debería ser fijándose en lo que es. En el caso concreto de la dignidad se intenta evitar que se destruyan aquellos valores que anhelamos poseer por
el hecho de ser personas y porque creemos que su posesión adecenta la conducta de
todos y favorece el lazo comunitario. Los grandes paradigmas contemporáneos poseen un envés peligrosísimo si
no se subordinan a un marco ético. Sin la ética como marco orientador de las
decisiones es muy fácil caer en el utilitarismo feroz, en la tecnología
inhumana, en la tiranía política o en la democracia sin participación, en la
usura de los mercados, en la cosificación del otro para satisfacer fines individuales. Si no recuerdo mal, fue a Victoria Camps a quien le leí
que la ética consiste en eliminar la crueldad y ensanchar el nosotros. La ética
trata de enaltecer nuestra condición de seres humanos que han decidido vivir en
una comunidad reticular para desde ahí tomar las decisiones más convenientes
para todos. Ese todos es irrenunciable. Es el que nos ha permitido dejar atrás a la jungla. Ninguna disciplina persigue un objetivo tan hermoso y loable.
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