Pintura de Carrie Graber |
Sólo podemos dialogar con nuestra biografía a través de la memoria. A veces ese diálogo es muy gratificante, pero a veces nos abordan conversaciones que nos desasosiegan, o humedecen los lacrimales, y que desearíamos arrojar al olvido. Existe una locución muy repetida en el lenguaje corriente
que suele utilizarse cuando uno recuerda algo que le desagrada o entristece. En realidad es
una interpelación: ¡lo tengo que olvidar! Hace poco mantuve una conversación en la
que esta expresión emergió de repente en mitad de un grupo de frases. Me eché a
reír y contesté a mi interlocutor: «ya me dirás cómo lo consigues». Luego su plática continuó dando vueltas en torno a aquello que deseaba
olvidar. Entonces cité una anécdota que se le atribuye a Kant para explicar lo
que en ese momento le estaba ocurriendo a él. Kant despidió a Martin Lampe, su mayordomo durante cuarenta años, al descubrir que le había robado. El tiempo había fraguado una relación entre ambos y ahora a nuestro pensador le resultaba difícil no acordarse de él a cada instante en su solitaria casa.
Así que uno de los genios más epatantes de la historia de la filosofía no tuvo
mejor ocurrencia que escribir una nota y colocarla en un lugar protagonista de su
escritorio: «A partir de esta fecha, tengo que olvidar el nombre de Lampe». La instrucción encomendada de olvidarlo
era una forma de recordarlo.
El contenido de lo que queremos olvidar siempre viene envuelto en una pátina
triste, se inclina hacia el suceso desdichado que una vez nos afligió y
abrió heridas que tardaron en cauterizar. Nadie quiere olvidar momentos de iridiscente
plenitud. Yo he comprobado sin ningún
rigor científico que la gente triste no es la que acumula muchos capítulos aciagos en su biografía, sino la que demuestra inoperancia para olvidarlos. También he visto cómo hay personas que encuentran cierto regocijo pegajoso en
recordarlos, en enhebrar descripciones de una minuciosidad palpitante de un
relato que supura dolor y que se remonta a treinta o cuarenta años atrás. No
necesariamente son narrativas rencorosas que harían entendible la prodigiosa
memoria. El rencor afila los recuerdos porque lo infausto lo protagoniza otro,
pero somos nosotros los depositarios de las sufridas consecuencias. Uno anhela
cobrarse algún día la deuda de la que se siente legítimo acreedor, y hasta que eso no ocurre, la herida permanece sin cicatrizar. Por eso el rencor es el moho del odio. O guarda
la tenebrosa tecnología de una bomba de neutrones. Aniquila a las personas mientras
todo a su alrededor permanece intacto.
Deseamos olvidar lo que nos inflige daño y por eso olvidar se
antoja poderosamente balsámico. El problema es que recordar es una función de
la voluntad, pero uno no puede olvidar por más empeño y dedicación que ponga en ese cometido. Nos ocurriría
lo mismo que a Kant, querer olvidar es una forma de recordar, un bucle sin escapatoria posible. ¿Es por tanto una hazaña inalcanzable el olvido? La respuesta es no. Para casos así sólo
conozco una posible prescripción eficaz. Sólo podemos olvidar eligiendo qué
recordar. A mí me gusta definir la autonomía de una persona como la capacidad
de colocar su atención allí donde sólo su voluntad, y no ninguna instancia heterónoma, lo ha
decidido. Recordar es posar la atención en un episodio del ayer al que se le adhiere
un significado y una convergencia emocional. A veces recordar es reconstruir, y en
esa artesanal tarea trampeamos con nosotros mismos al añadir un conocimiento
que ahora poseemos pero que entonces era del todo inexistente. Unos recuerdos desdibujan
su fisonomía hasta disolverse en la nada recordando otros. Aunque parezca una aporía, recordar es hacer borrón
y cuenta nueva, una de las pocas
herramientas puestas a nuestra disposición para resucitar de alguna de las
muertes que tendremos a lo largo de la vida. Unas cosas se olvidan recordando
otras, o a la inversa, recordar unas cosas hace olvidar otras. Spinoza
afirmaba que la aflicción de una pasión sólo sanaba con el advenimiento de otra
pasión de al menos igual intensidad. Un recuerdo aparta otro recuerdo. Podemos elegir qué
recordar, y esta es la clave para olvidar. «Recordar es triste, pero olvidar es morir»,
escribió Vicente Aleixandre en un verso que ocupa lugares de privilegio en mi
cabeza desde hace tres décadas. He necesitado consagrar mucho tiempo para aceptar
que las cosas son así, pero que quizá también no sean exactamente así. Recordar no es necesariamente triste. Y no olvidar lo que necesitas
olvidar es morir. O una manera incruenta de matarte.
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