Obra de Nigel Cox |
Una pareja es una unidad formada
por dos personas que entablan una larga conversación. Si la conversación es de
calidad, la pareja prolongará su unión en el tiempo. Si la conversación aparece
deshilachada, el destino de la pareja se deshilvanará no tardando mucho. La
conversación en la que se encarna el amor no necesariamente está exenta de
conflictos, pero la diferencia entre la buena y la mala conversación es que en
la buena la fricción se resuelve inteligentemente y en la mala la discrepancia
se fosiliza peligrosamente. Algunos psicólogos presumen de augurar el futuro de una
pareja en menos de cinco minutos sólo con observar cómo hablaban sus miembros.
También es muy informativa esa estampa en la que una pareja no sólo no mantiene contacto verbal alguno,
sino que ambos miembros espantan sus respectivos silencios mirando con estudiado desdén al lado contrario del otro. El amor vincula más con hablar que con cualquier otra magnitud, y hablar bien requiere el concurso de la inteligencia y de todos los sentimientos que se
concentran en la bondad.
Recuerdo que José Antonio Marina arrancaba su ensayo Escuela de parejas con un aserto
provocador. Se enamora la inteligencia generadora, pero acepta la relación la
inteligencia ejecutiva. La inteligencia generadora es un disparador de
ocurrencias de la que aún no sabemos cómo las confecciona y produce. La
inteligencia ejecutiva es la que somete a inspección esas ocurrencias y les
permite saltar a la acción, o les deniega el paso. Traigo a colación esta
bifurcación de la inteligencia porque quiero remarcar que es precisamente la
inteligencia ejecutiva la que con sus palabras angostará o expandirá los
límites y la calidad de la relación. Hablar bien con la otra persona que completa nuestro binomio
amoroso es prioritario, pero también lo es hablarse bien uno consigo mismo antes de formar diptongo alguno. El amor es un sistema de motivación (y como todo sistema para su buen funcionamiento requiere eficaces canales de comunicación) que
agrupa múltiples sentimientos y deseos para ser compartidos con otra
persona
cuya complementariedad nos ensancha, nos energetiza y convoca los
afectos más
hermosos que habitan en el alma humana. Cuando no ocurre nada de esto no
hablamos de amor, sino de otro tipo de vínculo, o de desamor, y esa relación enseñoreada por otros sentimientos ajenos a las experiencias de apertura puede devenir en un foco
infecto que se nutra de lo más hediondo que también aloja el alma humana. En el discurso social
se suele objetar que mantener una relación supone perder autonomía, cuando
probablemente no haya un acto de mayor autonomía que decidir con quién se
comparte una relación. Somos seres autónomos porque tenemos la capacidad de
decidir qué fines queremos para abrillantar nuestra vida. La quintaesencia del
ser humano se cifra en que puede optar, decidir, escoger, elegir. De aquí procede la palabra elegante, que define a la persona que sabe elegir bien. No hay elección que glorifique tanto esta capacidad tan entrañadamente
humana como decidir si queremos compartir la vida y elegir con quién
exactamente. Y para elegir bien hay que hablar, y al hablar hacerlo de un modo elegante.
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