Obra de Duarte Vitoria |
Se suele vincular la pobreza con la incapacidad de establecer unos
mínimos elementales para la protección y el cuidado de la existencia material. A pesar de que esta
afirmación describe una realidad tremendamente lacerante, es una lectura muy
reduccionista. Recuerdo haber escrito en un artículo de prensa de hace dos
décadas que la pobreza no solo te agujerea los bolsillos hasta dejártelos vacíos,
también te horada con meticulosidad el cerebro. Asociamos la pauperización a la falta de bienestar
sensitivo, al hostigamiento de unas condiciones económicas muy endebles, al infierno
cotidiano de contar y repensar cada moneda antes de intercambiarla por un bien
imprescindible, a la expulsión del consumo como ritual lúdico, a rezar o a
encomendarse a algún ente sobrenatural para que ningún imponderable por
minúsculo que sea te condene a un impago o te despoje de otro recurso primario, pero nos olvidamos de cursarla también
con la corrosiva y gradual pérdida de bienestar psíquico. La ausencia crónica
de recursos básicos provoca disturbios en todos los flancos de la experiencia
humana. La pobreza material no sólo trae adosadas aflicción, frustración, tristeza o pena (exacerbadas
además por un contexto de opulencia y de omnipresentes relatos publicitarios que matrimonian la felicidad con el
hiperconsumo), también se lleva por delante las estrategias para que cualquier
persona se pueda construir como un sujeto válido. Es en los pobres (el neolenguaje los denomina con su habitual
asepsia sector vulnerable) donde la dignidad (tener derecho a tener derechos) pierde su condición
utilitaria de mejorarnos a todos y se convierte en una palabra decorativa para embellecer peroratas políticas.
El pasado viernes el Papa celebró un encuentro en el Vaticano con los sin techo
de Europa. Francisco los exhortó a que «no perdáis la capacidad de soñar». Curiosamente
eso es lo primero que se pierde cuando la pobreza atropella la vida
de cualquier persona. Soñar es la ficción con la que damos
forma al futuro para orientar el presente. En la miseria, el despotismo del
aquí y ahora pulveriza la idea de porvenir. Nadie vive tan
intensamente el alabado carpe diem como una persona acribillada por la pobreza. La
pérdida de lo más primario de la soberanía individual expulsa ferozmente del
vocabulario la palabra proyecto. La gran aportación de Abraham Maslow no fue
estratificar las grandes motivaciones humanas en su célebre pirámide,
sino postular la imposibilidad de subir un peldaño de esa pirámide si
previamente no se había alcanzado el situado más abajo. Si no se tienen
cubiertas las necesidades más primarias, no sólo no se puede acceder a lo
emplazado más arriba, es que ni tan siquiera uno fantasea con esa conquista. La
pobreza y sus contemporáneos vecinos (la precariedad, la inestabilidad, la
incertidumbre, la volubilidad, la revocabilidad arbitraria implantada en el
mercado laboral) eliminan la capacidad de construir horizontes vitales en los que
proyectar nuestra autorrealización y surtir de sentido nuestra vida. Hace unos
días un muy amable y versado lector de La
capital del mundo es nosotros me comentó que lo que más le había gustado
del libro es cómo se transparentaba que sin un mínimo de
recursos es inalcanzable la autonomía de cualquier sujeto. Matizo que una persona autónoma es aquella que elige qué fines desea para ir construyendo su vida. Esta autonomía es lo que nos hace valiosos y diferentes al resto de los animales. Ser pobre no es sólo morirte de hambre o de
frío. Pobre es todo ser humano que no puede hacer uso de lo que le hace ser un
ser humano.
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Para ser persona hay que ser ciudadano.
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