Obra de Duarte Vitoria |
Hace unos años tuve que definir el
término violencia para unos manuales universitarios. Quería que la definición
abarcara globalmente las diferentes ramificaciones de la violencia, que fuera útil
para describir con exactitud la totalidad subyugante de la violencia física, la verbal, la modal y la
estructural. La tarea no era sencilla porque cada prototipo de violencia posee un
paquete de singularidades que dificultan la homogeneidad. Recuerdo que un
compañero con el que formaba la dupla para la redacción de los textos me
invalidó unas cuantas fórmulas. Siempre nos
topábamos con alguna excepción, alguna rendija que hacia que la definición se
agrietara por algún lado. Hasta que un día di con la descripción infrangible.
Todavía recuerdo la alegría que nos entró cuando agarré uno de mis innumerables
cuadernos de apuntes y la leí en voz alta. La
testamos con todas las salvedades y excepciones que presenta la enorme casuística
y la definición resistió todos los embates. La definición susurra que «violencia es toda acción
encaminada a doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo». Justo
mañana sábado participo en unas Jornadas Nacionales de Mediación hablando del
diálogo. Para cerrar el círculo de la definición de violencia añadiré que el diálogo
es el ecosistema en el que la palabra educada y pacífica se despliega sobre sí
misma ante la presencia de otras palabras con el fin de que dos o más personas
puedan llegar a entenderse. El diálogo es el triunfo de la bondad y la inteligencia
sobre la fuerza.
Hoy, 25 de noviembre, se celebra el Día contra la
violencia de género, una violencia machista que como todas las violencias correlaciona con lo más sombrío del
poder. Poder y violencia van de
la mano. Nadie utiliza la violencia si no es con afanes instrumentales de poder, incluidos los sádicos. Poder es lograr que una persona se
desplace de un punto A a un punto B que beneficia mis intereses. A veces la persona no desea realizar ese
desplazamiento, y entonces se esgrime la fuerza para conseguirlo, que es la
manifestación de que uno tiene poco poder sobre esa persona. Quien detenta
genuino poder no necesita emplear la tecnología primitiva y rudimentaria de la coacción física. La violencia machista no
surge porque la mujer no se pliegue a las demandas del hombre, surge porque el
hombre no respeta las decisiones de la mujer. No hay mayor acto de amor que respetar
sin fisuras las decisiones de nuestra pareja aunque perjudiquen nuestros
intereses. Cualquier acción que vulnere este principio es un predictor de la
carencia de verdadero amor, y probablemente la prueba inequívoca de que lo que
sí existe es mucho amor propio, uno de los manantiales más exuberantes de la
violencia. Cuando se sabotea la decisión adoptada por el otro, cuando se
ningunean sus razones, cuando socarronamente se subestiman con hechos o se relativizan con
una risa sardónica los intereses del otro, cuando se amenaza, cuando no se
admite que nuestros argumentos puedan ser refutados, cuando uno anticipa que da
igual lo que le vayan a decir porque no piensa cambiar de opinión, cuando se
grita, cuando se pronuncian palabras destinadas a desangrar la autoestima, cuando
se anhela saquear la dignidad, hay violencia. Mucha violencia, aunque no se
utilice el arcaísmo de la fuerza.
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