Obra de Nigel Cox |
Hoy es la víspera del Día del Libro. Me encanta
esta fecha porque mi relación con los libros es justificadamente apasionada. Yo
siempre reivindico mi condición de lector muy por encima de la de autor. No
todos los días me dedico a plagar de líneas la brillante pantalla del ordenador, pero sin embargo sentiría una
ligera orfandad si un día no leo. No concibo un día en el que las
inaugurales horas del día no las dedique a mantener una charla privada con
aquellos que en un acto de generosidad han decidido compartir con todos
nosotros sus mejores ideas, empaquetarlas en un lenguaje aseado y a veces
embellecido, estructurarlas de una manera inteligible, y donarlas para que
ahora cualquiera de nosotros pueda aprovecharlas en beneficio propio. A pesar
de la habituación, a mí me emociona poder hablar cualquier mañana con las
mentes más preclaras de su tiempo, tener la oportunidad de saber qué piensa
alguien que ha pensado mucho y bien y lo comparte conmigo por escrito. Esta oportunidad
nunca suficientemente laureada nos la permite la existencia de ese soporte del
conocimiento llamado Libro.
Recuerdo que en el ensayo Para qué sirve la
literatura, su autor Antoine Compagnor daba con la clave: «La literatura
ayuda a encontrar las proporciones de la vida». Y unos renglones después
añadía: «La literatura preserva y transmite la experiencia de los otros». La
lectura absorta además permite la desconexión, la imprescindible ruptura
momentánea de conectividad con el exterior para poder hacer labores de minería
interior. La prescripción del oráculo de Delfos se logra de manera inmediata
con una buena lectura. Leer no es leer lo que aparece en las páginas del libro
que uno lee, es leerte a ti a través de lo que el autor ha escrito en su libro.
Más todavía. Leer es un acto de disidencia, es pura insumisión a un mundo que
pugna por atrapar nuestra atención para dispersarla todavía más. Parecerá una
hipérbole, pero cuando veo a alguien leyendo embelesada e inmóvilmente veo en
esa persona a alguien que le está sacando la lengua a un mundo que solicita
exclusividad para la utilidad contable y los aspectos mercantiles. Es una
estampa excitante e insurrecta, una esperanzadora prueba de que no todo está
perdido. No puedo por menos de recomendar encarecidamente aquí y en vísperas de un día como
el que yo ya estoy celebrando la lectura del ensayo Metamorfosis de la
lectura del historiador de medios de comunicación Roman Gubern. Pocas veces
he sentido tan epidérmicamente el esfuerzo de la humanidad por encontrar contenedores
duraderos en los que depositar el conocimiento. Nuestros antepasados se
desvivieron por encontrar fórmulas y envases para evitar la temible desmemoria.
Fue así como a través de mutaciones increíblemente creativas surgió el libro,
un pequeño recipiente al que recurrir para combatir la ignorancia
aprovisionándonos de lo legado por los que nos precedieron. Quizá ahora se
entienda porque es un día tan maravilloso que todos deberíamos celebrar desde
nuestro rango de afortunados prestatarios.
Pero a mí me gusta dar un paso más al frente. Leer no es
solo disfrutar, como pregonan los divulgadores de la relevancia de la lectura
olvidándose de que son muchos los que no disfrutan leyendo, ni un acto de
disidencia, ni de instrospección. Es mucho más que eso. Leer es la actividad con la
que mejor se alimenta nuestro cerebro. Las palabras son su nutriente natural.
Nuestra relación tanto con nosotros mismos como con los demás es una relación
lingüística. La palabra configura la textura humana. Nuestra condición de
existencias anudadas a otras existencias es una condición que se sostiene en
una estructura empalabrada. Somos seres narrativos. Somos las palabras con las
que nos historiamos y con las que intentamos que la aparente fragmentación en la que
entrechocan los acontecimientos se convierta en narración sinóptica para
intentar aproximarnos a comprender qué nos ocurre. Nos volvemos nítidos cuando
un texto nos descubre aquellas palabras que al ignorarlas nos hacían borrosos,
cuando nos invita a pensar en puntos ciegos de nuestra conducta que solo una
mirada ajena nos puede aclarar. Vivimos en el relato con el que nos
autobiografiamos sin necesidad ni de manuscribir en un papel ni de encender ningún dispositivo electrónico en el que teclear. Nuestra imaginación ética dota de sentido ese relato para
construir el eje axiológico en el que orbita nuestra vida. Por enésima vez
citaré que el alma de cada uno de nosotros no es otra cosa que la conversación
que mantenemos con nosotros mismos relatándonos a cada segundo lo que hacemos a
cada instante. En un mundo que reivindica insistentemente que hay que cuidar la
imagen, yo siempre matizo que es mucho más necesario cuidar las palabras. Las
que decimos, las que nos decimos y las que nos dicen. La lectura es el mejor
aliado para cumplir bien esta tarea. Benditos libros.
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