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martes, junio 06, 2017

La generosidad y la gratitud, islas en mitad del océano económico



Obra de Borja Bonafuente
La generosidad es la vitrina en la que colocamos el cuidado al otro como elemento esencial de nuestra condición de existencias al unísono. Su destino siempre es alguien ajeno a nosotros. Emerge cuando voluntariamente elegimos la ayuda al otro incluso por encima de nuestro propio interés. La generosidad y el altruismo mantienen lazos de consanguinidad, pero también alguna disimilitud. Somos generosos con aquellos con los que nos une el cariño y el amor, y somos altruistas con las alteridades exentas de irradiación afectiva salvo la de pertenencia al género humano. Aunque se suele afirmar, y el diccionario de la RAE así lo atestigua, que en la generosidad no se espera devolución alguna, la afirmación no es del todo exacta. No se anhela rentabilizar la acción, pero el anfitrión espera gratitud. Este deseo de gratitud se basa en la pulsión de reciprocidad injerta en nuestra herencia genética. La generosidad del que no puede devolver el favor de la misma manera se llama gratitud. Es un sentimiento compensatorio hacia el que nos ayuda, la manera de apreciar y reconocer el apoyo recibido. Uno se siente en deuda con la persona que ha colaborado con él dadivosamente, y la recompensa consiste en agradecérselo. Precisamente uno de los comportamientos más lacerantes en los ires y venires del redil humano radica en la ausencia de agradecimiento. La ingratitud provoca en el entramado afectivo uno de los dolores más díscolos de sanar.

La generosidad solo se puede agradecer. El dinero como recurso intercambiable con un papel estelar en las prácticas consumistas desaparece de la lógica de este escenario. Dar las gracias y actuar bajo su tutela es la única moneda de cambio por ser el beneficiario de una aportación para poder coronar algún interés que unilateralmente resultaba inconquistable. La generosidad de una persona y la gratitud de otra por recibirla dinamitan la percepción economicista de la vida. En un mundo que ha mercantilizado la realidad y nos ha alfabetizado en las transacciones económicas como marco en el que se despliega la oferta con el que el otro puede satisfacer su necesidad, resulta casi sedicente que alguien ejecute una acción a favor de un tercero y sea refractario a solicitar por ello un pago económico. En la generosidad hay una admirable abdicación monetaria. Esta disidencia al totalitarismo del dinero y a la ubicuidad del desempeño lucrativo es una ilustrativa forma de explicar en qué consiste el afecto. Sé muy bien de lo que hablo. Tengo la suerte de que mi vida está rodeada de unas cuantas personas que son la encarnación paradigmática de la generosidad.
 
Al igual que otras muchas virtudes, la generosidad testimonia que el círculo de la convivencia íntima opera con valores muy diferentes e incluso a veces antagónicos a los del círculo del mercado. Sin embargo, la actividad económica se ha erigido en la rectora de la vida humana y en la prescriptora de cómo debemos conducirnos en la urdimbre social: socialización competitiva, disolución de la idea de comunidad y bien común, motivación exclusivamente monetaria, acepción unidimensional de la utilidad, idolatría material, consumo adquisitivo como sinonimia de la felicidad. Más todavía. Si el acto generoso se quiere devolver cuantificado en un precio, la generosidad cavaría su propia tumba y, por pura coexistencia, la gratitud le acompañaría en su defunción. Hay generosidad y gratitud allí donde la realidad económica y el desembolso monetizado han sido desalojados como forma de entender la interacción. Si el afán de lucro asoma en la escena, la escena mutaría y la generosidad se convertiría en una mera estructura cosmética en medio de una relación mercantilizada. Nos infiltraríamos en la dialéctica del acreedor y el deudor de la esfera de las finanzas, vínculos contractuales con el capital como eje articulador. Pero la aventura humana abraza varias esferas más que la meramente mercantil, aunque la pulsión absolutista del mercado insista empecinadamente en homologarlas a la suya. El amor, como epítome de las virtudes que es capaz de albergar el ser humano, es su mayor enemigo. El contrapoder del poder que solo atiende al tintineo de las monedas.



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