Obra de Osamu Obi |
La práctica deliberativa es radicalmente humana. Aristóteles
lo advirtió al constatar que los dioses no abrigan dudas en sus decisiones
y los animales viven bajo el irreversible mandato de un instinto que no admite controversia.
Sin embargo, los seres humanos somos autónomos, podemos elegir qué hacer y cómo
para convertir en acto lo que cobijamos embrionariamente en potencia. Podemos transportar la posibilidad a la realidad. La propiedad humana más reseñable es la posibilidad, que trae anexada la capacidad creadora. Somos creadores porque somos capaces de ver posibilidades, imaginar lo que no existe para hacerlo existir. El ser humano es un ser que elige y en esta singularidad radica nuestra autonomía. Por eso deliberamos, que es el ejercicio creativo destinado a descubrir y barajar opciones; decidimos, actividad consistente en decantarnos por la opción más idónea a costa de sacrificar todas
las demás; y actuamos, que es el instante en que la decisión se troca en impulso volitivo, la posibilidad seleccionada se transborda a la acción. Este proceso no es nada fácil cuando se realiza a título individual, pero su complejidad se ensancha sobremanera cuando entran en juego terceras partes. Si hemos de compartir una decisión con alguien que disiente de la que nos gustaría elegir a nosotros, la deliberación puede llegar a ser
larga y sinuosa hasta lograr la hazaña discursiva de compatibilizar la
discrepancia. Necesitamos dialogar.
Puede ocurrir que en este proceso deliberativo una de las
partes implicadas exponga sus sentimientos como los únicos argumentos que respaldan su decisión. «Son mis
sentimientos» es una alocución tristemente usual cuando una persona quiere
indicar una postura inamovible, una razón que anuncia la muerte del
diálogo porque no se puede interpelar. Los argumentos se pueden refutar, pero los sentimientos que no atentan contra los Derechos Humanos se deben respetar. ¿Quiénes somos cualquiera de nosotros para cuestionar esos sentimientos de alguien que no somos nosotros? Se
delibera sobre lo que puede ser de otra manera, pero exigir esta máxima a
los
sentimientos descritos por una persona denota falta de consideración a
la persona, arrogarse una ficticia soberanía sobre ella y una severa
profanación a su templo afectivo. Entrar sin permiso en ese rincón sagrado para
ponerlo en crisis es una apostasía contra la religión del respeto. En La razón también tiene sentimientos (ver) pormenorizo la construcción sentimental. Se puede
resumir en que los sentimientos son imbricados conglomerados de incidencias emocionales, fisiológicas,
cognitivas, axiológicas, desiderativas, biográficas. Desde hace unas décadas las industrias del sé tú mismo han uncido a los sentimientos de una aureola de autenticidad que no admite la comparecencia de la duda bajo el muy discutible axioma de que el corazón nunca se equivoca. Con estas condiciones preliminares se antoja difícil entablar diálogo alguno con quien enarbola la infalibilidad de los sentimientos. El diálogo es precisamente lo contrario. Buscar mancomunadamente evidencias mejorables que mermen la falibilidad humana.
Quien trae a colación sus sentimientos en mitad de un proceso argumentativo es porque no quiere abordar un diálogo que requiere la exposición de argumentos, no de sentimientos. Los sentimientos están embebidos de argumentos, pero quien cita en bloque su aparataje sentimental lo suele utilizar a modo de proteccionismo argumentativo. Se puede explicar discursivamente la construcción del sentimiento, pero cuando el sentimiento se anuncia solo nominalmente y sin explicación alguna es una fortaleza inexpugnable para cualquier argumento. Su presencia clausura el diálogo llevándolo a un lugar en el que no es posible dialogar. En Ética de la hospitalidad, Daniel Innenarity diagnostica que «cuando no se cultiva la argumentación los seres humanos se atrincheran en la única posición que consideran propia: sus sentimientos ante las cosas. Nuestros sentimientos no son un principio suficiente para hacer respetar nuestra posición, porque no pueden determinar qué es significativo». Si alguien se amuralla en sus sentimientos como único argumento, la inteligencia no tendrá argumentos que discriminar, no habrá espacio para construir esa intersección que requiere el diálogo en su función de empresa cooperativa. Solo se puede argumentar con el interlocutor que también desgrana argumentos, y los sentimientos no lo son, aunque paradójicamente, y como escribí antes, estén plagados de ellos de un modo velado. Otra cosa muy diferente es que nuestro interlocutor esgrima los argumentos sobre los que se edifican sus sentimientos. Ahí sí se puede deliberar. Ahí sí se puede llevar a cabo la ejercitación de la palabra que se enreda con otras palabras para encontrar la mejor posibilidad que nos podamos llevar a la realidad. Esa posibilidad elegida y compartida la solemos bautizar como solución.
Quien trae a colación sus sentimientos en mitad de un proceso argumentativo es porque no quiere abordar un diálogo que requiere la exposición de argumentos, no de sentimientos. Los sentimientos están embebidos de argumentos, pero quien cita en bloque su aparataje sentimental lo suele utilizar a modo de proteccionismo argumentativo. Se puede explicar discursivamente la construcción del sentimiento, pero cuando el sentimiento se anuncia solo nominalmente y sin explicación alguna es una fortaleza inexpugnable para cualquier argumento. Su presencia clausura el diálogo llevándolo a un lugar en el que no es posible dialogar. En Ética de la hospitalidad, Daniel Innenarity diagnostica que «cuando no se cultiva la argumentación los seres humanos se atrincheran en la única posición que consideran propia: sus sentimientos ante las cosas. Nuestros sentimientos no son un principio suficiente para hacer respetar nuestra posición, porque no pueden determinar qué es significativo». Si alguien se amuralla en sus sentimientos como único argumento, la inteligencia no tendrá argumentos que discriminar, no habrá espacio para construir esa intersección que requiere el diálogo en su función de empresa cooperativa. Solo se puede argumentar con el interlocutor que también desgrana argumentos, y los sentimientos no lo son, aunque paradójicamente, y como escribí antes, estén plagados de ellos de un modo velado. Otra cosa muy diferente es que nuestro interlocutor esgrima los argumentos sobre los que se edifican sus sentimientos. Ahí sí se puede deliberar. Ahí sí se puede llevar a cabo la ejercitación de la palabra que se enreda con otras palabras para encontrar la mejor posibilidad que nos podamos llevar a la realidad. Esa posibilidad elegida y compartida la solemos bautizar como solución.
Artículos relacionados:
Esa persona no tiene sentimientos.
Los sentimientos también tienen razón.
Sentimentalismo: la publicidad de los sentimientos.