Petra Kaindel |
Ayer mantuve una entretenida
conversación con un amigo que imparte clases en primaria. En un determinado momento me confesó con cierto tono apesadumbrado
algo que activó mis sensores: «Por lo que estoy viendo en los lugares por los
que me muevo, creo que la pandemia no va a cambiar a muchas personas». Como un
resorte salté y le respondí: «La pandemia no va a cambiar a nadie. Ni la
pandemia ni la pospandemia. Nada nos cambia. Nos cambiamos nosotros. Sólo hay
movilización en aquellos que utilizan lo que ocurre y lo que les ocurre como
instrumento de análisis y palanca de transformación. Da igual la magnitud o la
irradiación de las circunstancias que suceden en derredor, si uno prescinde de
incorporarlas a su reflexividad primero y a su campo valorativo después». Mi amigo asintió, y aproveché para lanzar un interrogante: «¿Por
qué te crees que hay tantas personas que se mueren a los 27 años, pero no las
entierran hasta pasados los 72?». Al soltar esta invectiva pensé en la
afectabilidad humana. Conviene recordar que todos tenemos afectabilidad como
especie, pero la afectividad como entramado, además de depender de causas
multifactoriales ajenas al sujeto, también está atravesada de criterios
personales. La afectabilidad es la capacidad de que nos afecten las
intervenciones del mundo en nuestro mundo. La afectividad es la forma de ubicar
sentimentalmente en la particularidad de nuestro mundo lo que nos afecta de
nuestro trato con el mundo.
La afectabilidad faculta que
el mundo nos afecte en tanto que somos la compaginación rotatoria de relaciones
tanto electivas como no escogidas con las que nuestra biografía no ceja de
jalonarse. Esa recepción y afectación se traduce en afectividad. No es extraño
que Hume denomine afecciones a los sentimientos. En Ciudad princesa leo
a Marina Garcés que «los afectos no son solamente los sentimientos de estima
que tenemos hacia las personas o las cosas que nos rodean, sino que tienen que
ver con lo que somos y con nuestra potencia de hacer y de vivir las cosas que
nos pasan, las ideas que pensamos y las situaciones que vivimos». Algo se
presenta ante nuestra atención, interfiere en la inercia en la que solemos
armonizarnos, nos zarandea, lo pensamos y lo alojamos en el juego
de preferencias y contrapreferencias con el que establecemos las valoraciones
afectivas de lo que nos sucede y de lo que hace que estemos sucediendo. De repente, brota un afecto que nos acomoda en una
manera concreta de apostarnos en el mundo. En la conversación entre yo y yo
acaba de implosionar una mutación destituyente y constituyente a la vez. No
necesariamente ha de ser un acontecimiento aparatoso y catedralicio que percute
con sus turbulencias en las narraciones de todas nosotras simultáneamente, o en el entramado afectivo de cualquiera de nosotros. Lo sabemos de sobra aunque
somos renuentes a aprenderlo: la vida suele estar agazapada en los detalles que
nos hacen sentir vivos.
Un afecto puede impugnar o
recalcar la cosmovisión que tenemos de nosotros mismos. Puede alcanzar la
inauguración de un yo que inopinadamente se lee inédito y renovado. La
presencia hipnótica de un tú puede lograr metamorfosis en otro tú, que unas
palabras entrelazadas con silencios y otras palabras tanto proferidas como
escuchadas nos hagan menos borrosos o incluso mucho más nítidos. Todo esto es
posible gracias a la afectabilidad con la que se imprimen nuestros afectos en
una gigantesca trama de evaluaciones en la que intervienen la memoria (como llave de acceso al pasado), las
expectativas (como herramientas para dar forma al futuro), los relatos sobre la
definición de lo posible (como material para construir presente). A pesar de que secularmente se ha segregado el mundo
de los afectos del mundo de la racionalidad, los afectos no son inmunes a los
argumentos. La argamasa discursiva tiene capacidad transformadora sobre los
sentimientos, y a la inversa, en una deriva de retroalimentación en la que no existe un antes y un después, sino simultaneidad. Aquí radica la relevancia de abrir
espacios para confrontar narrativas disonantes y tomar el riesgo de ser
afectado por ellas. En mis conversaciones más confidentes repito mucho que todo de
lo que se da uno cuenta después está sucediendo ahora. A la incesante
valoración de ese ahora en continuo curso sobre sí mismo la llamamos
sentimientos, es decir, lo que recogemos de afuera para ordenarlo de nuestra
piel para dentro. Al afectarnos nos muta y al mutarnos nos afecta. Bienvenidas
y bienvenidos a la circularidad sin fin en la que habitamos mientras no dejamos de estar sucediendo.