jueves, junio 19, 2014

No nos podemos ayudar si no hay dinero de por medio (Consumo colaborativo 2)





El consumo colaborativo es aquel que permite que las personas puedan satisfacer intereses mutuos Estas ayudas se han disparado gracias a que las tecnologías de la comunicación encarnadas en las redes sociales pulverizan las distancian y conectan a la gente. La eclosión de esta forma de cubrir necesidades personales o de fomentar el uso compartido de bienes o servicios choca frontalmente con los modelos de negocio del sistema capitalista basado en que toda iniciativa posee una pulsión comercial y por tanto conlleva una transacción monetaria. Esto ha originado que en la criminalización en bloque de estas actividades no se matice algo tan nuclear como si las colaboraciones son con o sin ánimo de lucro. Las primeras son las realmente interesantes y problemáticas porque cuestionan la estructura económica. Las segundas también son problemáticas porque son una economía colaborativa que requiere regulación fiscal. Pero que las dos sean problemáticas no significa que las dos sean iguales. La primera es un quebradero de cabeza para el tradicional ecosistema económico puesto que postula un hondo cambio cultural. La segunda no, si se articula y se adapta al mismo mercado que replica (adquisición de bienes o servicios a cambio de dinero, que para las clases no acaudaladas se obtiene exclusivamente a través de un empleo que, como escasea, impele a a competir por él y así no ser excluidos del acceso a recursos, incluidos los básicos). 

Vayamos a las colaboraciones ajenas al tintineo de las monedas, a cuando dos o más personas cruzan el uso de bienes que poseen en propiedad (no confundir con intercambiar creaciones protegidas con derechos de autor) o algunos de sus recursos sin comerciar con ellos, sólo empujadas por el afán de colaborar, de algo tan inherente como ayudar y ser ayudado. En la genealogía de la colaboración descansa la reciprocidad directa e indirecta, una información codificada en nuestra herencia genética que nos hace confiar en que los demás, aunque no nos conozcan, harán por mí lo que yo ahora hago por ellos, aunque tampoco sepa quiénes son exactamente. Esta dimensión cooperadora nos humaniza y al incluir a los demás en nuestras deliberaciones nos convierte en sujetos éticos. La mala noticia es que si las personas sortean el protagonismo del dinero en la satisfacción de necesidades, o en la optimización de sus recursos, o en el canje del uso del bien para dilatar su ciclo de vida o evitar el derroche, entonces esas prácticas se desaprueban señalando la existencia de trabajadores afectados. Los trabajadores siempre son rehenes del capitalismo. Sirven para condenar toda práctica que provoque desempleo, incluidas aquellas que traigan adjuntadas las ventajas sociales y mediambientales del consumo sostenible y responsable, pero también para deteriorarles a ellos mismos sus condiciones y derechos laborales, puesto que según el credo neoliberal son esos mismos derechos los que frenan el empleo al convertir el mercadeo laboral en algo rígido que ahuyenta la contratación. 

La conclusión de este silogismo es desoladora. Al parecer la gente no se puede ayudar entre ella sin que existan intercambios monetarios o haya negocios agraviados. Si una persona ayuda a otra, solo se libra de la prohibición si esa ayuda se realiza para la obtención de recursos monetarios. Si no hay ingresos, la colaboración entre prestador y prestatario es fraudulenta, porque se insinúa que otros sí podrían obtenerlos llevándola a cabo. Esta es la falacia argumentativa que se esgrime contra la promoción de la mutualidad. En realidad con estas prácticas colaborativas en las que brilla la cooperación y se orilla toda práxis económica no se atenta contra un tercero, aunque es obvio que algún sector pueda ver mermados unos ingresos basados precisamente en solucionar necesidades que pueden ser satisfechas sin su participación, sino contra un sistema que no contempla que las personas puedan ayudarse sin que esa cooperación procure réditos económicos a alguien. En una visión macroscópica ese alguien abstracto es el capital. Es palmario que las élites financieras y sus adalides políticos no están dispuestos a que se devalúe. Así que toda actividad que atente contra él, incluida la cooperación entre personas, es rechazada y acaso penalizada. Otra paradoja más que agregar a la lista.

(Texto escrito por Josemi Valle y María Orellana)

miércoles, junio 18, 2014

Aparca el coche y hablemos de lo de detrás (Consumo colaborativo 1)

Estos días se ha desatado una polémica en torno a las aplicaciones que conectan a conductores particulares con personas que buscan compartir vehículo en sus desplazamientos. Aplicaciones como Uber o Blablacar se han convertido en el controvertido centro del huracán mediático. Estas herramientas permiten que coches semi-desocupados sean compartidos por varias personas que sufragan conjuntamente los gastos del desplazamiento. Las ventajas de esta práctica son irrefutables. Se lograría la anhelada fluidez del tráfico y ganaríamos tiempo en nuestros desplazamientos diarios. Decrecería significativamente la polución urbana, puesto que al ir los vehículos más ocupados disminuiría su número. Se fomentaría la vinculación social, la saludable experiencia de conocer gente nueva y distinta para humanizar nuestros juicios de valor, y se devolvería protagonismo a los encuentros cara a cara para contrapesar el apogeo de las relaciones virtuales. Se amortiguarían los esfuerzos económicos de cada pasajero al dividir los gastos, detalle no menor dada la actual pérdida de capacidad adquisitiva de los ciudadanos. Listadas escuetamente las grandes ventajas de compartir coche (enormemente parecidas a las que ansiaba la aplaudida iniciativa del carril VAO), ¿por qué se propaga ahora un discurso en el que estas aplicaciones salen malparadas?

Si las ventajas de compartir coche superan a las desventajas, lo más razonable sería mantener y fomentar esta práctica, y si ocurriera lo contrario, finiquitarla. Sin embargo, la clave a la pregunta no está en las ventajas o desventajas, sino en a quién benefician las ventajas. El discurso oficial reprueba la práctica afirmando que algunos se están aprovechando de ella, han pervertido su finalidad y se están lucrando ilegalmente. Sin embargo estos hechos son muy fácilmente subsanables. La posibilidad de legislar esta actividad de consumo colaborativo para que abandone la clandestinidad o para proteger a aquellos trabajadores que sí cumplen con sus obligaciones tributarias es en realidad un asunto secundario, un árbol que no debería impedirnos ver el bosque. Al criminalizar estas prácticas veladamente se apuesta por sus antagónicas, por un modelo social y económico que desdeña la cooperación y hace de la competición su centro de gravedad. Es evidente que los sistemas cooperativos procuran más ventajas sociales que desventajas, incluidas las derivadas de sus posibles abusos, abusos que pueden ser perfectamente neutralizados con una adecuada normativa. Entonces, ¿por qué desde el Gobierno y los altavoces mediáticos se presentan enmiendas a la totalidad y se promociona la prohibición de este tipo de consumo colaborativo? Quizá porque no se desea que la ciudadanía explore modelos de gestión de recursos que no sean de suma cero. No deja de resultar llamativo que en los discursos se entonen maravillas referidas a la cooperación entre las personas, pero luego esa cooperación se obstaculiza si se emplea en la esfera económica. Curiosa contradicción. Quizá interesada contradicción.

(Texto escrito por María Orellana y Josemi Valle)


martes, junio 10, 2014

Violencia verbal



Obra de Nick Lepard
La semana pasada se publicó una encuesta en la que casi el 40% de los encuestados no consideraba violencia de género las amenazas verbales a su pareja. Tampoco releían como un ejercicio de violencia el control cristalizado en la imposición de horarios férreos, celos desmesurados, perpetua recriminación en la elección de la forma de vestir, en la desvalorización permanente de su pareja. Todas estas conductas no las consideraban ni violencia ni maltrato. Aducían que es mero utillaje verbal y las palabras, creen los ilusos, son la antítesis de la agresión, nada que ver con un puñetazo o una miríada de patadas. Hace unos años me lancé a definir qué es violencia para insertar luego el enunciado en unos manuales. La tarea no era fácil porque siempre encontraba algún resquicio que convertía en endeble la definición, una pequeña grieta que finalmente provocaba el desplome general de la descripción a fuerza de incluir excepciones que abrían el paso a nuevas excepciones.  Finalmente concluí que «violencia es todo acto en el que se intenta modificar la voluntad del otro sin el concurso del diálogo». Esto no significa que en episodios de violencia no aparezcan las palabras, que la violencia sólo sea una agresión física o la amenaza de sufrirla si no se cumplen los deseos del agresor.

Las palabras pueden ser poderosos elementos violentos cuando se utilizan fuera del esquema de la ética discursiva y sólo anhelan infligir daño en su destinatario. En la ética discursiva se busca el entendimiento adheriéndonos al argumento mejor confeccionado sin que nadie sufra lesión alguna por proponer nuevos argumentos que incluso refuten a los expuestos con anterioridad. Cuando el lenguaje se esgrime y se empaqueta en un enunciado que trata de coaccionar en vez de persuadir y lograr paisajes de convencimiento personal, cuando anhela hurtar la dignidad del interlocutor, humillar, miniaturizar la autoestima del destinatario, mancillar el respeto que todos exigimos a nuestra persona, astillar el corazón, provocar paralizante e inhibidor miedo, entonces el lenguaje muta en violencia verbal. Cuando nos secuestra la violencia verbal somos capaces de arrojar por la boca lava léxica que calcina todo lo que toca. O al revés. Somos incapaces de evitar que por nuestra garganta trepen barbaridades que nos deshumanizan nada más ser pronunciadas. No deja de ser curioso cómo la ligereza con la que proferimos algunas palabras lacerantes es inversamente proporcional a la irrevocabilidad de su recuerdo. Hay palabras lesivas que reverberarán encerradas en las paredes del cerebro el resto de nuestra vida. Podremos amortiguar su sonido hiriente, suavizar su brutal significado, mudarlas de contexto para intentar convertirlas en otras más amables, pero no habrá posibilidad de silenciarlas, de conseguir que la corrosión del olvido las extenúe, de ningunear su inquietante presencia pétrea. Hay palabras que duelen como una cascada de puñetazos, pero perduran mucho más tiempo. A veces siempre. Siempre desagregándonos por dentro.



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Humillar es humillarse.
Soy responsable de mis palabras, no de lo que los demás interpreten de ellas.