lunes, septiembre 01, 2014

Explicarse es respetar

obra de Alex Katz
El razonamiento que explica una norma inviste de autoridad a la norma. Esa es la razón de que resulte imprescindible para un buen clima, tanto personal como organizacional, esgrimir los motivos por los que se toma una decisión. Cuando las medidas que uno adopta se promulgan con argumentos sólidos, cuando se insertan en un proyecto más amplio e inteligible, cuando se puede hablar de ellas, o incluso participar en su creación y modulación, se intensifican las posibilidades de respetarlas.  A las personas nos desagrada cumplir órdenes arbitrarias, normas que adolecen de falta de sentido, aceptar una reprensión que llega exenta de una justificación racional y además inmunizada a la crítica por una mera cuestión jerárquica. Una norma así es una norma patógena. Contaminará el medio ambiente afectivo y por extensión todo lo que se deriva de una incomodidad emocional.  Aunque parezca lo contrario, en cuestiones normativas es mucho más costoso un  silencio que un argumento. 

En el libro ¡Sí! (Lid Editorial, 2008) de Goldstein, Martin y Cialdini, un ensayo muy recomendable sobre los entresijos de la persuasión, sus autores comentan que toda afirmación seguida de un porque aumenta exponencialmente su capacidad persuasora, es decir, el intento de que alguien emigre de opinión a través de la exposición de argumentos. La conjunción “porque” toma en consideración a la persona interlocutora o directamente interpelada, respeta su capacidad de escrutar los hechos y colocarlos allí donde encuentran su razón de ser, elimina una posible sensación de aleatoriedad en la medida, o de nociva inequidad, el sentimiento más corrosivo para el buen funcionamiento de las interacciones con nuestros pares. Explicarse es  un recurso persuasor, pero sobre todo es una herramienta que enlaza con nuestra sociabilidad. Al explicarnos conferimos el estatuto de persona al otro. No existe mayor muestra de respeto. Es fácil por tanto inferir qué podemos hallar en el reverso de esta conducta. Qué ocurre cuando no explicamos decisiones que afectan a los demás.



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jueves, agosto 14, 2014

Las percepciones



Georgia O'keeffe. Wave night, 1928
La abundante bibliografía del conflicto señala que uno de los motivos centrales por el que las desavenencias se cronifican no se debe a que los actores posean percepciones distintas de lo ocurrido, sino más bien a que cada uno de ellos trata de deslegitimar la diferente percepción del otro. Aunque resulte una ironia, la percepción es un larguísimo proceso que finaliza enseguida. Otorgamos un significado a la información que recibimos o a los acontecimientos que nos envuelven para poder contextualizarlos y saber rápidamente a qué atenernos. Huelga añadir aquí que lo que más le incomoda a nuestro cerebro es la inquietante presencia de la incertidumbre, así que de manera impulsiva trata de permutar lo incierto en inmediata certeza. La construcción de la percepción no varía mucho de unas personas a otras, lo que sí es sustancialmente distinto es el contenido. Un mismo hecho se puede percibir o releer de muchas maneras en tanto que en esa organización de datos e información intervienen en red muchos constructos de cariz estrictamente personal. 

De modo simultáneo y enredándose en una apretada maraña entran en escena los juicios de valor (evaluación de personas, hechos e ideas desde nuestro código de conducta y nuestros ángulos de observación morales), la estratificación de valores (aquello que es importante para nosotros y que no necesariamente lo es para otros), los prejuicios (y su propensión a aceptar como únicamente válida la información que corrobora nuestras creencias), las suposiciones (contenidos con los que rellamos vacíos informativos), los sesgos (inclinación a procesar la información de una determinada manera), el bagaje existencial (cotejamos los nuevos acontecimientos con los resultados obtenidos en parecidas situaciones a lo largo de nuestra biografía), la educación sentimental (nuestros sentimientos son el resultado de la omnipresente evaluación que el intelecto hace de la incursión de nuestros deseos en la realidad), las fluctuaciones de nuestro estado de ánimo (que tiende al análisis laxo cuando es elevado y a un exceso de inquisición cuando es bajo), la economía cognitiva (empaquetamos de un modo económico la información enfatizando la velocidad de absorción y un bajo coste cognitivo en la operación). El ensamblaje de todos estos elementos levanta la gigantesca arquitectura de nuestra percepción sobre la eventualidad más diminuta. Si el acervo popular afirma que la cara es el espejo del alma, la percepción que tenemos de las cosas es el escaparate de nuestra subjetividad. Kant lo sintetizó con la lacónica y luminosa expresión «vemos lo que somos». Asumir esta realidad puede ayudar a entender muchos aspectos, pero sobre todo a convivir con el más habitual en la emergencia de un conflicto. Que las dos partes enfrentadas tengan razón y no halla ninguna contradicción en ello.

lunes, agosto 11, 2014

La economía cognitiva

La economía cognitiva es la propensión natural de las personas a procesar del modo más económico posible la información que recibimos. Este empaquetamiento rápido y poco costoso no discrimina el tipo de información. Puede ser visual, verbal, gestual, corporal, auditiva, etcétera. En la mayoría de ocasiones no disponemos de toda la información necesaria para que las piezas del relato se ensamblen con la congruencia que exigimos a toda narración y entonces nos lanzamos a ficcionar a través de la interpretación. Interpretamos para suplir vacíos de información y tendemos a hacerlo en la dirección que más ahorro energético nos provoque y mejor case con nuestra manera de asir la realidad. Como vemos en función de lo que sabemos, sabemos en función de la persona que somos (cuyo sumatorio está compuesto por nuestro sistema de creencias, nuestras experiencias, nuestras expectativas, nuestra estratificación de valores), y somos según entendemos el mundo, esta triada circular y retroalimentada hace que nuestros ojos reduzcan el horizonte a nuestro acervo cognitivo. De aquí se deriva, por ejemplo, la importancia que le damos a la primera impresión (que luego cuesta mucho desestimar porque supone admitir que hemos errado), a los roles sociales (que reducen la cuota de incertidumbre de manera inmediata al otorgar características y etiquetas de todo tipo a una persona sólo por conocer su estatus), la poderosa inercia de los prejuicios (que facilitan información sin contrastar pero que nos cobijan de la intemperie de no saber a qué atenernos), el rumor (que no verifica nada pero que combate la carestía de datos), los tópicos y los heurísticos (atajos mentales que adolecen de falta de argumentación pero que conducen al calor hogareño de lo fácil e inmediato). Nos encanta dirigir la información a lo previsible. Recolectar indicios. Estrechar la participación de la incertidumbre en nuestras vidas y en nuestro derredor. Festejar la afirmación. Buscar la certeza que tranquiliza.



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Somos muy racionales, pero también muy irracionales.