martes, septiembre 29, 2015

Diálogo, la palabra que circula



Pintura de Alex Kazt
En el acervo popular existe un dicho que nos recuerda que «hablando se entiende la gente». Se trata de una afirmación excesivamente optimista, una frase que posee una hermosa sonoridad lapidaria, pero cuya consistencia deviene en frágil si se analiza pormenorizadamente. Seguro que cualquiera de nosotros a lo largo de la vida ha padecido intentos frustrados de entenderse con alguien después de hablar durante mucho tiempo (incumpliendo el mandato de la brevedad, puesto que cuanto más se mira un problema menos se ve), ha mantenido intacta una disensión tras truncados intentos de conciliar intereses, se ha mareado dando vueltas sobre la circularidad de ideas que nunca echaban el ancla en ningún puerto. Conociendo esta desventurada posibilidad, a mí me gusta decir que «hablando se puede entender la gente», pero sobre todo «si no se habla, es difícil entenderse». Toda la cultura del acuerdo y toda la educación para el diálogo y la paz se pueden resumir en este último aserto. 

Etimológicamente diálogo ensambla el término logo (palabra) con el prefijo dia (que circula). Diálogo es por tanto la palabra en circulación, la palabra que se desliza a través dos o más personas, pero conviene matizar enseguida que no se trata de una palabra cualquiera. La palabra es la distancia más corta entre dos cerebros que desean entenderse, pero para que esa palabra evite la dirección contraria y recale en la cerrazón y el empecinamiento es necesario encapsularla en argumentos construidos correctamente, en razones que utilizamos para defender una posición o para impugnarla. Sólo a través de la arquitectura de los argumentos podemos convertir el diálogo en un recurso útil, en una herramienta maravillosa para el progreso de la sociedad civil y los contextos democráticos. Los argumentos poseen poder de excavación y, bien utilizados por los interlocutores, pueden extraer minerales valiosos, pero esgrimidos de un modo avieso pueden convertirse en pegajoso lodo y embarrarlo todo. Hace unos días leí a un profesor de Filosofía que sus alumnos consideraban que debatir  es gritar, interrumpirse, atacarse, zaherirse, afirmarse por encima de todo, lograr la disipación del valor y el respeto que el otro se concede a sí mismo. Cuando se desencadenan estos combates de esgrima verbal, cuando proferimos barbaridades en las que abdican los argumentos educados, cuando la adhesión pasional hacia nuestras ideas se confunde con nuestro ego y nos impide el sano olvido de nosotros mismos, cuando somos incapaces de aceptar que dos postulados opuestos pueden convivir amablemente en el mundo de lo deliberativo, no hay diálogo. La palabra no circula. Y la historia nos dice que allí donde las palabras no circulan, tarde o temprano emerge la fuerza en sus distintas gradaciones y encarnaciones. Inequívocamente.



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jueves, septiembre 24, 2015

¡Peligro: la soberbia!


A sus pies. Luis Beltrán
La soberbia es el primero de los siete pecados capitales. Los pecados capitales son un paseo por los lóbregos sótanos del alma humana, una llamada de alerta de los peligros que acarrean aquellas pasiones que han tomado la dirección de la desmesura. Son comportamientos que se hibridan con otros comportamientos con los que comparten vecindad y a veces consanguinidad y que entorpecen la convivencia, ensucian las interacciones, inoculan insalubridad en el yo. El primero de ellos es la soberbia. Es un movimiento de doble dirección. Alude a la atracción que nos impulsa a la grandeza y a la fe en uno mismo por alcanzarla en su sentido positivo, pero también a la vanagloria y al desprecio a los demás en su sentido negativo. Coloquialmente hablamos de la soberbia  como la hipertrofia del ego, que además posee la irrefrenable singularidad de que no admite los méritos en otro yo al que trata de anular con el menosprecio. Una envenenada pedagogía del mirar hace que la conducta soberbia incapacite para ver o aceptar en los demás atisbos de excelencia, porque señalarlos empequeñecería la grandeza que el soberbio reclama para sí mismo en exclusividad. Esta necesidad de devaluar la conducta ajena se basa en la desconsideración:  negarle al otro el valor y el respeto que se concede a sí mismo, y por tanto humillarlo y rebajarlo en un juego de vasos comunicantes en el que el desprecio al otro es en realidad un velado halago al propio yo. 

Si los pecados capitales señalan la desmesura, la soberbia es el descomedimiento de un buen concepto de uno mismo. Creemos saludable poseer una buena autoestima para evitar la irresolución del yo ante los desafíos del mundo, pero no rotar hasta el otro extremo y granjear peligrosa amistad con la altivez. Nos quejamos de aquellos cuya excesiva modestia les impide incrementar posibilidades, pero censuramos y solemos alejarnos preventivamente de los que han enfermado de vanidad. Animamos a los que se atribuyen una autoestima baja a que aprendan a hablarse bien para sortear la mortificación, pero nos provocan vergüenza los que pasan al otro lado del péndulo y se instalan en la arrogancia.  Nos gusta la gente que siente orgullo (la satisfacción que procura lo que uno considera bien hecho, no confundir con el orgullo del que se niega a capitular un curso de acción a pesar de coleccionar razones para ello, todo por no aceptar que otros han propuesto mejores opciones), pero nos produce aversión la gente aquejada de egolatría (la admiración impúdica y continua de lo propio) o narcisismo (un amor tan abusivo hacia él mismo que no le quedan porciones que repartir con los demás). Consideramos inteligente pertrecharnos de un buen autoconcepto, pero nos resultan insoportables los vanidosos (los que buscan cualquier excusa para pavonearse buscando la permanente alabanza de los demás). Este equilibrio funambulista entre la desmesura y la carestía de soberbia nos retrotrae a Aristóteles y su célebre conclusión de que la virtud se halla en el justo medio, en ese punto geográfico situado entre el exceso y el defecto. El propio Aristóteles defendía que la virtud sedimenta en la conducta a través del hábito. Yo creo que al defecto le pasa exactamente lo mismo. Sólo que necesita bastante menos hábito.



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martes, septiembre 22, 2015

Réquiem por la Filosofía y por las Humanidades



Obra de Katharine Jung
A partir del próximo curso la asignatura de Filosofía desaparecerá del Bachillerato. Es una aciaga noticia que apuntala el signo de los tiempos. La mayor característica del mundo contemporáneo es que hemos logrado una exacerbada tecnificación del mundo, pero emancipada de fines éticos. Hemos sofisticado los medios (técnica) y simultáneamente hemos desertizado los fines (ética), y esta tremenda asimetría nos está deshumanizando. La oferta curricular ha puesto todo su empeño en que sepamos hacer cosas para una vida reducida a pura empleabilidad,  pero ha ido guillotinando la posibilidad de preguntarnos «para qué». La filósofa norteamericana Martha Nussbaum en su ensayo Sin fines de lucro califica esta reducción del conocimiento en el ámbito educativo como «educación para la obtención de renta». El periplo académico privilegia una urdimbre de técnicas destinadas a  la consecución de un empleo, y borra del paisaje todo vestigio de actividad encaminada a pensar críticamente las cosas. Contemplando el devenir del mundo, parece que el ser humano ha nacido para ser empleable por encima de todo (y una vez que lo es dedicarse a optimizar el lucro), y que lo demás es una inutilidad residual, un incordio que nos roba energía y tiempo y nos descentra de la tarea principal. Ocurre que todo lo demás es lo que nos hace radicalmente humanos.  

El ser humano es el ser que es capaz de dirigir su propia conducta y dar sentido a su vida a través de fines que se propone a sí mismo.  Lo que nos distingue de cualquier otro ser vivo es que tenemos capacidad para escoger más allá de la necesidad y la fatalidad. A nuestro sino biológico hemos incorporado una segunda naturaleza. Podemos pensar, deliberar, evaluar, decidir, escoger, qué hacer con nuestra propia vida y cómo organizar los espacios y los propósitos compartidos con otras vidas. Todos estos pasos son estadios del proceso reflexivo, de la prodigiosa y exclusiva capacidad del ser humano de pensarse a sí mismo desde la conciencia de que es un ser que tarde o temprano morirá. Hace poco le leí al profesor de Filosofía Carlos Nieto Blanco en el ensayo Reflexión y humanidad que precisamente «la filosofía aporta el momento reflexivo del pensamiento humano». Esta reflexión no es estéril. Se transforma en acción porque el ser humano está siempre en actitud de elegir y de construir un sentido para su vida. Esa es la gran función genérica de la filosofía. Nos pensamos a nosotros, pero también nos pensamos como un ser con los otros, existencias vinculadas a otras existencias que han hecho de la convivencia un destino irrevocable que toca articular y perfeccionar día a día. Para esta ingente tarea tenemos que gestionar emociones, sentimientos y pensamientos que nos ayuden a ver al otro como un igual, un ser precario y frágil como nosotros que nos necesita igual que nosotros le necesitamos a él para neutralizar la tremenda precariedad con que la naturaleza nos ha dotado. Somos vulnerables y precarios, pero podemos aliviarnos entre todos y serlo menos. Ese proyecto es un proyecto ético.

Nuestros sentimientos no vienen dados por la ley natural, son el resultado de profundas confrontaciones con la realidad tamizadas por las construcciones culturales y la producción de significados en un momento de la historia. Necesitamos reflexionar en torno a qué sentimientos queremos promocionar en nosotros mismos y en nuestros congéneres. Hay sentimientos que nos humanizan y sentimientos que nos envilecen. Más todavía. La sociabilidad, la ética y el civismo necesitan la intervención del pensamiento para poder emerger, pero la atomización individualista que excluye al otro de las deliberaciones o lo utiliza como medio para sus fines sólo necesita apelar a los instintos. Las Humanidades consisten en desatarnos de ese despotismo que nos anuda a la selva de la que venimos. Si no queremos volver a ella no nos queda más remedio que educarnos en la reflexión porque no hay ni un solo saber técnico que nos ayude en esta tarea. Habrá que recordarlo una vez más: las Humanidades concentran todo lo que nos mejora. Paul Auster afirmaba que una novela no cambia el mundo, pero sí cambia nuestra manera de verlo, que es el prólogo de todo movimiento de mejora. Las Humanidades hablan de nosotros como seres humanos para conocernos y comprendernos, para pensar, para deliberar, para no admitir supersticciones ni cegarnos por los dogmas ideológicos o religiosos, para dudar y comprobar la falibilidad del conocimiento, para establecer lazos afectivos más sólidos, para ser más justos, para escoger mejor, para disfrutar, para admirar, para establecer metas, para darle un sentido a la vida. La literatura, la música, el arte, el cine, el teatro, la filosofía, son las formas creativas que nos hemos inventado para manifestar nuestra humanidad. Arrinconarlas y ningunearlas es empeorarnos paulatinamente. Es deshumanizarnos.



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