martes, octubre 18, 2016

«Confío mucho en ti», la segunda expresión más hermosa



Obra de Kelsey Herderson
La confianza consiste en entregar información de nosotros con la que se nos puede infligir daño. Se trataría de una información arriesgada que podría modificar nuestra reputación en el círculo íntimo o deteriorar nuestra imagen social. También podría ser contenido no del todo delicado pero que nos dolería si escapa del segmento privado al segmento público. Cuando confiamos en alguien compartimos aquello que de otro modo sería impensable hacerlo, participamos algo que no queremos que sepa nadie, o que solo saben aquellos que ya pertenecen al reducido grupo de «íntimos». Y transferimos la información porque a pesar del riesgo que supone la acción no dudamos de la lealtad de nuestro interlocutor, que en el curso de esa transferencia se convierte también en un nuevo íntimo o afianza ese rango en nuestra relación con él. Perder la confianza sería aquella situación en la que una persona ha utilizado nuestra información y la ha sacado del templo sagrado de la intimidad compartida. Hace muchos años yo escribí poéticamente que la confianza es poner en la mano del otro una daga porque damos por hecho que en ningún momento la hundirá en nuestro estómago. Jocosamente también se dice que un amigo es alguien que sabe todo de nosotros y aún así continúa siendo nuestro amigo. Dicho ahora de un modo más académico. La confianza es el dinamismo en el que depositamos una expectativa en el otro a sabiendas de que no va a quebrantarla. 

Como toda expectativa, y por tanto como toda situación que se ubica en el futuro, la confianza posee tasas de incertidumbre (una manera de definir la desconfianza), y aquí encontramos el tercer vector que agregar al riesgo y al coste que asumimos compartiendo información privada. Este dato es muy relevante porque parcela una situación de confianza de otra que no lo es. Para que se dé una situación en la que confiamos en alguien debemos asumir un coste personal en el caso de no ejecutarse como esperábamos, la situación ha de estar surcada de incertidumbre, y la actuación de ese alguien en quien confiamos ha de escapar a nuestro control. Parece una contradicción, pero sólo puede haber confianza en situaciones que provocan al menos algo de desconfianza. Si no es así, la confianza no es necesaria. La confianza y la desconfianza se mueven al unísono.  Un ejemplo. «No digas nada de esto a nadie» es una expresión coloquial que denota que la confianza plena cuando se comunicó la información no se tiene tan plenamente ahora y se solicita el compromiso de una promesa. La confianza es una manera de instalarse en las interacciones y es la que permite que se puedan establecer relaciones sólidas entre las personas. Si no tuviéramos confianza con los demás, no podríamos compartir lo privado, y los seres humanos viviríamos horriblemente confinados en el enclaustramiento geográfico de nosotros mismos.  Aquí quiero introducir un matiz. Lo privado no significa lo íntimo. Lo íntimo es esa parte de nosotros que no compartimos jamás con nadie. A lo largo de toda su Teoría de los sentimientos Carlos Castilla del Pino explica que si algo del yo íntimo se comparte es porque accede al yo privado, el territorio que sí compartimos con los «más íntimos». Se trata de esos momentos en los que susurramos un «confío mucho en ti» para demostrar que lo que estamos contando es tan privado que solo te lo puedo contar a ti. Quizá las palabras más hermosas que se le pueden decir a alguien junto a «te quiero».



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jueves, octubre 13, 2016

Crisis de valores, festín de especuladores



Obra de Alex Katz
Cuando escucho la expresión crisis de valores suelo sonreír. En el debate público se suele emplear para designar un escenario de depreciación de los valores que nos humanizan. Rara vez se especifican cuáles son y qué funciones sentimentales acarrean en nuestro andamiaje afectivo. Parece que quien señala la crisis de valores da por supuesto que tanto él como su interlocutor tienen bien delimitado el marco de significaciones en el que se mueven. Siento decir que la mayoría de las veces no es así. La expresión crisis de valores también se flamea para demonizar el presente como si en el pasado esos mismos valores hubiesen vivido una época alcista. Los valores que nos humanizan siempre han estado en crisis y basta con leer a tratadistas de hace varios siglos para constatarlo. El hombre es un descubrimiento muy reciente, defendía Foucault, que es una manera de señalar que ser persona es una tarea que hemos empezado a desempeñar evolutivamente hace muy poco tiempo. Quiero decir que en tiempos remotos no había crisis de valores porque no había valores.

Cuando se habla de crisis de valores yo siempre apelo a la relación vinculante entre la trinidad que conforman los valores éticos, los valores personales y los valores financieros. Dicho más sencillamente: la relación de vasos comunicantes que entablan la razón cívica y la razón económica. El imperativo biológico del dinero, y su impúdica desnudez provocada por la crisis financiera de 2008 y por todas las crisis incubadas a lo largo de la historia, demuestran que para que exista una burbuja crediticia y financiera antes ha de alimentarse una degradación de las preferencias y contrapreferencias que dan sentido a la experiencia de vivir. El escenario posibilitador de la especulación y de la inversión (sus fronteras son muy tibias y cuesta balizar el principio y el final de la una y de la otra) necesita la fragilización de todo aquello que impide su irrupción inicial y su eclosión ulterior. La especulación anclada en bienes materiales necesita que se opere sobre el deseo, sobre ese borbotear que provoca la presencia de una ausencia. Existe toda una taxonomía de deseos, pero los tres basales son el deseo de ampliar posibilidades, el deseo de vinculación social y el deseo de alcanzar confort psíquico y material. En realidad esta triada es nodal, y la consecución de uno de los deseos provoca el crecimiento en el otro. También al contrario, si uno de estos tres deseos se desinfla irrevocablemente deshinchará el porcentaje de satisfacción de los otros dos.

Toda la producción en la que se basa la civilización del trabajo intenta mutar el contenido de estos deseos que metabolizan la vida y la construcción de autoestima. No es gratuito que uno de los principios de la pedagogía comercial consista en intentar crear rápidamente la sensación de necesidad en el cliente, o que a principios del siglo pasado se considerara impúdico mostrar las mercancías en los escaparates puesto que azuzaban el deseo del transeúnte. Carlos Castilla del Pino recuerda que el sentimiento surge para la satisfacción del deseo, así que esta mutación es en realidad una manipulación sentimental. Si la vida sentimental es una constelación formada por emociones, sentimientos, cognición, eje axiológico, deseos y conductas, la deflación del mundo ético provoca un disturbio sentimental que se neutraliza con la satisfacción del nuevo deseo promovido por los prescriptores sociales y económicos que extraen un beneficio de ello. En los paisajes valorativos depauperados «tener» equivale a «ser», aunque para «tener» uno haya tenido que dejar de «ser» (ser es aquello que queda de nosotros cuando lo hemos perdido todo, según feliz definición de Erich Fromm, siempre tan preocupado por estos asuntos). Es imposible que crezca la titularización de valores financieros si previamente no se trastoca severamente la estratificación de los valores personales y comunitarios. Dicho como si fuera un lema. Crisis de valores, festín de especuladores.



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martes, octubre 11, 2016

Dos no se entienden si uno no quiere



Obra de Alex Katz
Existe una locución que esclarece que «dos no riñen si uno no quiere». A mí me gusta parafrasearla y colocarla en la dirección contraria: «dos no se entienden si uno no quiere». Es una aplastante obviedad porque el diálogo es una empresa cooperativa. Todo entendimiento con el otro solicita una artesanía de índole mutualista. Cuando hablo de entendimiento me refiero a la reducción de las tasas de disensión, no necesariamente a la construcción de un consenso. Entender al otro no es exclusivo sinónimo de estar de acuerdo con él. La etimología de la palabra diálogo corrobora esta tesis. Diálogo se deriva de dia (que circula) y logo (palabra). Podemos definir diálogo como la palabra que circula. Le podemos suministrar además el propósito de su circulación: es la palabra que circula para que decrezca la ignorancia que los interlocutores poseen el uno del otro. En el primero de los cuatro capítulos del libro La capital del mundo es nosotros (ver) le dediqué un largo epígrafe, porque sin esta estructura de la razón comunicativa es harto difícil que ninguno de nosotros podamos establecer segmentos de inteligibilidad con nadie. El entendimiento, o la compatibilidad educada de la disparidad, que persigue la palabra que circula entre nosotros no se puede alcanzar de manera unilateral. Indefectiblemente necesitamos la cooperación del otro.  Esta cooperación es primordial como procedimiento, pero sobre todo es nuclear como actitud. 

La mejor definición de diálogo se la leí de forma causal hace unos años a Emilio Lledó.  El filósofo describía magistralmente el diálogo como las nupcias que mantienen la inteligencia y la bondad. He necesitado muchos años de estudio para atreverme a decir ahora que sin bondad no puede emerger el diálogo. La arquitectura del diálogo necesita la predisposición ética, la pacífica inclusión de mi interlocutor en mis deliberaciones y en mis juicios con el deseo de atenuar la disensión. La ausencia de un sentimiento de apertura al otro como la bondad es una disfunción que anula el engranaje de este enorme hallazgo de la inteligencia. En Ética de la hospitalidad, el también filósofo Innerarity explica que «la organización respetuosa de las diferencias implica una disposición a dejarse interpelar por otros puntos de vista, algo muy contrario de la conservación obstinada de la propia peculiaridad». La mayoría de las fricciones que trata de neutralizar el diálogo se deben a que perseguimos que nuestro interlocutor acepte nuestros enunciados apodícticos (aquellos que no se pueden afirmar si son verdaderos o falsos) y renuncie a los suyos. Todo lo relacionado con nuestras deliberaciones cursa con nuestro gigantesco andamiaje sentimental (emociones, sentimientos, pensamientos, tabla axiológica, deseos, expectativas, capital empírico), y en ese macrocosmos singular no hay verdades ni falsedades, ni veracidades ni mendacidades, ni razón ni sinrazón, ni errores ni aciertos. En el mundo deliberativo dos afirmaciones antagónicas no se destruyen, sino que el diálogo se yergue en el instrumento que intenta entenderlas sin necesidad de eliminarlas. Sólo se puede percibir claramente esta magnitud con la participación sentimental de la bondad y el trato ético cuando esa misma bondad se convierte en virtud. Dicho con una especie de tautología muy sencilla y casi nemotécnica: «sólo se puede entender si se quiere entender». Sólo se pueden encontrar evidencias mancomunadas que superen a las anteriores si uno acepta que hay que buscarlas con la ayuda cooperativa de los mejores argumentos. El sitio donde se celebra esa búsqueda se llama diálogo. El lugar donde circula la palabra.


(*) El viernes 21 de octubre hablaré sobre el diálogo en la conferencia inaugural del Primer Congreso de Gestión de Conflictos y Mediación Ciudad de Bormujos (Sevilla).  Será a las cinco de la tarde. Más información aquí.

(*) Y los días 25 y 26 de Noviembre participaré en las IV Jornadas Nacionales de Mediación, que este año se celebrarán en Salamanca. Desde el atril defenderé "El monopolio del diálogo en la solución de las fricciones humanas".



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