martes, abril 10, 2018

¿Hay crisis o no hay crisis de valores?




Claustro, obra de Carlos Cárdenas
Se ha convertido en un cliché afirmar que el escenario contemporáneo vive una profunda crisis de valores. Recuerdo que en La capital del mundo es nosotros (ver) le dediqué un largo epígrafe en el que rebatía esta extendida afirmación. Explicaba primero qué eran los valores y luego argumentaba que no había tal crisis, que esos valores tan fetichizados por el argumentario social habían vivido en una sempiterna época crepuscular. Por más que hurguemos en la historia de la aventura humana no podremos datar ni un solo período en el que los valores hubiesen disfrutado de su gran mediodía civilizador. En Los sentimientos también tienen razón (ver) fui más lejos. Expuse que cada vez que hay crisis de valores (según pregona el tópico) se produce un alborozado festín de especuladores. La asombrosamente necia crisis de los tulipanes en los Países Bajos del siglo XVII es paradigmática para entender esta relación simbiótica. Salvador Giner defiende que los fenómenos sociales siempre vienen precedidos de fenómenos morales. Estoy de acuerdo. La deflación o la acusada disrupción de valores éticos y personales traen adjuntada una fuerte inflación de valores financieros. El mercado de valores florece cuando lo que tiene precio es más relevante que lo que no lo tiene. No está de más recordar que lo que no tiene precio no lo tiene porque lo reputamos tan valioso que no lo podemos ni cuantificar monetariamente ni rebajar a mera mercancía para la práctica consumista. Hay una muy mala noticia asociada a la relación dicotómica de los valores. Para magnificar lo que tiene precio es necesario que seamos muy pobres de aquello que no tiene precio. 

Definamos qué son los valores para saber de qué estamos hablando. Los valores son un conjunto de criterios para aproximarnos al comportamiento ideal entendido como lo más idóneo para una convivencia buena. Evaluamos y juzgamos todo lo que nos circunda y lo apostamos en categorías que van desde lo admirable a lo despreciable. Este hecho hace que admirar sea elegir y elegir sea tomar decisiones (esta es la idea que defenderé este sábado en mi conferencia en la Universidad de Barcelona). El valor así tipificado sería un valor como instrumento o forma de conducta. Además de estos valores instrumentales, en el repertorio humano figuran los valores de competencia o personales, que son aquellos que guardan relevancia para cada uno de nosotros según la configuración de nuestra autorrealización. Para evitar largos meandros conceptuales, considero una convivencia buena aquella que anhela un mínimo común denominador de justicia y permite que cada cual luego aspire a rellenar su idea de felicidad según el contenido de sus preferencias y contrapreferencias.

Como no somos sujetos insulares ni atomizados, guiamos nuestro comportamiento en relación a una ficción gestada desde la capacidad de valorar cuál es la conducta más deseable  para armonizarnos en el organismo social. Esta capacidad de vehicularnos por lo imaginado es portentosa. Es la idea que documenta Yuval Noah Harari en su aplaudido y leído ensayo Sapiens. De animales a dioses: «Cualquier cooperación humana a gran escala (ya sea un Estado moderno, una iglesia medieval, una ciudad antigua o una tribu arcaica) está establecida sobre mitos comunes que sólo existen en la imaginación de la gente». Unas líneas después, agrega: «No hay dioses en el universo, no hay naciones, no hay dinero, no hay derechos humanos, ni leyes, ni justicia, fuera de la imaginación común de los seres humanos». Así es. Lo ficcionado se hace real cuando nuestra conducta se rige por lo imaginado. Resulta contraintuitivo, pero las ficciones que crea nuestra inteligencia nos mejoran en la realidad.

Si un valor es una ficción ética que nos señala la conducta deseable, erramos al hablar de crisis de valores. Mi tesis es sencilla. No conozco ningún establecimiento educativo en el que no se enseñen valores plausibles, no conozco ningún libro académicamente serio en el que no se alabe la conducta encomiable, no conozco ni un solo discurso de ningún mandatario ni de ningún líder social que atente contra los valores idealizados para la edificación compartida de un mundo justo. En todos mis encuentros y en la presentación de mis libros, yo todavía no me he encontrado a níngún asistente que afirme públicamente que la dignidad humana es una necedad que merece ser finiquitada del imaginario. Aún no me he topado con nadie que desee que en su vida o en la vida de sus seres queridos no se cumplan los Derechos Humanos. Esta es la auténtica crisis. Los valores que consideramos nucleares para el nacimiento de interacciones sociales sanas y emancipadoras viven escindidos de los valores que vertebran descomplejadamente el mundo en el que se despliega la experiencia humana. Hay una desarticulación notable entre lo que consideramos valioso y los mecanismos que el mundo en el que habitamos elige para fagocitar nuestra vida en el aparato productivo. Lo que aspiramos a disfrutar entusiasmadamente en el círculo empático es absolutamente fracturado fuera de él, que es donde sin embargo transita un elevadísimo porcentaje del tiempo de la vida, si es que la vida no es otra cosa que tiempo. No hay crisis de valores. Hay crisis de implementación de esos valores en la existencia de los animales humanos que somos.



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jueves, abril 05, 2018

Entrevista en Diario de Mediación

En Diario de Mediación han tenido la amabilidad de entrevistarme con motivo del nuevo ensayo que acabo de escribir, El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza (CulBuks, 2018). En la entrevista pormenorizo qué significa exactamente ese triunfo con el que titulo la obra. Es un triunfo que cuando se da, que no es siempre, nace atado a una transitoriedad que nos obliga a cuidarlo para mantenerlo en las interacciones humanas. En la entrevista también aparece la realizada el año pasado por estas fechas en este mismo diario con motivo del ensayo anterior Los sentimientos también tienen razón, y los enlaces a los tres libros que conforman esta agotadora aunque maravillosa  aventura literaria a la que le he dedicado unos cuantos años de mi vida llamada Existencias al unísono. Hace unos diez años más o menos soñaba con escribir un libro que pensaba titular «Los demás». Un ensayo en el que subrayara que la existencia de cada uno de nosotros es una existencia subsidiaria de la existencia de los otros. Esta trilogía completada en estos días es el libro que soñé entonces, aunque lo empiezo a comprender ahora. La entrevista se puede leer haciendo clic aquí.


martes, abril 03, 2018

Dime cómo tratan tu dignidad y te diré cuáles son tus sentimientos




Obra de Rob Rey
Acabo de entregar un extenso artículo académico para Educació Social. Revista d’Intervenció Socieducativa que publica la Universitat Ramon LLull. Mi texto se titula Dignidad, Derechos Humanos y afecto. La idea nuclear de mi trabajo es que el portentoso hallazgo ético de la dignidad articula por completo las experiencias de la vida humana. Su irradiación es tan ubicua que incluso nuestros sentimientos se edifican según sea la relación que los demás entablen con nuestra dignidad y también por supuesto la relación que nosotros mismos mantengamos con ella. Desde este prisma me atrevo a incorporar una nueva definición de en qué consisten nuestros sentimientos. Los sentimientos son la evaluación cognitiva de cómo nuestros deseos e intereses se incorporan o no a la realidad, pero también los podemos catalogar como un complejo sistema encaminado a gestionar el trato que recibe nuestra dignidad. Leyendo al controvertido Steven Pinker, me encuentro en su voluminoso ensayo La Tabla Rasa, una negación de la naturaleza humana, una interesantísima reflexión del psicólogo norteamericano Jonathan Haidt. Haidt distingue cuatro familias de sentimientos según sea nuestra relación con el otro. Es una taxonomía casi irrevocable, porque en la construcción de los sentimientos sociales, y sospecho que también en los autorreferenciales, siempre irrumpe la figura de la otredad. De las variantes de la reciprocidad o no de esa relación brota una rica polifonía de sentimientos. Esta distinción de las cuatro familias de sentimientos me ha inspirado a esquematizar nuestra parafernalia afectiva según sea el trato que recibe nuestra dignidad. De ahí el título de este texto. Casualidades de la vida, justo cuando me enfrasco en la elaboración de este esquema me encuentro en uno de mis cuadernos de estudio una cita de Xabier Etxeberría que va en la misma dirección: «La categoría ética que hay que tener presente para discernir la licitud moral de los sentimientos es la de la dignidad de la persona humana y el consiguiente respeto a ella».

La dignidad es un valor común que nos hemos otorgado los seres humanos a nosotros mismos por el hecho de ser seres humanos. Existir es actuar en el mundo de la vida, y cada uno de nosotros somos entidades con autonomía para elegir nuestros planes de autorrealización. Poseemos suficiente acervo evolutivo para suscribrir que esos planes solo pueden ser elevados en un contexto en el que los mínimos comunes denominadores se presenten garantizados. Esos mínimos son el reconocimiento jurídico de la dignidad tipificado en los Derechos Humanos. La dignidad no es solo un cortafuegos para salvaguardarnos de la voraz depredación de nosotros mismos (como nuestro gigantesco y sanguinolento historial de matanzas de semejantes ratifica dolorosamente), sino que asimismo es el acceso a una vida significativa que va mucho más allá de la mera satisfacción de las necesidades primarias a las que nos encadena nuestra biología. El respeto al otro es cuidar y estimar esa dignidad que todo ser humano posee por la suerte de serlo. Victoria Camps incide en esta idea en su ensayo La voluntad de vivir: «No todo está permitido, porque hay que respetar la dignidad, la autonomía, hay que buscar el bien de las personas, y las sociedades deben ser justas». Los límites a nuestro comportamiento siempre los impone la existencia del otro, pero no de un otro nebuloso, sino de un otro dotado de dignidad. De la misma dignidad que reclamo para mí.

Desde este punto basal surgen los sentimientos más egregios del rebaño humano que conformamos los hombres y las mujeres. Vamos a dar una vuelta a ver qué nos encontramos. Si la otredad denigra o envilece nuestra dignidad aflorarán la ira y todas las gradaciones que dan lugar a una espesa vegetación nominal (irascibilidad, enfado, irritación, enojo, cólera, rabia, frustración, indignación, tristeza, odio, rencor, lástima, asco, desprecio). Si el otro respeta y atiende nuestra dignidad, sentiremos gratitud, agradecimiento, afecto, admiración, respeto, alegría, plenitud, cariño, cuidado, amor. Si observamos cómo la dignidad del otro es invisibilizada o lastimada por otro ser humano, se activará una disposición empática y el sentimiento de la compasión para atender ese daño e intentar subsanarlo o amortiguarlo; o nos aprisionara una indolencia que elicitará desdén, apatia, impiedad (lo que el lenguaje coloquial ha bautizado como «una persona que no tiene sentimientos»). Por último, si nuestra dignidad es maltratada por nosotros mismos o por la alteridad con la que nuestra existencia limita, emergerá la culpa, la vergüenza, el remordimiento, la vergüenza ajena, la humillación, el oprobio. En muchas ocasiones nos cuesta señalar el comportamiento en que nuestra dignidad es respetada, pero nos resulta facilísimo advertir cuando esa misma dignidad es atropellada, escarnecida o ninguneada. Hay un hecho que merece ser resaltado. Todas estas variantes están protagonizadas por una singularidad que conviene no olvidar. La aprobación o la devaluación de la dignidad solo patrocina sentimientos sociales si esa agresión o esa estima positiva la lleva a cabo otro ser humano. En lo más profundo de nuestros sentimientos siempre aparece directa o veladamente alguien que no somos nosotros.



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