viernes, febrero 08, 2019

Educación: una ética del sentir bien

Este martes 12 de febrero pronunciaré una conferencia en el Colegio Oficial de Psicología de Cataluña. Concretamente en su sede de Barcelona. La he titulado Educación: una ética del sentir bien. La idea neurálgica de mi exposición es que el lugar más peligroso del planeta Tierra es el cerebro de una persona educada mal. Cuando hablo de una persona educada mal, que suelo diferenciar de una persona mal educada, me refiero a una persona cuya sentimentalidad está articulada con aligerado presupuesto ético. En la persona educada mal hay una estratificación valorativa que desdeña la vida en común o ni tan siquiera la percibe en los innumerables bucles de interdependencia que jalonan la acción humana. Sin embargo, en la persona mal educada lo que emerge es una conducta claramente acotada y momentánea que sanciona que ese comportamiento es susceptible de ser mejorado. En esta conferencia intentaré abrir un espacio de deliberación sobre qué esperamos de nosotros mismos como seres humanos anudados indefectiblemente a otros seres humanos, y qué afectos sabotean este propósito y cuáles colaboran con él. La inscripción es gratuita en la página oficial del colegio. Se puede acceder haciendo click aquí. Estáis invitados.

martes, febrero 05, 2019

Violencia es no poder decir no

Obra de Lina Stenqvist

En el recientemente publicado y muy recomendable Crítica de la razón precaria (Catarata, 2019), del filósofo Javier López Alós, me encuentro con una sucinta definición de precariedad: «aquella condición vital que cancela la posibilidad de negarse a algo. Visto así, precario es quien no puede decir que no». Es fácil utilizar idéntico argumento para definir la violencia: «Violencia es no poder decir no». Este enunciado me resulta atractivo por su brevedad lapidaria, su sonoridad de eslogan, su evocación para el ejercicio reflexivo. Sin embargo, yo añadiría un matiz medular para que ganara en reciedumbre discursiva: «Violencia es no poder decir no a algo injusto». La propuesta que no se puede declinar no es una propuesta cualquiera, sino algún tipo de proposición que se aprovecha de la precariedad del destinatario, de su desesperación, de la amenaza de sufrir daño, o del miedo a ser arrojado a escenarios todavía peores que en los que se encuentra. Traficar con la iniquidad, con el perjuicio ajeno, con su sufrimiento, con las lógicas del deterioro, es connatural a la violencia. Siempre me ha gustado diferenciar con nitidez entre el que formula una propuesta injusta y el que la acepta. He percibido con el transcurso del tiempo que se ha producido una subversión de atribuciones. Se culpabiliza al que acepta lo inaceptable, o se le reprende no haber acumulado méritos para soslayarlo, y se exime de toda responsabilidad al que lo propone. Entre los proponentes no solo pienso en personas, pienso asimismo en ideologías económicas y políticas que promocionan ecosistemas ideales para ofertar degradación y humillación. Octavio Paz susurró que la libertad consiste en el sublime instante en que hay que elegir entre dos monosílabos, sí o no. Este enunciado tan hermoso se puede voltear para entender qué es la violencia. Cuando no se puede elegir, o decantarse por el no conlleva el castigo de vivir en la periferia de los mínimos, la cruda intemperie o la exclusión, entonces no hay libertad. Lo contrario de la libertad es la necesidad (en la necesidad se cancela la elección, porque lo necesario no se elige), y aprovecharse o mercantilizar esa necesidad con propuestas que supuran iniquidad, explotación, opresión, alienación, es violencia. Inconmensurables cantidades de violencia.

Hace ya unos cuantos años tuve que definir violencia para unos manuales de un curso universitario. Mi definición se propuso abarcar todas las violencias, tanto las sibilinas y subterráneas como las más palmarias y flagrantes: «Violencia es todo acto encaminado a doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo con el fin de perjudicarlo». El violento detenta poder, pero una noción de poder en su magnitud más envilecida. Posee la capacidad de modificar la conducta, pero no la voluntad. Por eso la contraviene y actúa sin su consentimiento. El genuino poder es el que muta la voluntad del otro y lo hace esgrimiendo argumentos tan sólidos y bien configurados que el interpelado se adhiere a ellos y los hace suyos. Se convence. Esta idea es la clave de bóveda de mi conferencia La convicción es la meta. Es muy fácil expropiar a una persona de la soberanía de su decisión sin llegar a desenvainar la agresión física o a conminar con emplearla. De hecho, quien recurre a ella es porque detenta porciones muy reducidas de poder, o directamente ninguna. La violencia directa y física es muy visible y por tanto muy detectable, al igual que lo es la violencia verbal que se encarna en el exabrupto, el excremento con el que se rellena el insulto, o la barbarización del lenguaje cuando se anhela desangrar el buen concepto que el otro tiene de sí mismo. Más difícil de advertir es la violencia que se da en marcos supuestamente discursivos en los que parece que no hay violencia verbal. Existe un flujo de enunciados que son la prueba de que se produce coerción edulcorada y, lo que es peor, la naturalización de la fuerza coercitiva enmascarada en aparentes procesos de elección. A esta violencia yo la bauticé hace unos años como violencia verbal invisible, noción que cuando la inventé no figuraba en ninguna de las geografías de la violencia. Existe la violencia invisible o psicológica, pero mi acuñación señalaba otras singularidades. Veamos.

«Esto son lentejas», «Si no lo aceptas, ahí tienes la puerta», «Es así o así», «O lo tomas o lo dejas», «Si no lo quieres tú, hay muchos esperando ahí fuera». Todas estas propuestas encarnadas en frases corrientes y aparentemente inocuas no tienen nada que ver con decidir, sino con elegir lo que ha decidido otro. La decisión ha sido confiscada, se ocluye la participación de la voluntad, lo que es una forma opresora de constituir comunidad y por tanto de fecundar unos sentimientos u otros en el paisaje compartido. Hay mucha epistemología en estos latiguillos verbales que decoran la interacción humana y se internalizan en ella hasta mutarla. Cuando se propone sin que medie un proceso de deliberación compartida en escenarios en los que no se puede decir no, el sujeto que recibe la propuesta se convierte en objeto. Hay una reificación del sujeto a través del no discurso. Negar la deliberación y la práctica recíproca de hablar y escuchar es cosificar al otro. Cuando se hurta la acción deliberativa incluso en relaciones ausentes de horizontalidad, cuando se desdeña el intercambio ponderado de argumentos que escrutan operativamente el contexto y sus posibilidades, la evaluación consensuada de alternativas, o la siempre necesaria comparecencia de la inteligencia reflexiva, no hay respeto ni consideración («el otro es siempre condición de discurso», afirma la filósofa norteamericana Judith Butler). Hay imposición. Hay opresión. Hay abuso. Hay indignidad. Hay explotación. Hay violencia.

Es sintomática la compensación entre el descrédito y la anatematización de la violencia instrumental y el incremento acelerado de la invisibilizada e incuestionada violencia estructural. La violencia estructural, término inaugurado por el irenólogo Johan Galtung, logra que haya un artificial y doloroso asenso en vez de disenso al imputar la posibilidad de pronunciar el monosílabo no al que quisiese proferirlo e incluso gritarlo. Galtung define esta violencia como aquella en la que el sujeto tiene eliminada la capacidad de elegir. El ser humano se consideró a sí mismo dotado de dignidad porque percibió que poseía autonomía, se podía dar leyes con la que regir el devenir de su vida, podía decidir, optar, escoger. Cuando estos verbos desaparecen de la cartografía léxica de un ser humano, el ser humano es menos ser humano porque se anula su capacidad autodeterminadora. He aquí la violencia. Recuerdo una conferencia que pronuncié en la facultad de Educación de la universidad de Santiago de Compostela. Estaba reflexionando sobre cómo los seres humanos hemos inventado estrategias y espacios que posibiliten el entendimiento sin necesidad de recurrir ni a la violencia instrumental ni a la estructural, y que esos hallazgos compelidos por una vocación humanizadora son triunfos de la inteligencia sobre la fuerza (así se titula mi último ensayo). En un momento de mi intervención traté de exponer la relevancia de la voluntad en la aventura humana y cómo la materialidad de la violencia consiste en pulverizarla. Señalé que un ejemplo paradigmático es una violación. Uno de los más hermosos actos de amor y de degustación que los seres humanos podemos llevar a cabo se convierte en el más despreciable y abyecto si no hay consentimiento. Disponer de capacidad volitiva no es ninguna broma en ninguno de los dominios de la vida humana. Algunos autores lo llaman ética de mínimos. Otros justicia. Otros dignidad. Todos se refieren a lo mismo. Y toda práctica de explotación busca lo contrario.




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martes, enero 29, 2019

¿De qué sirve que el conocimiento avance, si el corazón se queda atrás?

Obra de Nick Lepard
La semana pasada me topé con una reflexión descorazonadora en uno de mis frecuentes paseos por mis cuadernos de trabajo. Estaba escribiendo un extenso artículo académico para una fundamentación del programa de prevención de acoso escolar T.E.I (Tutoría Entre Iguales), cuando de manera inopinada me encontré esta apesadumbrada afirmación: «En la patria de Kant inventaron Auschwitz». Pertenece a Adela Cortina y está recogida en su obra La moral del camaleón. Esta reflexión pone en crisis la mistificación del conocimiento como palanca que moviliza todas las esferas de la experiencia humana con el objeto de plenificarlas. Esta conclusión desoladora cursa con el pesimismo fundacional que sufrieron los ilustrados al comprobar que a pesar de que el saber avanzaba como nunca antes en la historia de la humanidad, la virtud se quedaba rezagada. La posición ilustrada estaba persuadida de que una maduración del conocimiento mejoraría gradualmente la iniciativa en las interacciones entre congéneres, que abandonar la minoría de edad cognitiva repercutiría ventajosamente en la acción política y en el devenir ético. Kant enfatizó la autonomía del conocimiento y reclamó el hermosísimo y sempiternamente vigente «ten la valentía de servirte de tu propia inteligencia». Para obrar en consecuencia, esa inteligencia interpelada era indesligable de la decisión ética, de decidir cómo se quiere que sean el espacio y las relaciones humanas en tanto que la existencia está centrifugada por gigantescos e irreversibles bucles de interdependencia con los demás. Pronto los ilustrados comprobaron que el afán epistemológico aportado por las luces de la razón no moldeaba bondadosamente la conducta. De una manera célere sintieron la punzada de que el saber mostraba escandalosa inutilidad, o aparatosa insuficiencia, para la articulación sentimental del bien.

Este pasado domingo 27 de enero se celebró el Día Internacional de Conmemoración en memoria de las Víctimas del Holocausto, quizá el momento más impactante y aterrador en la historia del animal humano en el que se verificó empíricamente que el conocimiento ilustrado y la sensibilidad estética no provocaban un aumento de motricidad ética en sus propietarios. Saber la teoría no implicó llevarla a la práctica. Bastaba con polucionar de odio, malestar y xenofobia los corazones y estimular el orgullo a la afiliación de una entelequia, para que los mismos que habían acudido a la universidad y se extasiaban escuchando a Wagner no tuvieran ningún escrúpulo en habituarse a asesinar a miles de seres humanos con los artefactos dispuestos por la racionalidad científica. Los mismos que regalaban ingentes cantidades de afecto y cariño a sus seres queridos transparentaban terrorífica imperturbabilidad a la hora de arrojar a la sobrecogedora nuda vida a todo el que tuviera la mala suerte de acabar en un campo de concentración. Los saberes humanos acumulados a lo largo de los siglos no habían impedido ni el genocidio judío ni el hemoclismo planetario de la Segunda Guerra Mundial. Un drama insondable para la dimensión pedagógica de la cultura. Adorno resumió esta tristeza en que «escribir poesía después de Austwchiz era un acto de barbarie». Baltasar Gracián ya había alcanzado ese grado de decepción cuando en 1647 contestaba a la pregunta del título de este artículo con un lacónico de nada. «De nada vale que el entendimiento se adelante si el corazón se queda atrás».

En Biografía de la Humanidad, Marina y Rambaud escriben que «cuando desaparece la compasión, aparece el horror, nos adentramos en el corazón de las tinieblas».  Cuando las personas se convierten en abstracciones para la matematización de una cognición artificial dedicada a la extracción y análisis de datos digitalizados, o en clientes en vez de ciudadanos para la domesticación y sumisión a un aparato burocrático al servicio de la reproducción de lo establecido, o en obstáculos onerosos para la expansión liberalizada de la economía política y financiarizada, comienza la barbarie. He aquí la paradoja humana ratificada por la neurociencia afectiva. Somos empáticos y vivimos la epifanía de la compasión con el cercano, pero somos desdénicos con el lejano, cuya desafección se nutre bulímicamente de la ausencia de prácticas relacionales, de espacios públicos donde cultivarlas y de humanizadora información biográfica. La compasión y la necesaria imaginación ética se disuelven en una llamativa nada cuando el otro es una abstracción distal, o contenido informativo que contemplamos con asepsia a través de la mediación de las pantallas.

En el voluminoso en datos y colosal en referencias Los ángeles de que llevamos dentro, Steven Pinker señala los cuatro ángeles que portamos en nuestra estructura cerebral para favorecer la interacción cooperativa y bondadosa en nuestra línea de conducta: la compasión, el autocontrol, el sentido moral y el pensamiento racional. Peter Singer segrega la empatía emocional de la empatía cognitiva. La primera es puro frenesí de emotividad y la segunda es el resultado de una profunda intelección ética, de tomar conciencia de que el otro (incluso ese otro que no veo y que probablemente jamás veré, pero que racionalmente sé que forma parte de mi red de interdependencias) posee la misma equivalencia que yo, de tal manera que atentar contra su dignidad supone lastimar el valor de la dignidad y por tanto devaluar la que yo poseo. Esta conciencia la suministra la práctica crítica de deliberación sobre qué es una vida buena y vivible para el ser humano que consideramos que sería bueno ser. Es una interpelación ética, no tecnocientífica. Una reflexión sobre el sentido, no sobre los medios para ordenar y pautar el sentido. Para qué queremos vivir y cómo queremos vivir esa vida es la pregunta individual y política que nos tenemos que formular, pero manteniendo respeto al protocolo ético en el que se tiene en cuenta a todos los demás con los que indefectiblemente compartimos el acontecimiento de existir, y a quienes por tanto afectan mi pregunta y mi contestación. Universalizar la pregunta es la única manera de encontrar respuestas decentes. Respuestas que eviten el horror.



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