martes, febrero 12, 2019

Cuando el dolor del otro nos duele a nosotros



Obra de Stephen Wright
La compasión es el sentimiento que permite que nos duela el dolor que contemplamos en el otro. No es que nos arroguemos como propio el dolor que observamos en el sufriente sobre el que se posan nuestros ojos, es que su dolor o su sufrimiento nos doblega y nos aprieta y nos precipita a una experiencia doliente compartida. Lo he escrito muchas veces y ahora vuelvo a reafirmarme. No creo que exista un nexo mayor con el otro que hacer nuestro el dolor que es suyo, sentir en nuestras entrañas lo que nuestro igual siente en las suyas. Este trasvase de dolor realizado por la labor identificadora de las neuronas espejo es quizá la mayor tecnología sentimental puesta al alcance de la figura humana. Cuando escribí el ensayo La razón también tiene sentimientos (ver) no hallé ninguna otra disposición sentimental tan eminentemente cardinal. Se aproximaba a ella la vivencia curativa del perdón, por supuesto también la del amor y toda su arborescencia sentimental con sus diferentes gradientes y sus diferentes deseos, pero creo que ambas son subsidiarias de la compasión, de esa capacidad prodigiosa y admirable que poseemos las personas para que el dolor que se instala en otra vida pase a formar parte de la nuestra, y también su antagonista la alegría. Vivir la experiencia en que la alegría del otro nos alegra aunque no aporte rédito alguno a nuestro patrimonio vital salvo la propia fuerza propulsora de la alegría es una de las más grandes muestras de amor.

La compasión latina o la sympatheia griega difieren de la empatía, un término muy joven en la literatura sobre la naturaleza humana. La empatía es una disposición psicológica en la que nos inclinamos a comprender la experiencia aversiva del sujeto que nos afecta, pero inteligir y comprender el foco de su dolor no implica que nos duela. Nos puede indignar, nos puede punzar, nos puede entristecer, nos puede interpelar como constructo intelectual que exhorte a la acción ética y política, pero no sentimos cómo en lo más profundo de nosotros algo arponea el ser que somos, un arpón que es idéntico al que provoca dolor en nuestro par. Cuando en una relación profunda una de las partes es asediada por el dolor, la otra, en un proceso de una magia sentimental que colinda con lo indescriptible, es atrapada y ulcerada por ese mismo dolor. Un fenómeno de vasos comunicantes que en su hipercomplejidad pero también en su sencillez empírica demuestra que somos seres humanos porque somos seres anudados a otros seres como nosotros. Desgraciadamente la compasión vive muy desacreditada porque se la ha emparejado con la caridad que desatiende las causas sociales, la lástima irresoluta que no cruza la individualidad, la narcisista autocompasión, el insoportable complejo de superioridad. Aurelio Arteta tituló con mucho acierto uno de los mayores estudios sobre la compasión teniendo en cuenta esta minusvaloracion: La compasión. Apología de una virtud bajo sospecha.

La compasión sirve sobre todo para saber de qué materia estamos hechos los seres humanos. El dolor del otro es un recordatorio de la jurisdicción del daño y de nuestra extrema vulnerabilidad, de la fragilización de lo que ingenuamente consideramos estable, de cómo la trágico nos merodea y lo fácil y acelerado que es por tanto pasar de vivir una vida apacible a ser zancadilleados por la adversidad y sufrir una estancia en el infierno. Si nos condujésemos siempre por decisiones inteligentes y éticas, la compasión serviría para establecer una tupida y desmercantilizada red de cuidados que estrechasen la participación funesta del azar en la acción humana. Pero hay más todavía. En el sujeto abstracto con el que trafican los conceptos filosóficos, psicológicos, políticos, sociales, antropológicos, es infrecuente percibir que somos un cuerpo constituido por huesos, carne, órganos. Un cuerpo que a veces duele y que cuando se avería admite su debilidad, y que cuando se estropea gravemente necesita la participación de otro cuerpo porque él no se vale por sí mismo. Somos un cuerpo encadenado a la decrepitud biológica, al envejecimiento, a la senilidad, al agrietamiento progresivo e imparable de nuestro organismo, expuesto a la aleatoriedad de los episodios desgraciados, a la contingencia, a la ciega imponderabilidad que nos lo puede desarbolar y convertir en una insoportable prisión. También nuestro cuerpo como entidad multisensorial y cognitiva está expuesto a escenarios de injusticia, de inequidad, de desigualdad, de competición sobre necesidades primarias, de agotamiento y cansancio, que inyectan entropía en el equilibrio afectivo y deterioran las motivaciones que elevan el acto de vivir a la categoría de celebración para metamorfosearlas en explotación y degradacion.

El dolor que siento en mí gracias a contemplarlo vívidamente en otro yo sobrecogedoramente similar al mío, me hace tomar instantánea conciencia de qué soy y de qué estoy hecho. Esta verificación se puede llevar a cabo gracias a dos dimensiones que se nos olvidan muy a menudo. La primera es que disponemos de imaginación, del tal manera que puedo imaginarme el tamaño y la intensidad del dolor que subyuga al otro. La segunda es que somos semejantes, somos humanos, lo que permite que la imaginación opere con escaso margen de error en sus fabuladas apreciaciones. Si no fuéramos semejantes, si no compartiéramos el mismo alfabeto de la vida que nos brinda inteligibilidad mutua, la inventiva para apropiarnos del dolor del otro sería más difícil de pergeñar y probablemente estaría atravesada de fallas e insuficiencias.

Que la titularidad del dolor pueda ser transferida es un lenitivo para poder ser aliviada, pero la función teleológica de que el dolor ajeno nos duela como propio se adentra en los territorios de la expresión política. Cuando contemplo el dolor del otro y lo siento en mí con el mismo desgarro, acto seguido intento erradicar su causa, que es una manera muy inteligente de balsamizar e incluso neutralizar su aparición en los otros y en nosotros. El fin corolario de la compasión es el cuidado y la justicia. Cuidarse y curarse comparten raíz etimológica, pero también comparten espacios en las experiencias y los vínculos que tejen vida. Cuando cuido, curo, y cuando curo, cuido. Cuidar es una actividad insoslayable como herramienta de vocación cívica, porque al cuidar me vuelvo cuidadoso, es decir, me tengo en cuenta y tengo en cuenta al otro, que es una definición muy válida tanto de justicia como de respeto. La ética del cuidado es tan culminal que ignoro por qué es un tema tan accesorio en la agenda política y en la discusión pública. Los cuidados que todos los seres humanos necesitamos se manifiestan en tres grandes áreas de acción que se interfluyen en un dinamismo que derriba las fronteras que levanta la epistemología: el cuerpo, el entramado afectivo y los Derechos Humanos. Dicho con tres palabras muy sencillas: salud, afecto y dignidad, el ethos ciudadano al que deberíamos aspirar incondicionalmente. La compasión es el sentimiento fundacional para cultivar la responsabilidad de esa aspiración inagotable.



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Cuidar y ser cuidado

viernes, febrero 08, 2019

Educación: una ética del sentir bien

Este martes 12 de febrero pronunciaré una conferencia en el Colegio Oficial de Psicología de Cataluña. Concretamente en su sede de Barcelona. La he titulado Educación: una ética del sentir bien. La idea neurálgica de mi exposición es que el lugar más peligroso del planeta Tierra es el cerebro de una persona educada mal. Cuando hablo de una persona educada mal, que suelo diferenciar de una persona mal educada, me refiero a una persona cuya sentimentalidad está articulada con aligerado presupuesto ético. En la persona educada mal hay una estratificación valorativa que desdeña la vida en común o ni tan siquiera la percibe en los innumerables bucles de interdependencia que jalonan la acción humana. Sin embargo, en la persona mal educada lo que emerge es una conducta claramente acotada y momentánea que sanciona que ese comportamiento es susceptible de ser mejorado. En esta conferencia intentaré abrir un espacio de deliberación sobre qué esperamos de nosotros mismos como seres humanos anudados indefectiblemente a otros seres humanos, y qué afectos sabotean este propósito y cuáles colaboran con él. La inscripción es gratuita en la página oficial del colegio. Se puede acceder haciendo click aquí. Estáis invitados.

martes, febrero 05, 2019

Violencia es no poder decir no

Obra de Lina Stenqvist

En el recientemente publicado y muy recomendable Crítica de la razón precaria (Catarata, 2019), del filósofo Javier López Alós, me encuentro con una sucinta definición de precariedad: «aquella condición vital que cancela la posibilidad de negarse a algo. Visto así, precario es quien no puede decir que no». Es fácil utilizar idéntico argumento para definir la violencia: «Violencia es no poder decir no». Este enunciado me resulta atractivo por su brevedad lapidaria, su sonoridad de eslogan, su evocación para el ejercicio reflexivo. Sin embargo, yo añadiría un matiz medular para que ganara en reciedumbre discursiva: «Violencia es no poder decir no a algo injusto». La propuesta que no se puede declinar no es una propuesta cualquiera, sino algún tipo de proposición que se aprovecha de la precariedad del destinatario, de su desesperación, de la amenaza de sufrir daño, o del miedo a ser arrojado a escenarios todavía peores que en los que se encuentra. Traficar con la iniquidad, con el perjuicio ajeno, con su sufrimiento, con las lógicas del deterioro, es connatural a la violencia. Siempre me ha gustado diferenciar con nitidez entre el que formula una propuesta injusta y el que la acepta. He percibido con el transcurso del tiempo que se ha producido una subversión de atribuciones. Se culpabiliza al que acepta lo inaceptable, o se le reprende no haber acumulado méritos para soslayarlo, y se exime de toda responsabilidad al que lo propone. Entre los proponentes no solo pienso en personas, pienso asimismo en ideologías económicas y políticas que promocionan ecosistemas ideales para ofertar degradación y humillación. Octavio Paz susurró que la libertad consiste en el sublime instante en que hay que elegir entre dos monosílabos, sí o no. Este enunciado tan hermoso se puede voltear para entender qué es la violencia. Cuando no se puede elegir, o decantarse por el no conlleva el castigo de vivir en la periferia de los mínimos, la cruda intemperie o la exclusión, entonces no hay libertad. Lo contrario de la libertad es la necesidad (en la necesidad se cancela la elección, porque lo necesario no se elige), y aprovecharse o mercantilizar esa necesidad con propuestas que supuran iniquidad, explotación, opresión, alienación, es violencia. Inconmensurables cantidades de violencia.

Hace ya unos cuantos años tuve que definir violencia para unos manuales de un curso universitario. Mi definición se propuso abarcar todas las violencias, tanto las sibilinas y subterráneas como las más palmarias y flagrantes: «Violencia es todo acto encaminado a doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo con el fin de perjudicarlo». El violento detenta poder, pero una noción de poder en su magnitud más envilecida. Posee la capacidad de modificar la conducta, pero no la voluntad. Por eso la contraviene y actúa sin su consentimiento. El genuino poder es el que muta la voluntad del otro y lo hace esgrimiendo argumentos tan sólidos y bien configurados que el interpelado se adhiere a ellos y los hace suyos. Se convence. Esta idea es la clave de bóveda de mi conferencia La convicción es la meta. Es muy fácil expropiar a una persona de la soberanía de su decisión sin llegar a desenvainar la agresión física o a conminar con emplearla. De hecho, quien recurre a ella es porque detenta porciones muy reducidas de poder, o directamente ninguna. La violencia directa y física es muy visible y por tanto muy detectable, al igual que lo es la violencia verbal que se encarna en el exabrupto, el excremento con el que se rellena el insulto, o la barbarización del lenguaje cuando se anhela desangrar el buen concepto que el otro tiene de sí mismo. Más difícil de advertir es la violencia que se da en marcos supuestamente discursivos en los que parece que no hay violencia verbal. Existe un flujo de enunciados que son la prueba de que se produce coerción edulcorada y, lo que es peor, la naturalización de la fuerza coercitiva enmascarada en aparentes procesos de elección. A esta violencia yo la bauticé hace unos años como violencia verbal invisible, noción que cuando la inventé no figuraba en ninguna de las geografías de la violencia. Existe la violencia invisible o psicológica, pero mi acuñación señalaba otras singularidades. Veamos.

«Esto son lentejas», «Si no lo aceptas, ahí tienes la puerta», «Es así o así», «O lo tomas o lo dejas», «Si no lo quieres tú, hay muchos esperando ahí fuera». Todas estas propuestas encarnadas en frases corrientes y aparentemente inocuas no tienen nada que ver con decidir, sino con elegir lo que ha decidido otro. La decisión ha sido confiscada, se ocluye la participación de la voluntad, lo que es una forma opresora de constituir comunidad y por tanto de fecundar unos sentimientos u otros en el paisaje compartido. Hay mucha epistemología en estos latiguillos verbales que decoran la interacción humana y se internalizan en ella hasta mutarla. Cuando se propone sin que medie un proceso de deliberación compartida en escenarios en los que no se puede decir no, el sujeto que recibe la propuesta se convierte en objeto. Hay una reificación del sujeto a través del no discurso. Negar la deliberación y la práctica recíproca de hablar y escuchar es cosificar al otro. Cuando se hurta la acción deliberativa incluso en relaciones ausentes de horizontalidad, cuando se desdeña el intercambio ponderado de argumentos que escrutan operativamente el contexto y sus posibilidades, la evaluación consensuada de alternativas, o la siempre necesaria comparecencia de la inteligencia reflexiva, no hay respeto ni consideración («el otro es siempre condición de discurso», afirma la filósofa norteamericana Judith Butler). Hay imposición. Hay opresión. Hay abuso. Hay indignidad. Hay explotación. Hay violencia.

Es sintomática la compensación entre el descrédito y la anatematización de la violencia instrumental y el incremento acelerado de la invisibilizada e incuestionada violencia estructural. La violencia estructural, término inaugurado por el irenólogo Johan Galtung, logra que haya un artificial y doloroso asenso en vez de disenso al imputar la posibilidad de pronunciar el monosílabo no al que quisiese proferirlo e incluso gritarlo. Galtung define esta violencia como aquella en la que el sujeto tiene eliminada la capacidad de elegir. El ser humano se consideró a sí mismo dotado de dignidad porque percibió que poseía autonomía, se podía dar leyes con la que regir el devenir de su vida, podía decidir, optar, escoger. Cuando estos verbos desaparecen de la cartografía léxica de un ser humano, el ser humano es menos ser humano porque se anula su capacidad autodeterminadora. He aquí la violencia. Recuerdo una conferencia que pronuncié en la facultad de Educación de la universidad de Santiago de Compostela. Estaba reflexionando sobre cómo los seres humanos hemos inventado estrategias y espacios que posibiliten el entendimiento sin necesidad de recurrir ni a la violencia instrumental ni a la estructural, y que esos hallazgos compelidos por una vocación humanizadora son triunfos de la inteligencia sobre la fuerza (así se titula mi último ensayo). En un momento de mi intervención traté de exponer la relevancia de la voluntad en la aventura humana y cómo la materialidad de la violencia consiste en pulverizarla. Señalé que un ejemplo paradigmático es una violación. Uno de los más hermosos actos de amor y de degustación que los seres humanos podemos llevar a cabo se convierte en el más despreciable y abyecto si no hay consentimiento. Disponer de capacidad volitiva no es ninguna broma en ninguno de los dominios de la vida humana. Algunos autores lo llaman ética de mínimos. Otros justicia. Otros dignidad. Todos se refieren a lo mismo. Y toda práctica de explotación busca lo contrario.




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