martes, marzo 19, 2019

Hipocondríacos emocionales


Obra de Samuel Silva

La expresión con la que titulo el artículo de esta semana pertenece a la socióloga Eva Illouz y al psicólogo Edgar Cabanas. Son los autores de Happycracia, cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas. Según ellos, los hipocondríacos emocionales son esas personas preocupadas constantemente en cómo ser más felices (verificando de este modo que quien no para de hablar de la felicidad se autodelata como poco feliz). Se trataría de ese ejército de personas pendientes de sí mismas, asediadas por una inquietud ansiógena por corregir deficiencias psicológicas, bulímicas por adquirir competencias para mejorar la gestión de sus emociones, abducidas por hipertrofiar el desarrollo interior y el crecimiento personal ante el miedo a que su yo nunca alcance el estatuto de ser un yo pleno y feliz. Clausuré el curso pasado de este espacio con un texto que mostraba hartazgo por esta ideología de la felicidad. Lo titulé Más atención a la alegría y menos a la felicidad, y para mi sorpresa fue el artículo más leído de la temporada, lo que ratifica la presencia nada periférica de esta preocupación en las narrativas de los imaginarios. La peculiaridad más llamativa de estos hipocondríacos es que han amputado de sus deliberaciones toda dimensión cívica y política. La mayoría de las consignas con las que atenúan su hipocondría pregonan la autosuficiencia de un sujeto desvinculado del resto de sujetos, una existencia insular renuente a admitir su constitutiva condición de existencia al unísono con el resto de existencias. Estamos delante de un sujeto que recela de la interdependencia y la relee como instrumento de subyugación. Su hipocondría es emocional porque la ciencia de la felicidad que profesa postula que solo en el control de la esfera privada radica la posibilidad de que comparezca esa felicidad. Se neglige la evidencia aristotélica de que la individualidad se maximiza gracias a la socialidad. La felicidad privada necesita un marco político que, al organizar la irrevocabilidad de nuestra convivencia, la posibilite. 

La ciencia de la felicidad ofrece recetas profilácticas para tolerar la faz más descarnada de lo real, pero no para combatirla. Como se defiende que no nos hacen daño las cosas, sino la interpretación que hagamos de ellas, la gubernamentalidad de las emociones no solo está destinada a cohabitar con la injusticia, sino que victimiza al que la sufre, y se le riñe por no haber sabido pertrecharse de los recursos emocionales suficientes para repeler la aflicción que ahora le invade. En vez de incoar un proceso contra la situación injusta, se regaña al que se revuelve por padecerla. He aquí el totalitarismo de esta concepción de la felicidad. En Happycracia, Eva Illouz y Edgar Cabanas relatan la epifanía vivida por Martin Seligman para erigirse en mesías de esta singular ideología de la felicidad. Un día se encontraba cortando la hierba del jardín y le reprochó a su hija que la echara en cualquier lado. Su hija se defendió: «De los tres a los cinco años me quejaba todos los días. Cuando cumplí cinco años decidí no quejarme más. Es lo más difícil que he hecho en toda mi vida. Si yo he podido dejar de quejarme, tú también puedes dejar de gruñir».  Al escuchar esta respuesta Seligman sintió una iluminación, tal y como cuenta él.  Había que virar el enfoque epistemológico de la psicología y en vez de corregir las debilidades poner el esfuerzo educativo en las fortalezas. Bienvenidos a un mundo donde la indignación, la injusticia, la inequidad, la zozobra, no son tales, sino una defectuosa hermenéutica nacida de una desorientada autogestión emocional. ¿Exagero? A un autor dedicado al desarrollo personal le acabo de leer un texto en el que afirma que «cada vez que algo me molesta fuera es porque hay algo insano dentro».

A la obsesión por el cuidado privado de la gestión emocional le sigue una desafección por el cuidado político de la dignidad. Como el foco de análisis se posa en la exégesis de la realidad, pero no en la realidad, no hay ideas éticas, solo emocionales, como si la emoción pudiera autorregularse ajena a una semántica moral y a un horizonte político. No resulta descabellado silogizar que si se confunde un problema de índole política con una insuficiencia psicológica, el problema continuará al margen de si se aplaca o no la supuestamente errónea gestión emocional. Despertaremos, pero el dinosaurio seguirá ahí. Recuerdo que hace unos años escribí el lema en el que se sostiene el mercado terapéutico de esta felicidad: «Me va todo tan mal que no me puedo permitir ser pesimista». Esta reflexión encapsulada mordazmente es el mantra que se repite una ingente cantidad de personas para soportar la precariedad, la inseguridad, la volatilidad, la inestabilidad, la soledad, mantener la esperanza de que su perseverancia será premiada justo a la vuelta de la próxima esquina. La anemia argumentativa de esta ciencia y su tendencia al eslogan es ideal para permear en un egotropismo sin apenas aparataje de examen crítico. También para sujetos que padecen una desesperación tan grande que prefieren eludir la deliberación para no autolesionarse o para soslayar la parálisis.

Justo estos días he terminado la lectura de Tratado de lo mejor de Julián Marías, donde me he encontrado con una repetida idea que indica la dirección contraria a la decretada por el pensamiento positivo: «la vida humana es transitiva, menesterosa o indigente, se hace con las cosas y sobre todo con las otras personas». Recuerdo que cuando leí por vez primera La conquista de la felicidad de Bertrand Russell, el premio Nobel de Literatura esquematizaba sus tácticas de vida para pasar de ser un tipo frecuentemente abatido y triste a una persona contenta y orgullosa de sus acciones. Los dos ingredientes de la pócima mágica de esa felicidad conquistada contravienen frontalmente lo prescrito por la ciencia de la felicidad. El primero de los ingredientes era el sano olvido de uno mismo, rehusar un omnipresente merodeo sentimental, que tiende a una peligrosa inercia entrópica. El segundo era dedicarse a los demás, emplear tiempo y estrategias en tareas con otras personas destinadas a mejorar la vida y las estructuras comunitarias en las que habita y se despliega esa vida. Ortega y Gasset escribió «yo soy yo y mi circunstancia», pero añadió un corolario que ha pasado del todo inadvertido para la cultura popular: «yo soy yo y mi circunstancia, y si no salvo mi circunstancia no me salvo yo». No hay mejor manera de salvar esa circunstancia que salvando la de todos.






martes, marzo 12, 2019

La producción de miedo


Obra de Yvan Favre
El miedo es una de las emociones básicas con las que la naturaleza nos ha dotado genéticamente. Cuando la emoción del miedo es pensada o anticipada, entonces deviene sentimiento que nace ante la presencia real o apócrifa de una amenaza que pone en riesgo nuestro equilibrio,  nuestro bienestar, nuestras expectativas, o que puede  contrariar vehementemente nuestros intereses y entregarnos al dolor o al sufrimiento. Su función es alertarnos o anticipar la llegada de un peligro. Este aviso ocurre para que despleguemos las respuestas de la huida (cuando aventuramos que saldremos malparados), la lucha (prepararnos y encararnos a la amenaza para intentar derrocarla), o la quietud (postergar el enfrentamiento, o claudicar y aceptar la derrota sin haber pugnado por la posibilidad de la victoria). Los marcadores somáticos del miedo son muy palmarios, lo que facilita entablar frecuentes diálogos con él. El miedo es displacentero y, como todo aquello que produce displacer, fácilmente detectable. Esta función tan pragmática acarrea dos riesgos de considerable tamaño, como muy bien recalca la definición de la RAE. En su diccionario se puede leer que el miedo es «angustia por un riesgo o daño real o imaginario». El peligro del que nos avisa la emoción del miedo puede ser real, pero también puede ser ficticio debido a las muchas charlas que entablan la imaginación y el futuro (primer riesgo), y además no provenir del resultado de servirnos de las funciones evaluadoras y reflexivas de nuestra cognición, sino de escuchar y aceptar acríticamente el relato de un tercero que busca un beneficio personal con la inoculación de ese miedo en nuestra afectividad (segundo riesgo, tan frecuente o más que el primero).

Esta fluctuación entre lo real y lo imaginado confiere al miedo un estatuto central en el entramado afectivo, pero también en los paisajes de la acción política. El miedo como emoción y también como sentimiento se alza así en instrumento político, en arma de dominación y control, en el lugar exacto en el que la domesticación y la mansedumbre florecen reverdecidas y frondosas. Naomi Klein nos recuerda en La doctrina del shock que todo momento de shock, de miedo cerval e inopinado, es una oportunidad fantástica para aplicar credos políticos y económicos que fuera de ese contexto serían profundamente rechazados. El miedo paraliza y produce servidumbre en quien lo padece, un caldo de cultivo afectivo y cognitivo idóneo para  aceptar lo que en marcos de reflexión ausentes de miedo se catalogaría de indigno, inaceptable, abyecto. Hace años definí el auténtico poder como la capacidad de una persona para orientar en la dirección deseada por ella la voluntad de otra, pero contando con su beneplácito. Esta apostilla es primordial y es la que permite conceder a ese poder la vitola de genuino. El miedo es una herramienta propicia para coronar este sibilino propósito. La política del miedo es generosa en entregar réditos inmediatos al que la emplea, y es espléndida y abundante porque los seres humanos no somos tan racionales como alardeamos. Somos racionales, pero también irracionales, y esa irracionalidad con la que en muchas ocasiones construimos nuestros juicios es un verdadero vergel para que germine el miedo irreflexivo del que emanan la irresolución y la aceptación o sumisión, que a su vez inyectan más irracionalidad en nuestros juicios, que así multiplican la idoneidad para la llegada de nuevas cantidades de miedo. Bienvenidos a un bucle que puede reducir a un ser humano en un ser apocado, dócil, absolutamente servil. 

El miedo alberga muchos gradientes como para hablar genéricamente de él sin escamotear la multiplicidad de matices con que la realidad caricaturiza las reflexiones maximalistas. Ahí están la ansiedad (miedo diagonal e irracional no justificado), la angustia (miedo existencial sin concreción ni geográfica ni sentimental de fecunda tendencia entrópica), el estrés (miedo a no poder cumplir con un objetivo por falta de competencia o por carestía de tiempo), el pánico (una voluminosa cantidad de miedo súbito y de alta intensidad ante algo impredecible que desborda nuestra habilidad de recepción y sujeción), el susto (miedo lacónico que rápidamente se neutraliza para volver a la inmediatez del equilibrio perdido),  el terror (miedo exacerbado ante algo o alguien que intuimos interferirá en algo cardinal para nuestros intereses, incluida la posibilidad de eliminación de la propia vida). Algunos autores defienden que el miedo es una emoción y un sentimiento sin contrario. El argumentario esgrimido es que el miedo, tanto el inoculado con deliberación como el real e incluso como el apócrifo, nos hace tomar conciencia de nuestra vulnerabilidad como seres humanos arrojados a una existencia. Esa vulnerabilidad es consustancial al evento de estar vivo y por tanto resulta inatajable. Si estamos vivos, somos vulnerables, si somos vulnerables, tendremos miedo a que esa vulnerabilidad que nos constituye interfiera y ocluya nuestros planes. Ser dañables nos hace daño incluso cuando nada ni nadie nos esté dañando. Basta con tomar conciencia de que somos constitutivamente vulnerables para que el miedo nos enseñe su condición de eterno acompañante. Precisamente esta corroboración ha impedido que este artículo se titule Vivir sin miedo, que era lo que había pensado en un primer momento. No se puede vivir sin miedo, pero sí con un miedo compatible con la acción y la emancipación, un miedo contestado con valentía. El valiente siente la presencia acuciante del miedo, pero su conducta lo determina a invertir energía y estrategias para que no se frustren sus propósitos. Acaso la pasión que actúa como contrapunto del miedo sea la tranquilidad. Cuando hablo de tranquilidad me refiero a calma, serenidad, aceptación, estoicismo, paz interior, ataraxia. De ahí que para ilustrar este texto haya eligido esta preciosa obra de Yvan Favre en la que aparece una lectora abducida por la apacibilidad, y a su lado un gato o gata, animal que irradia paz y sosiego.

El miedo consigue muchos efectos, pero hay varios especialmente sustantivos. El miedo nos hace olvidar que la mayoría de nuestras acciones y su orquestación en el tejido social se basan en ficciones, y que toda ficción es fruto de la imaginación, y en tanto que es así puede ser revocada, rehusada, marginada, revisada, puntualizada, mejorada. El ser humano articula su vida en torno a ficciones e irrealidades que patentizan que la realidad no es algo dado y concluso, sino algo dinámico y siempre inacabado porque en ella se pueden incluir posibilidades. Es aquí donde el miedo cobra plena centralidad en nuestros modos de conversar con la ficción de lo posible. Cuando respondemos al sentimiento del miedo con conductas como la cobardía o el amedrentamiento, es fácil que autocensuremos nuestra inventiva pero que sin embargo seamos crédulos ante la ajena, que cancelemos la irrupcion de nuevas ficciones, que nos repleguemos ante la posibilidad de refutar lo establecido, o que abandonemos la duda como forma de habitar en los juicios que pergeñamos o en los que nos endilgan. El miedo provoca la mutilación de horizontes (en preciosa expresión de Julián Marías) y quien claudica ante su presencia asume la condición de espectador en detrimento de la de autor. Espectador irresoluto, por supuesto.

Para inhibir la imaginación y cejar en la producción de ficciones inéditas que articulen el mundo de otra manera, es suficiente adueñarse de la legitimidad del discurso del sentido común y estigmatizar y desacreditar, o amenazar con consecuencias desventajosas (es decir, producir miedo), aquello que lo pone en entredicho. Lo que no se atiene a lo que señalan los autoproclamados propietarios del discurso hegemónico del sentido común será adjetivado como imposible, demagógico, ignorante, radical, populista, o cualquier otra calificación denostativa. La imaginación es la capacidad de pensar posibilidades, discernir con criterios novedosos, proveernos de perspectivas críticas, hipotetizar sobre cómo serían las cosas si empleamos premisas diferentes a la hora de deliberar y urdir conclusiones. La capacidad creadora del ser humano consiste en hacer existir lo que antes no existía, es decir, hacer posible lo que antes nos resultaba imposible. Imaginar la posibilidad es el paso previo para hacerla posible. Dicho en sentido negativo. Es imposible hacer posible lo que no se imagina como posibilidad. Como la atracción gravitatoria del miedo miniaturiza la imaginación, urge producir tranquilidad, disponer de un ánimo sosegado que sepa relativizar, deconstruir ficciones, ver irrealidades para hacerlas reales. Tranquilidad para ser valientes, para ser críticos e inquisitivos con las creencias y los dogmas que nos habitan y habitamos, para disentir de los que nos hurtan una vida digna afirmando que no hay alternativas a otras formas de vivirla. Vivir sin miedo para dotar de vida la vida, que es nuestro tesoro más preciado.  



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martes, marzo 05, 2019

¿En qué deseamos convertirnos?


Silvio Porzionato
El sentimiento de admiración es un sentimiento muy olvidado en el mapa político y ético. Sin embargo, a mí me parece un sentimiento sustantivo en la acción humana. Las virtudes, o los valores en su acepción contemporánea, se aprenden observando primero y emulando después la conducta plausible de personas significativas para nosotros. Las palabras entronizadas por el discurso ético como respeto, dignidad, consideración, empatía, bondad, generosidad, amabilidad, equidad, no hay que enseñarlas, hay que practicarlas, que es la forma de aprenderlas una vez observadas en la corporeidad de los actos. Wittgenstein escribió que la estética y la ética no se enseñan, se muestran. Si queremos una absorción pedagógica, después de contemplar el contenido ético hay que practicarlo y repetirlo hasta transformarlo en hábito y memoria. Aristóteles afirmaba que los aprendizajes que consisten en hacer se aprenden haciéndolos. Una de las grandes decepciones de la humanidad advino cuando los próceres de Las Luces descubrieron que el acceso al conocimiento no nos hizo mejores. Ni la cognición liberada de los dogmas y la superstición, ni el avance epistémico, ni el progreso científico, trajeron adjuntado un progreso ético. Esta constatación no debería arrojarnos al desánimo, sino exhortarnos a cultivar con más ahínco la tarea siempre inconclusa de pensar, que no guarda homología con adquirir conocimiento. Pensar es la experiencia que puede polinizar el conocimiento en práctica de vida. Aunque parezca contraintuitivo, pensar y hacer son sinónimos. Ya lo dijo Catón el joven: «Nunca está nadie más activo que cuando no hace nada, nunca está menos solo que cuando está consigo mismo».

No es fácil cultivar el pensamiento. En la civilización del trabajo, vida y empleo (cada vez más precario) van indisolublemente soldados. Ocurre que el requisito más demandado por las industrias de la empleabilidad es la acreditación oficial de los saberes técnicos. Parasitada a esta exigencia se ha levantado una vasta mercaduría dedicada a la venta de titulaciones que santifican la capacidad productiva y desdeñan la reflexiva. El mercado como estructura que ha homogeneizado todos los círculos de la realidad ofrece frondosidad de medios, pero genera una preocupante desertización de fines que vayan más allá de la maximización privada del beneficio monetario. La conclusión es que la intelección y todas sus actividades satélite (reflexión, comprensión, deliberación, pensamiento, diálogo, sensibilidad ética, narración de sentido) sufren una acusada minusvaloración en la segregación y estandarización meritocrática de la empleabilidad. Hay una gestión instrumental de la inteligencia desvinculada de la capacidad de dar forma digna a la experiencia humana.

Sin embargo, para edificar el sentimiento de admiración es cardinal el concurso de la axiología, el pensamiento entregado a encontrar nuevos ángulos de valoración acordes con nuestra capacidad creativa de otear posibilidades, la participación de una afectividad crítica que sepa escindir inteligentemente lo admirable de lo que no lo es, porque podemos admirar comportamientos muy poco admirables o incluso reprensibles.  Como se puede admirar a alguien o a algo poco o nada admirable, no nos queda más remedio que discurrir qué es lo admirable, acotar su territorio, delimitar el comportamiento que merece esta calificación de la que no. Dejaríamos atrás la razón instrumental y entraríamos en los dominios de la deliberación, aquello que puede ser de una pluralidad de maneras y que por tanto requiere la intervención de una razón discursiva afanada en instituir prioridades y valores. Lo admirable para mí puede ser algo deleznable para otro, así que en el mundo de la deliberación es imperativo pensar juntos. Ese pensar juntos a su vez solicita el principio fundacional consistente en responder qué vida queremos para la agenda humana que compartimos en nuestra irreversible condición de existencias al unísono. En la contestación que nos demos podremos levantar las fronteras de lo admirable de lo que no lo es, lo digno de lo indigno, lo  vivible de lo invivible. Aquí la inteligencia y su capacidad de hacer valoraciones para estratificar el sentido cobran una centralidad categórica. 

Como somos existencias abrazadas a otras existencias y no existencias insularizadas, como compartimos agrupadamente el espacio y los recursos, en la elección es nuclear tener presente al otro para que ese mismo espacio y la relación con nuestros semejantes y el resto de seres vivos no se depauperice. «El ser humano se hace al elegir», escribió Sartre en El existencialismo es un humanismo, pero agregó páginas después de esa primera aserción que «no hay ninguno de nuestros actos que, al crear al ser humano que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del ser humano tal como consideramos que debe ser». Yuval Noa Harari clausura su ensayo Sapiens, de animales a dioses interpelando a los lectores con dos interrogantes vertiginosos: ¿En qué deseamos convertirnos? ¿Qué queremos desear, y añado yo, como la encarnación viva de ese sapiens en perpetua mutación en tanto especie no fijada?  Me atrevo a añadir una tercera pregunta. ¿Qué conducta nos gustaría considerar como admirable? Me aventuro a responderla. Sería admirable aquella conducta que trata al otro con dignidad y respeto, que en sus deliberaciones previas a la acción conversa con la preocupación por el otro y los modos de erradicar el motivo de esa inquietud, inclinación discursiva medular para forjar ideas de equidad y justicia. Solo así se puede saltar de la ética a la política, del yo a la primera persona del plural, que es la forma en la que habitamos la vida. Incomprensiblemente las democracias y los ciudadanos hemos delegado la respuesta en la inteligencia empecinada en aumentar los márgenes.



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