martes, abril 02, 2019

Ayudar a los demás pensándolos bien



Fotografía de Serge Najjar
La escritora y pedagoga Nora Rodríguez recuerda en su ensayo Educar para la paz algo rotundamente medular en la experiencia humana. A pesar de su condición extraordinaria, rara vez es ensalzado como se merece: «Pocas veces o nunca se tiene en cuenta que, desde edades muy tempranas, a los seres humanos nos hace increíblemente felices ayudar a los otros».  No solo eso, encontramos mucha más delectación en dar ayuda que en recibirla, porque en el mundo de los afectos lo que se da no se pierde ni se desintegra en la nada, si no que retorna multiplicado mágicamente. No hay noticia más plausible y más enorgullecedora para cualquier persona que saber que los seres humanos encontramos profundas y voluminosas gratificaciones sentimentales inclinándonos a ayudar a los demás a construir bienestar en sus vidas. Es un hallazgo tan esencial que todos los días deberíamos repetírnoslo como un salmo. Por supuesto, después de enunciarlo con orgullo antropológico tendríamos que intentar practicarlo, interiorizarlo y domesticarlo en la sensibilidad y aprenderlo en la cognición. Es una obviedad aristotélica, pero aquello que consiste en hacer solo se aprende haciéndolo. La autora de Educar para la paz explica a lo largo de las páginas de la obra que el cerebro es un órgano que desarrolla sus estructuras a través de interacciones con las alteridades. Cita al neurocientífico Jonh Cacioppo para subrayar que «los seres humanos crecemos, aprendemos y nos desarrollamos en grupo». A Francisco Mora le he leído y escuchado insistir una y otra vez en que si queremos ser excelentes en una tarea, es nuclear que nos juntemos con aquellos que ya son excelentes en esa tarea. Aprendemos haciendo e imitando lo que hacen aquellos que son significativos para nosotros. Esta contaminación ambiental no solo es emancipadora, también puede tomar la dirección contraria y devenir en peligrosamente jibarizadora, posibilidad que debería animarnos al fomento de la reflexión y el discernimiento. A los padres que les preocupan las notas de sus hijos, José Antonio Marina les advierte que entonces se preocupen por las notas de los amigos de sus hijos. A pesar de que paradójicamente, como afirmaba el añorado Vicente Verdú, «el individualismo se ha convertido en un fenómeno de masas», el sentido de la experiencia humana se condensa y se experimenta en nuestra condición de existencias al unísono. No somos existencias insulares, tampoco colindantes, ni muchos menos adosadas. Somos existencias corales.

Es fácil sintetizar toda esta peculiaridad de la socialidad humana afirmando coloquial y aforísticamente que lo que más nos gusta a las personas es estar con personas. Las estadísticas sobre hábitos de ocio señalan reiteradamente que la actividad más apetecible para los entrevistados en su tiempo no retribuido es quedar con los amigos. Es puro activismo de la amistad. Existe un término muy bonito para definir esta práctica tan profundamente arraigada en el rebaño de hombres y mujeres. Cuando quedamos con alguien y nos encontramos y nos intervenimos recíprocamente sobre los afectos a través de tiempo y actividad compartidos, estamos experimentando la confraternidad. Festejamos mutuamente nuestra filiación humana, y al festejarla el individuo que somos (y somos individuo porque somos indivisibles) se va singularizando. La individuación, que no el individualismo,  solo es posible gracias a la interacción con el otro que facilita que el sujeto que somos se singularice. Los filósofos griegos vislumbraron esta interdependencia y entendieron pronto que para ser persona era indefectible ser antes ciudadano. La progresiva y escandalizable disipación de lo común en nuestros imaginarios hace que esta afirmación resulte cada vez más ininteligible. Es tremendamente paradójico que solo podamos subjetivarnos gracias a que no estamos solos. La presencia del otro me hace ser yo, la presencia del otro me impide ser nadie. Casi siempre se relee esta presencia en forma negativa. Ahí está el célebre apotegma de Sarte apuntando que el infierno son los otros. Es sencillo argüir que el infierno es una vida en la que no hay otros. Cito de memoria, y por tanto seré inexacto, pero recuerdo que Verdú definía la felicidad como esa sustancia que se cuela entre dos personas cuando interactúan afectuosamente entre ellas. La felicidad no es un estado, no crece en la yerma soledad, sino que brota en el dinamismo compartido.

Justo mientras bosquejo este texto escucho en la radio una entrevista a Laura Martínez Calderón. Después de recorrer junto a Aitor Eginitz durante diez años el planeta Tierra en bicicleta, ha literaturizado la experiencia de los tres primeros años, centrados en Asia, China, Asia Central, Irán y África, en un libro titulado El mundo es mi casa. La autora comenta que de su nomadismo planetario le han llamado la atención sobre todo dos cosas. La primera es la cantidad de gente buena que hay por todos lados. La segunda es advertir la ideas absolutamente absurdas y prejuiciosas que tenemos sobre las personas que habitan en lugares remotos y culturalmente disímiles (y el sinsentido y aversión que la expeditiva aporofobia acrecienta si además sus poblaciones son pobres, añado yo). No es peregrino recordar aquí que somos ocho mil millones de habitantes en el planeta Tierra y, a pesar de la hiperconexión que permite el mundo pantallizado, el número de vínculos sólidos que mantenemos con los demás por muy elevado que sea siempre rozará el patetismo en comparación con semejante y apabullante guarismo demográfico.

Recuerdo una exposición científica a la que acudí hace unos años. Uno de los espacios trataba de mostrar con clarividencia nuestra visión prejuiciada y estereotipada de los demás. Se habían colocado dos pantallas digitales frente a frente en mitad de un diáfano y angosto pasillo. En una de las pantallas se emitía la grabación en video de un chico madrileño vertiendo opiniones de Bogotá y sus habitantes. En la pantalla de en frente, un chico bogotano discurseaba sobre la idiosincrasia de Madrid y los madrileños. Lo estrecho del pasillo hacía que ambas imágenes y sus voces chocaran en el espacio de tránsito, pero simbolizaba perfectamente la estrechez de miras de los interlocutores. Todo lo que argumentaban ambos sujetos asomaba contaminado de tópicos y prejuicios sobreconstruidos a través de la mediación de un lenguaje nacido de la propaganda, la infobesidad, el monocultivo de clichés prefabricados, la anorexia discursiva y nominativa que supone el hablar por hablar, puro consumismo lingüístico que propende a la banalización y la fruslería. 

La idea basal del experimento interpelaba a la autocrítica y al cuestionamiento de nuestra hermeneútica. Si alguien de otro lugar afirma semejantes frivolidades y superficialidades de nosotros, es más que probable que a nosotros nos ocurra lo mismo, que empleemos prácticas discursivas análogas cuando hablamos de lugares y personas de los que no tenemos conocimiento suficiente como para construir una opinión y menos aún para ponerla a circular por el espacio público. Nos relacionamos con la otredad tanto próxima como distal desde la abstracción que permite el lenguaje. Por eso es tan sustancial ser cuidadosos con lo que decimos, nos decimos, nos dicen y decimos que nos han dicho. Nos relacionamos con el otro a través de prácticas lingüísticas. Muchas de esas prácticas nos llegan mediadas políticamente por intereses velados y contrarreflexivos. Admitir la propia ignorancia, o la presencia antioxidante de la duda, es fundamental para que nadie nos la mezcle con miedo y logre que nuestros sentimientos destilen odio al que no conocemos de nada. Ayudamos al otro cuando nos cuestionamos y reflexionamos críticamente sobre el acto del lenguaje con el que lo construirmos y lo pensamos. Es una forma inteligente de autosalvaguardia. Instauramos una lógica para que ese otro se interpele cuando nos construya y nos piense a nosotros. Y hable o calle en función del resultado.



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martes, marzo 26, 2019

Los comportamientos del mal


Obra de Davide Cambria
Nunca había oído la expresión altruismo del mal hasta que la semana pasada se la escuché pronunciar a Luis Landero mientras presentaba su última novela Lluvia fina. En un momento de su intervención, habló de un mal altruista, y al verbalizarlo sonrió como es habitual en él sorprendido por su propio hallazgo. Entonces adujo que ese mal era altruista porque era desinteresado. Se denomina altruista toda acción en la que se beneficia a un tercero desinteresadamente. El coste de la acción no aspira a ser reembolsado, de ahí que se hable de desinterés o de acto ejecutado desprendidamente. Prender significa agarrar, atrapar, apresar, coger, así que una acción es desprendida cuando no cogemos nada de ella, lo que demuestra una vez más que el lenguaje es maravillosamente ilustrativo.  Sin embargo, el altruismo está totalmente desvinculado de motivaciones malévolas, porque la acción desinteresada siempre está orientada a procurar un bien ajeno, incluso en detrimento del propio. Hablar de altruismo malévolo es un oxímoron, y ahí la gracia y la perplejidad de fundir lingüísticamente dos términos cuya semántica los repele. No puede haber altruismo si la acción está orientada a ocasionar un mal. Ninguna acción que ocasione un mal puede ser considerada altruista por mucho que la acción esté vaciada de interés por parte de su generador. He aquí lo aporético del término.

Recuerdo que cuando escribí el artículo La bondad es el punto más elevado de la inteligencia, que se convirtió en un fenómeno viral al alcanzar un millón de visitas en una semana, cartografié la geografía antagónica que linda con los territorios de la bondad. El neurocientífico afectivo Richard Davidson afirmó en una entrevista, que con el tiempo se ha hecho celebérrima, que «la base de un cerebro sano es la bondad», así que todo lo que rebasa sus dominios delata insalubridad sentimental. En las fronteras colindantes se ubican la crueldad (la instrumentalización del daño o la conminación de utilizarlo para la consecución de un objetivo), la maldad (el uso de daño intencionado aunque no aporte réditos a su progenitor), la malicia (el deseo de que la vida del otro sufra algún tipo de lesión, a pesar de no participar directamente en ese cometido), la perversidad (la delectación de objetualizar la dignidad del otro). El perverso juguetea con la voluntad de una otredad a la que se le deroga la posibilidad de elegir. La voluntad del otro es su grial, posearla su cruzada y convertirla a imagen y semejanza de la inmediatez de su antojo su absoluta aspiración. El sadismo es el onanismo del mal, porque el sádico sabe lo que hace y disfruta masturbatoriamente con los sujetos a los que les desangra la dignidad. En esta terrorífica singularidad de subalternidad se ubican las experiencias de la tortura, la violencia y sus diferentes gamas, la explotación, la desigualdad, la inferiorización, la vejación, la humillación (mostrar lo pequeño que es un ser humano sin contar con su consentimiento, porque si lo hubiera entonces habría humildad). Al amputarse la capacidad de elección, se deshumaniza al otro porque se le expropia lo que le constituye como radicalmente humano. Cuando no se puede elegir, se acorta drásticamente la distancia que separa a un sujeto de un objeto. Vivir es un sinvivir.

Aunque en el título de este artículo utilizo sendas palabras como sinónimas, la filósofa Ana Carrasco, dedicada al estudio del mal, distingue con muy buen criterio entre mal y maldad. Sintéticamente podemos afirmar que el mal es la generación de daño (de ahí que casi siempre se acompañe del verbo hacer), y la maldad es la motivación deliberada para causar el daño. Esta distinción nos conduce a situaciones paradójicas. Puede haber mal sin maldad (originar un daño sin intencionalidad), y maldad sin mal (desear causar un daño sin conseguirlo). También se puede añadir que el mal acaso no exista como tal, sino que la secuencia que origina un mal nace de alguien que perseguía un bien. El mal sería el daño colateral de un bien, aunque aceptar esta narración no solo relativizaría el mal, sino que quedaría sempiternamente justificado. Por eso todo genocidio tiene sus poetas, como afirma Žižek, porque modifican, resignifican y poetizan lo acontecido, o  argumentan que la quiebra de un orden, otra definición de mal, anhelaba un orden mejor. Padeceríamos la dispersión axiológica señalada por Jean Braudillard en La transparencia del mal, una disolución de referencias del valor que haría inabordable la crítica del mal. 

El altruista del mal actúa sinqueriendo, una intersección de motivaciones que escapa a la rigidez de la lógica. De ahí la dificultad de teorizarlo y categorizarlo. En su deconstrucción es inevitable la presencia del oxímoron. No hay maldad en su acción, sino que el interés es un desinterés (otro oxímoron) que le procura amenidad y que causa un mal. Estaríamos delante de la volubilidad y la contingencia del mal. El altruista del mal realizó su acción como podía no haberla realizado. Probablemente ni él sepa discernir por qué la llevó a cabo, pero esta incapacidad no obstaculiza la posesión de cierta conciencia sobre ella para encontrarla amena. Es el distanciamiento sobre el motivo último del desembolso de su acción lo que nos desconcierta. La volatilidad de la motivación de su acto nos arroja a la perplejidad. A la banalización del mal signada por Hanna Arendt (hacer rutinariamente el mal por una obediencia debida en la que no hay espacio para el pensar ni el sentir, un acto burócrata respaldado o condonado por una heteronomía incuestionada e institucional y por tanto exento de compasión, como ratificaron los experimentos de Stanley Milgram), y al mal radical (relacionado con una ideología que relee como superfluo y prescindible al individuo y cuyos perpetradores a fuerza de rutinizar el mal lo acaban trivializando y convirtiendo a los espectadores en «corresponsables irresponsables», según terminología de Arendt), habría que añadir la gratuidad del mal, o la aleatoriedad del mal.

Carlo Maria Cipolla estableció una teoría de la estupidez basada en puros criterios económicos de beneficio y pérdida que nos pueden ayudar a entender mejor el altruismo del mal. En su opúsculo Allegro man non troppo  elaboró una taxonomía del repertorio conductual según las dos variables anteriores. El inteligente es aquel que obtiene un beneficio privado con su acción y simultáneamente la reverberación de su acto logra ensanchar el beneficio común. Precisamente esta lógica es la que me inspiró a vindicar que la bondad es el punto más elevado de la inteligencia. El incauto es el que beneficia a los demás y se perjudica a sí mismo (aquí también se puede encuadrar al buenazo o primo, que es aquel que en entornos descarnadamente competitivos en los que los agentes buscan su beneficio exclusivo, él siempre actúa conforme al bien común, por eso en el lenguaje coloquial se propende a identificar al bondadoso con el tonto).  El malvado perjudica a los demás y se beneficia a sí mismo. Y nos queda el estúpido. La definición de estupidez que esgrime Cipolla conexiona en cierta medida con la que podríamos emplear para el altruista maligno: «Una persona es estúpida si causa daño a otras personas o grupo de personas sin obtener ella ganancia personal alguna, o, incluso peor, provocándose daño a sí misma en el proceso». El estúpido perjudica a los demás, pero también a sí mismo, aunque es tan estúpido que no lo ve, o encuentra complacencia en ello.  Para un cerebro sano, por continuar con los términos de Davidson, es algo incomprensible, pero es que la estupidez, cuando se presenta como tara en estado puro, escapa a la ininteligibilidad racional. Si comprendiéramos la estupidez, entonces no sería estupidez. El altruista del mal comparte filiación con el estúpido, pero es menos estúpido que él, puesto que por definición los demás son el monopolio de su altruismo negativo. El altruista malévolo estropea con su acción al otro o algo del otro, pero no a sí mismo. No es tan estúpido, tampoco tan malvado, ni tan incauto, pero ni muchísimo menos es inteligente. En su indefinición descansa su definición.

martes, marzo 19, 2019

Hipocondríacos emocionales


Obra de Samuel Silva

La expresión con la que titulo el artículo de esta semana pertenece a la socióloga Eva Illouz y al psicólogo Edgar Cabanas. Son los autores de Happycracia, cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas. Según ellos, los hipocondríacos emocionales son esas personas preocupadas constantemente en cómo ser más felices (verificando de este modo que quien no para de hablar de la felicidad se autodelata como poco feliz). Se trataría de ese ejército de personas pendientes de sí mismas, asediadas por una inquietud ansiógena por corregir deficiencias psicológicas, bulímicas por adquirir competencias para mejorar la gestión de sus emociones, abducidas por hipertrofiar el desarrollo interior y el crecimiento personal ante el miedo a que su yo nunca alcance el estatuto de ser un yo pleno y feliz. Clausuré el curso pasado de este espacio con un texto que mostraba hartazgo por esta ideología de la felicidad. Lo titulé Más atención a la alegría y menos a la felicidad, y para mi sorpresa fue el artículo más leído de la temporada, lo que ratifica la presencia nada periférica de esta preocupación en las narrativas de los imaginarios. La peculiaridad más llamativa de estos hipocondríacos es que han amputado de sus deliberaciones toda dimensión cívica y política. La mayoría de las consignas con las que atenúan su hipocondría pregonan la autosuficiencia de un sujeto desvinculado del resto de sujetos, una existencia insular renuente a admitir su constitutiva condición de existencia al unísono con el resto de existencias. Estamos delante de un sujeto que recela de la interdependencia y la relee como instrumento de subyugación. Su hipocondría es emocional porque la ciencia de la felicidad que profesa postula que solo en el control de la esfera privada radica la posibilidad de que comparezca esa felicidad. Se neglige la evidencia aristotélica de que la individualidad se maximiza gracias a la socialidad. La felicidad privada necesita un marco político que, al organizar la irrevocabilidad de nuestra convivencia, la posibilite. 

La ciencia de la felicidad ofrece recetas profilácticas para tolerar la faz más descarnada de lo real, pero no para combatirla. Como se defiende que no nos hacen daño las cosas, sino la interpretación que hagamos de ellas, la gubernamentalidad de las emociones no solo está destinada a cohabitar con la injusticia, sino que victimiza al que la sufre, y se le riñe por no haber sabido pertrecharse de los recursos emocionales suficientes para repeler la aflicción que ahora le invade. En vez de incoar un proceso contra la situación injusta, se regaña al que se revuelve por padecerla. He aquí el totalitarismo de esta concepción de la felicidad. En Happycracia, Eva Illouz y Edgar Cabanas relatan la epifanía vivida por Martin Seligman para erigirse en mesías de esta singular ideología de la felicidad. Un día se encontraba cortando la hierba del jardín y le reprochó a su hija que la echara en cualquier lado. Su hija se defendió: «De los tres a los cinco años me quejaba todos los días. Cuando cumplí cinco años decidí no quejarme más. Es lo más difícil que he hecho en toda mi vida. Si yo he podido dejar de quejarme, tú también puedes dejar de gruñir».  Al escuchar esta respuesta Seligman sintió una iluminación, tal y como cuenta él.  Había que virar el enfoque epistemológico de la psicología y en vez de corregir las debilidades poner el esfuerzo educativo en las fortalezas. Bienvenidos a un mundo donde la indignación, la injusticia, la inequidad, la zozobra, no son tales, sino una defectuosa hermenéutica nacida de una desorientada autogestión emocional. ¿Exagero? A un autor dedicado al desarrollo personal le acabo de leer un texto en el que afirma que «cada vez que algo me molesta fuera es porque hay algo insano dentro».

A la obsesión por el cuidado privado de la gestión emocional le sigue una desafección por el cuidado político de la dignidad. Como el foco de análisis se posa en la exégesis de la realidad, pero no en la realidad, no hay ideas éticas, solo emocionales, como si la emoción pudiera autorregularse ajena a una semántica moral y a un horizonte político. No resulta descabellado silogizar que si se confunde un problema de índole política con una insuficiencia psicológica, el problema continuará al margen de si se aplaca o no la supuestamente errónea gestión emocional. Despertaremos, pero el dinosaurio seguirá ahí. Recuerdo que hace unos años escribí el lema en el que se sostiene el mercado terapéutico de esta felicidad: «Me va todo tan mal que no me puedo permitir ser pesimista». Esta reflexión encapsulada mordazmente es el mantra que se repite una ingente cantidad de personas para soportar la precariedad, la inseguridad, la volatilidad, la inestabilidad, la soledad, mantener la esperanza de que su perseverancia será premiada justo a la vuelta de la próxima esquina. La anemia argumentativa de esta ciencia y su tendencia al eslogan es ideal para permear en un egotropismo sin apenas aparataje de examen crítico. También para sujetos que padecen una desesperación tan grande que prefieren eludir la deliberación para no autolesionarse o para soslayar la parálisis.

Justo estos días he terminado la lectura de Tratado de lo mejor de Julián Marías, donde me he encontrado con una repetida idea que indica la dirección contraria a la decretada por el pensamiento positivo: «la vida humana es transitiva, menesterosa o indigente, se hace con las cosas y sobre todo con las otras personas». Recuerdo que cuando leí por vez primera La conquista de la felicidad de Bertrand Russell, el premio Nobel de Literatura esquematizaba sus tácticas de vida para pasar de ser un tipo frecuentemente abatido y triste a una persona contenta y orgullosa de sus acciones. Los dos ingredientes de la pócima mágica de esa felicidad conquistada contravienen frontalmente lo prescrito por la ciencia de la felicidad. El primero de los ingredientes era el sano olvido de uno mismo, rehusar un omnipresente merodeo sentimental, que tiende a una peligrosa inercia entrópica. El segundo era dedicarse a los demás, emplear tiempo y estrategias en tareas con otras personas destinadas a mejorar la vida y las estructuras comunitarias en las que habita y se despliega esa vida. Ortega y Gasset escribió «yo soy yo y mi circunstancia», pero añadió un corolario que ha pasado del todo inadvertido para la cultura popular: «yo soy yo y mi circunstancia, y si no salvo mi circunstancia no me salvo yo». No hay mejor manera de salvar esa circunstancia que salvando la de todos.