martes, abril 09, 2019

El ser humano es el ser que no se basta a sí mismo


Fotografía de Serge Najjar

La definición de fascismo que desgrana la filósofa brasileña Marcia Tiburi en su potente ensayo ¿Cómo conversar con un fascista? es esclarecedora: «El fascismo cancela la oportunidad de pensarnos en común». Me viene a la memoria una afirmación de Emilio Lledó que descansa en el libro Palabras entrevistas: «No existe política, no existe una retícula colectiva, sin que haya una inteligencia en común». Evolutivamente comenzamos a pensarnos comunitariamente porque comprobamos en la práctica vital que nuestra menesterosidad o nuestra insuficiente autarquía solo se superaba con la socialidad. La polis como estructura para la agrupación humana nació de la conciencia de que el animal humano no se bastaba a sí mismo. El homo sapiens atomizado era presa fácil de la inanición y la muerte. Necesitaba la activa participación de los otros para poder colmar sus necesidades más primarias. La soledad exacerbaba su vulnerabilidad, y no contar con donantes de ayuda suponía el acelerado advenimiento de su insoslayable extinción. Nuestros ancestros más tribales sortearon la indigencia a la que les condenaba la biología empleando la inteligencia y su cristalización en un conjunto de creaciones, experiencias y significados compartidos. Inventaron una nueva naturaleza que no estaba en la naturaleza. Inventaron aquello que no existía en el hábitat en el que vivían para medrar en bienestar y estrechar la participación de la precariedad en sus ya de por sí precarias vidas. Crearon el lenguaje, la escritura, la técnica, la música, la ciencia, el derecho, la filosofía, las artes, la medicina, la arquitectura, la religión. Miles de años después nominamos a ese conjunto de invenciones como cultura.

Unos y otros necesitaban la ayuda de los demás, la construcción de lo común para sobrevivir como individualidades. Así nació el ciudadano, el habitante de una estructura civilizada. Cedo aquí la palabra a Marcia Tiburi: «Cuando hablamos de lo común nos referimos a aquello que construimos entre nosotros en términos políticos y que está hecho de una aleación de singularidad y alteridad». Se trata de una experiencia circular que nos enriquece en cada nueva rotación, porque la política es la articulación de la vida en común, y la vida en común es el palpitar de las subjetividades que se despliega en la recepción política. Emilio Lledó tiene una preciosa definición de política en la que señala que se trata de «la construcción de la mismidad con los otros». La política es la forma en que nuestra subjetividad se va perfilando y singularizando gracias a la interacción con los otros. Ahora se entenderá mejor porque lo político es personal y lo personal es político.

La construcción de nuestro entramado afectivo en un marco de socialidad nos impele a compartir con el otro la autoría del ser que somos. Marcia Tiburi postula algo medular sobre ese otro con el que mantenemos perpetua interacción: «El otro nunca está dado, siempre es pensado. Siempre es, en cierto modo, construido, más aún, es materializado, performatizado». La otredad es una entidad cuya edificación en nuestro imaginario está mediatizada por la práctica discursiva, por los procesos de categorización y estereotipia, por la inercia del favoritismo endogrupal, por la fácil mecánica de azuzar sentimientos de odio al exogrupo para producir cohesión intragrupal, por releer dicotómica y maniqueamente la realidad. El otro coautor de mi mismidad lo pensamos desde todos estos posibles ángulos de reflexión.  El otro es una abstracción, y como toda relación con lo abstracto nuestra relación con él depende de nuestra capacidad cognitiva y afectiva cristalizada en prácticas lingüísticas. La preponderancia de unos afectos u otros determina nuestra manera de tratar imaginariamente a ese otro que nunca conoceremos.

La imposibilidad de encuentro con todos los que conforman el grupo de los otros facilita que sea sencillo caer en prejuicios grupales, que a su vez pueden desembocar en conductas discriminatorias y en actitudes hostiles. Resulta preciso subrayar que el planeta Tierra está habitado por ocho mil millones de personas (para 2050 se presume que la cifra ascenderá a diez mil millones), y que cualquiera de nosotros teje vínculos de cierta raigambre con un diminuto número de ellas. Nuestra relación con el resto, que es prácticamente toda la humanidad, es a través de construcciones textuales que delimitan territorios mentales e imaginativos. Nunca realizaremos inmersión afectiva con ellos, nunca llevaremos a cabo interacción alguna ni con sus identidades ni con sus obras. Nos relacionamos con la ciudadanía planetaria a través de nuestra imaginación ética, que es una imaginación mediada, y que puede estar orientada a la promoción de sentimientos de apertura o de clausura del otro. A expandir el círculo empático o a miniaturizarlo endogámicamente.

Este conjunto de discursividades que dan forma a la construcción imaginaria del otro puede ser dogmático, crédulo, fundamentalista, xenófobo, fascista, aporofóbico, misógino, homofóbico, machista, misántropo, prejuicioso, o cosificador; pero también puede formatearse en reflexivo, deliberativo, autocrítico, bondadoso, hospitalario, sinérgico, inclusivo, amable.  El lenguaje como instrumento performativo determina nuestra concepción de ese otro que nunca conoceremos aunque viva hospedado en nuestro argumentario, y condiciona por completo nuestra reflexividad y nuestras acciones políticas entendidas como forma de pensarnos en la gigantesca intersección en la que florece la vida humana. El acto del lenguaje no solo enuncia y permite pensar el mundo, también lo hace. La palabra entra en nuestras vidas y se hace existencia. Hablar, pensar y hacer son sinónimos, aunque ningún diccionario sancione esta consanguinidad semántica. He aquí la importancia de pertrecharnos de recursos críticos para deconstruir el impacto y la disputa de esa mediación en nuestro imaginario, y la exigencia democrática de deliberación bien argumentada y no emotividad incendiaria ni eslóganes hueros en la mercadoctecnia electoral. La categorización banal y osada disuelve las particularidades de la idiosincrasia individual como primer paso para la entrada de prejuicios e ideas peyorativas o fascistas que convertirán al otro en algo más próximo a un objeto que a un sujeto, el momento inequívoco en el que la dignidad entra en crisis. Como bien apunta nuestra filósofa brasileña, «el diálogo se torna imposible cuando se pierde la dimensión del otro». Si negamos a la alteridad la equiparación del reconocimiento que solicitamos para nuestra subjetividad, es imposible establecer condiciones para pensar lo común.



 
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martes, abril 02, 2019

Ayudar a los demás pensándolos bien



Fotografía de Serge Najjar
La escritora y pedagoga Nora Rodríguez recuerda en su ensayo Educar para la paz algo rotundamente medular en la experiencia humana. A pesar de su condición extraordinaria, rara vez es ensalzado como se merece: «Pocas veces o nunca se tiene en cuenta que, desde edades muy tempranas, a los seres humanos nos hace increíblemente felices ayudar a los otros».  No solo eso, encontramos mucha más delectación en dar ayuda que en recibirla, porque en el mundo de los afectos lo que se da no se pierde ni se desintegra en la nada, si no que retorna multiplicado mágicamente. No hay noticia más plausible y más enorgullecedora para cualquier persona que saber que los seres humanos encontramos profundas y voluminosas gratificaciones sentimentales inclinándonos a ayudar a los demás a construir bienestar en sus vidas. Es un hallazgo tan esencial que todos los días deberíamos repetírnoslo como un salmo. Por supuesto, después de enunciarlo con orgullo antropológico tendríamos que intentar practicarlo, interiorizarlo y domesticarlo en la sensibilidad y aprenderlo en la cognición. Es una obviedad aristotélica, pero aquello que consiste en hacer solo se aprende haciéndolo. La autora de Educar para la paz explica a lo largo de las páginas de la obra que el cerebro es un órgano que desarrolla sus estructuras a través de interacciones con las alteridades. Cita al neurocientífico Jonh Cacioppo para subrayar que «los seres humanos crecemos, aprendemos y nos desarrollamos en grupo». A Francisco Mora le he leído y escuchado insistir una y otra vez en que si queremos ser excelentes en una tarea, es nuclear que nos juntemos con aquellos que ya son excelentes en esa tarea. Aprendemos haciendo e imitando lo que hacen aquellos que son significativos para nosotros. Esta contaminación ambiental no solo es emancipadora, también puede tomar la dirección contraria y devenir en peligrosamente jibarizadora, posibilidad que debería animarnos al fomento de la reflexión y el discernimiento. A los padres que les preocupan las notas de sus hijos, José Antonio Marina les advierte que entonces se preocupen por las notas de los amigos de sus hijos. A pesar de que paradójicamente, como afirmaba el añorado Vicente Verdú, «el individualismo se ha convertido en un fenómeno de masas», el sentido de la experiencia humana se condensa y se experimenta en nuestra condición de existencias al unísono. No somos existencias insulares, tampoco colindantes, ni muchos menos adosadas. Somos existencias corales.

Es fácil sintetizar toda esta peculiaridad de la socialidad humana afirmando coloquial y aforísticamente que lo que más nos gusta a las personas es estar con personas. Las estadísticas sobre hábitos de ocio señalan reiteradamente que la actividad más apetecible para los entrevistados en su tiempo no retribuido es quedar con los amigos. Es puro activismo de la amistad. Existe un término muy bonito para definir esta práctica tan profundamente arraigada en el rebaño de hombres y mujeres. Cuando quedamos con alguien y nos encontramos y nos intervenimos recíprocamente sobre los afectos a través de tiempo y actividad compartidos, estamos experimentando la confraternidad. Festejamos mutuamente nuestra filiación humana, y al festejarla el individuo que somos (y somos individuo porque somos indivisibles) se va singularizando. La individuación, que no el individualismo,  solo es posible gracias a la interacción con el otro que facilita que el sujeto que somos se singularice. Los filósofos griegos vislumbraron esta interdependencia y entendieron pronto que para ser persona era indefectible ser antes ciudadano. La progresiva y escandalizable disipación de lo común en nuestros imaginarios hace que esta afirmación resulte cada vez más ininteligible. Es tremendamente paradójico que solo podamos subjetivarnos gracias a que no estamos solos. La presencia del otro me hace ser yo, la presencia del otro me impide ser nadie. Casi siempre se relee esta presencia en forma negativa. Ahí está el célebre apotegma de Sarte apuntando que el infierno son los otros. Es sencillo argüir que el infierno es una vida en la que no hay otros. Cito de memoria, y por tanto seré inexacto, pero recuerdo que Verdú definía la felicidad como esa sustancia que se cuela entre dos personas cuando interactúan afectuosamente entre ellas. La felicidad no es un estado, no crece en la yerma soledad, sino que brota en el dinamismo compartido.

Justo mientras bosquejo este texto escucho en la radio una entrevista a Laura Martínez Calderón. Después de recorrer junto a Aitor Eginitz durante diez años el planeta Tierra en bicicleta, ha literaturizado la experiencia de los tres primeros años, centrados en Asia, China, Asia Central, Irán y África, en un libro titulado El mundo es mi casa. La autora comenta que de su nomadismo planetario le han llamado la atención sobre todo dos cosas. La primera es la cantidad de gente buena que hay por todos lados. La segunda es advertir la ideas absolutamente absurdas y prejuiciosas que tenemos sobre las personas que habitan en lugares remotos y culturalmente disímiles (y el sinsentido y aversión que la expeditiva aporofobia acrecienta si además sus poblaciones son pobres, añado yo). No es peregrino recordar aquí que somos ocho mil millones de habitantes en el planeta Tierra y, a pesar de la hiperconexión que permite el mundo pantallizado, el número de vínculos sólidos que mantenemos con los demás por muy elevado que sea siempre rozará el patetismo en comparación con semejante y apabullante guarismo demográfico.

Recuerdo una exposición científica a la que acudí hace unos años. Uno de los espacios trataba de mostrar con clarividencia nuestra visión prejuiciada y estereotipada de los demás. Se habían colocado dos pantallas digitales frente a frente en mitad de un diáfano y angosto pasillo. En una de las pantallas se emitía la grabación en video de un chico madrileño vertiendo opiniones de Bogotá y sus habitantes. En la pantalla de en frente, un chico bogotano discurseaba sobre la idiosincrasia de Madrid y los madrileños. Lo estrecho del pasillo hacía que ambas imágenes y sus voces chocaran en el espacio de tránsito, pero simbolizaba perfectamente la estrechez de miras de los interlocutores. Todo lo que argumentaban ambos sujetos asomaba contaminado de tópicos y prejuicios sobreconstruidos a través de la mediación de un lenguaje nacido de la propaganda, la infobesidad, el monocultivo de clichés prefabricados, la anorexia discursiva y nominativa que supone el hablar por hablar, puro consumismo lingüístico que propende a la banalización y la fruslería. 

La idea basal del experimento interpelaba a la autocrítica y al cuestionamiento de nuestra hermeneútica. Si alguien de otro lugar afirma semejantes frivolidades y superficialidades de nosotros, es más que probable que a nosotros nos ocurra lo mismo, que empleemos prácticas discursivas análogas cuando hablamos de lugares y personas de los que no tenemos conocimiento suficiente como para construir una opinión y menos aún para ponerla a circular por el espacio público. Nos relacionamos con la otredad tanto próxima como distal desde la abstracción que permite el lenguaje. Por eso es tan sustancial ser cuidadosos con lo que decimos, nos decimos, nos dicen y decimos que nos han dicho. Nos relacionamos con el otro a través de prácticas lingüísticas. Muchas de esas prácticas nos llegan mediadas políticamente por intereses velados y contrarreflexivos. Admitir la propia ignorancia, o la presencia antioxidante de la duda, es fundamental para que nadie nos la mezcle con miedo y logre que nuestros sentimientos destilen odio al que no conocemos de nada. Ayudamos al otro cuando nos cuestionamos y reflexionamos críticamente sobre el acto del lenguaje con el que lo construirmos y lo pensamos. Es una forma inteligente de autosalvaguardia. Instauramos una lógica para que ese otro se interpele cuando nos construya y nos piense a nosotros. Y hable o calle en función del resultado.



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