martes, mayo 28, 2019

Una mala noticia: la hipocresía ya no es necesaria


Obra de Serge Najjar
Empiezo a sospechar muy seriamente que necesitamos un mayor número de hipócritas. El lenguaje coloquial nos anuncia que la hipocresía es el tributo que el vicio le rinde a la virtud. Su gesto fundador radica en que se promocionan unos valores que luego sin embargo el promotor no pone en práctica. Hay inconsistencia entre lo que se privilegia en los argumentos y lo que después se solidifica en la materialidad de las acciones. Se hace proselitismo de unas virtudes que se consideran plausibles que practiquemos como sujetos corales insertos en un espacio compartido, pero que sin embargo su divulgador no incardina en su comportamiento. Se conocen las palabras que se estiman en los oídos públicos y se elogian desde la razonabilidad en aras de ampliar la cotización en el parqué social. Para la impostura y el fingimiento de los que está hecha la hipocresía se utilizan las posibilidades duales que ofrece el lenguaje, que puede describir tanto lo que se ve como lo que no se ve. La mentira es un acto lingüístico para agregar ficción o distorsión a nuestros relatos. En las mentiras de comisión se inventan los pasajes que mejor se acomodan en los tímpanos del que las recibe, y en las mentiras de omisión se silencia aquello cuyas consecuencias contravendrían nuestros intereses. La hipocresía adquiere musculatura con ambos dispositivos.

Hace muchos años escribí en un ensayo que la ética vive entronizada en los discursos, pero destronada de los actos. Este hecho podría catalogarse de aciago, pero el genuino escenario de barbarización e involución consistiría más bien en que la ética fuera desterrada de la conversación pública, y que además esta expulsión se festejara con orgullosa autocomplaciencia. Cuando redacté La capital del mundo es nosotros me aventuré a decir que el hecho de que el vocabulario político utilizara panegíricamente la palabra dignidad en sus discursos, aunque luego la hiciera trizas en sus decisiones, era un escenario mucho más tranquilizador que ese otro en el que no se tuviera pudor en conceptuar la dignidad humana como una interferencia o un estorbo para metas exclusivamente mercantilistas. La institucionalización de la práctica hipócrita en las esferas de decisión demostraba la fe en unos valores éticos necesarios para sobrevivir en la arena pública. Se aceptaba publicitar la virtud, la excelencia, lo deseable, los contenidos de genealogía humanista, como pago mercadotécnico que imponían las elecciones democráticas, o para sortear el ostracismo social que acarreaba la devaluación discursiva de los presupuestos básicos de la ética. Me temo que este paisaje ha periclitado.

A muchos representantes del poder formal democrático y a los representantes del poder fáctico económico ya no les provoca ninguna impudicia quebrar de palabra los valores encarnados en los Derechos Humanos. Ya no necesitan guarecerse en el disimulo. El vicio se ha rebelado y no sienten la necesidad de opacar sus acciones con homenajes orales a la virtud. Esos valores que se promocionaban de palabra aunque se conculcaran de obra ya no determinan la pugna política o el prestigio social, y por tanto tampoco es imperativo esgrimir estratagemas de enmascaramiento verbal ni una atildada gestión de la comunicación política. La paulatina desaparición de la hipocresía es una muy mala noticia. Puestos a elegir, es mucho más pedagógico y educativo que la ética se anuncie y se loe a que se desdeñe en las prácticas lingüísticas y en la decoración de la retórica política. Hasta ahora la muy mal llamada crisis de valores no era tal. Resultaba inusual que alguien con incontestable protagonismo en la esfera pública pusiera en entredicho los valores que consideramos neurálgicos para la convivencia y la dignidad humanas. La crisis de valores era una crisis de conductas. Empiezo a sospechar que ese escenario ha concluido. A la crisis de conductas le acompañan la crisis de valores y la crisis de hipocresía.



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martes, mayo 21, 2019

«Es una buena persona», el mayor elogio en el vocabulario humano


Obra de David Jon Kassan
Me llama mucho la atención cómo las grandes virtudes de la agenda humana tienden a ser sinónimas. A medida que he profundizado en el estudio y la indagación del entramado afectivo que nos constituye como subjetividades autónomas e interdependientes a la vez, he podido comprobar que las palabras vinculadas con la excelencia del comportamiento tienden  a formar una red prácticamente sinónima. El significado de una palabra da sustento semántico a otra, pero esta otra hace lo mismo con la primera. Pienso en términos como cuidado, amor, amparo, compasión, bondad, amabilidad,  respeto, admiración, consideración. Empecemos a desgranar estas palabras para esclarecer en qué lugares y en qué ficciones éticas nos depositan cada vez que las pronunciamos y nos pronuncian. En El aprendizaje de la sabiduría, José Antonio Marina comparte una preciosa descripción del cuidado. «Cuidar a otra persona es prestar atención a sus sentimientos, procurar ayudarle en sus problemas y estar interesado no solo en su bienestar, sino en su progreso, dos componentes de la felicidad». Casi setenta páginas después Marina vuelve a posar su mirada sobre el cuidado: «Cuidar es la actitud adecuada ante la vulnerabilidad de lo valioso». En su sentido prístino, el amor no vinculaba con la atracción física ni con la sexualidad, sino con el cuidado, con la protección de la fragilidad y la precariedad que supone haber sido nacido y colocado en una existencia con la que no nos queda más remedio que hacer algo hasta que se termine. El amor es la responsabilidad de que un yo cuide de un tú, una responsabilidad facultativa inspirada por las inercias del afecto. 

Cuidar, amar y amparar son verbos que indican tareas homólogas. El amparo es acoger al otro y guarecerlo de las intemperies que sitian la debilidad humana, pero cuidar, como se ha colegido antes, significa exactamente lo mismo. Estamos empezando a vislumbrar la sinonimia de las grandes palabras. La conducta que catalogamos como humana es aquella en la que uno se preocupa del otro, es decir, lo ampara y lo cuida para amortiguar su condición frangible, la de un ser menesteroso que no se basta a sí mismo ante el indomable tamaño de las dificultades anexadas a estar vivo. Al cuidarlo es bondadoso, porque la bondad consiste en cuidar y ampliar las posibilidades para que el bienestar y la tranquilidad comparezcan en la vida del otro. Esta donación de ayuda surge porque el receptor es considerado valioso, un sujeto portador de dignidad, el valor común que nos hemos arrogado los seres humanos a nosotros mismos por el hecho de ser seres humanos. Somos valiosos y tenemos dignidad porque una vez derrocada la necesidad podemos elegir libremente. Entre todo el repertorio de elecciones puesto a nuestra disposición, la más sublime de todas es la de los fines con los que dotar de sentido nuestra vida. Cuando cuido esa dignidad soy considerado y respetuoso con esa persona y, en tanto que me merece respeto, la incluyo en las mediaciones reflexivas en las que me pienso yo, puesto que mi mismidad está configurada de los lazos que me anudan a esa mismidad y al resto de mismidades con las que comparto la aventura humana. Cuando el otro no está bien cuidado, y mi alfabetización sentimental y la racionalidad ética están bien estructuradas e interiorizadas, siento compasión, el sentimiento en el que el dolor del otro me duele, y al dolerme elaboro planes de acción para neutralizarlo o erradicarlo de su cuerpo, o de su vida. Compartir el dolor atenúa el dolor, pero sentir su titularidad propende a neutralizar las causas. El lenguaje común nos dice que si la contemplación del sufrimiento de un semejante nos araña y nos punza, estamos siendo radicalmente humanos en nuestro proceder. Cuando mostramos imperturbabilidad o inatención ante el dolor del prójimo, el lenguaje sanciona esa conducta como inhumana.  

Cuando actúo compasivamente lo hago con amor, porque insisto que el amor es cuidar al otro, y cuidar al otro es estimar su dignidad, y atender su dignidad es la máxima representación de humanidad, que es el resumen en el que el otro me preocupa, y por ello le concedo atención, cuidado y respeto.  Este respeto es inseparable de la amabilidad, el modo en el que nos sentimos concernidos por nuestros congéneres para que nuestros actos hagan su vida más grata. Cuando se comportan respetuosa y afablemente con nosotros, tendemos a responder con agradecimiento, que es la respuesta con la que devolvemos el cuidado y la amabilidad recibidos. He aquí la intercambiabilidad de las palabras referidas a lo más humano de la vida humana, que precisamente es humana porque es compartida de un modo nodal. Todo es sinónimo de todo, y por eso toda reflexión que se sumerja en lo más profundo de nuestra vulnerabilidad se acaba explicando con la sencillez aplastante de las tautologías. También recurriendo al lenguaje de lo cotidiano, que alberga expresiones de una insondabilidad sobrecogedora y consigue que el papiltar de la vida se encapsule en expresiones de una asombrosa llaneza acientífica, inalcanzable para el lenguaje de la ortodoxia y el conocimiento. Cuando una persona incorpora a su conducta todo el mosaico de virtudes y sentimientos que he tratado de explicar aquí, entonces ese lenguaje sencillo nos permite decir que estamos delante de una buena persona. Yo, que me jacto de traficar con volúmenes ingentes de palabras, no conozco un elogio más grande y más bello. Quizá tampoco otro más emocionante.



Nota: Esta tarde pronunciaré una conferencia en el Círculo Mercantil de Sevilla a las ocho de la tarde con motivo del Quinto Aniversario de este blog. Hablaré de estas y otras reflexiones depositadas aquí a lo largo de estos cinco años. Estáis invitados. 



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