martes, octubre 08, 2019

El buenismo o la ridiculización de la bondad



Obra de Philip Muñoz
Ignoraba que el diccionario de la Real Academia ya recoge en sus páginas la palabra buenismo. He descubierto que es así desde diciembre de 2017. Admito públicamente que es un término que me provoca antipatía por su altanera connotación devaluativa. Cada vez que este concepto aterriza en mis tímpanos me tropiezo con alguien que intenta mofarse de quien no se resigna a fijar su mirada solo donde el mundo acoge hostilidad, egoísmo, explotación, envilecimiento, violencia, fagocitación. Podemos señalar por tanto que es buenista todo aquel que no comulga con una lectura unidimensional y ominosa del comportamiento humano, y postula que al lado de conductas abyectas también germinan numerosas conductas loables. El DRAE define buenismo como «actitud de quien, ante los conflictos, rebaja su gravedad, cede con benevolencia o actúa con extrema tolerancia». Luego agrega que es usado comúnmente en sentido despectivo. Conozco en carne propia su filo peyorativo, porque algunas de mis conferencias, en las que elogio la bondad y varias afectividades contiguas absolutamente necesarias para una convivencia vivible y digna, han sido motejadas de «buenismo discursivo». Quienes las bautizan así poseen un discurso de la naturaleza humana profundamente pesimista que suelen compendiarlo en que el mundo es una zahúrda o una ciénaga, y desde ese horizonte maximalista  acusan de baldía cualquier aportación. Los maximalismos y los maniqueísmos son eficaces atajos heurísticos, pero abrigan una paupérrima racionalidad argumentativa. Es muy tentador pero simultáneamente vacuo sentenciar con pomposo convencimiento que el mundo es un muladar ético y político. Es muy arduo y laborioso estudiar y urdir qué estrategias sentimentales, cognitivas, sociales, artísticas, deliberativas, políticas, podríamos llevar a cabo para que lo fuera en menor grado. Conviene recordar que en el paisaje de la deliberación no hay nada clausurado. El ser humano es una invención en perpetua construcción, una categoría ética en un sempiterno presente continuo, en ese inacabamiento que escruta Marina Garcés en Filosofía inacabada. Postular esta tesis no es buenismo. Es asumir una penetrante responsabilidad. Es conocer la realidad, pero tratar de mejorarla imaginando posibilidades.

Las mediaciones del lenguaje nos constituyen y crean el mundo. El buenismo es una expresión lingüística, pero también un alineamiento ideológico. El buenismo y su inseparable socarronería designan que quien bendice con adjetivos encomiásticos el mundo de los afectos y los cuidados del cuerpo y la dignidad es un ser ingenuo e inocente, porque la lógica del mundo precisamente sufre carestía de afecto y cuidado de los cuerpos y la dignidad. Nos hallamos en el epicentro de una profecía autocumplida. Si considero que el mundo es un lugar regido por sentimientos innobles, y por tanto es temerario conducirse por sentimientos y virtudes opuestas, perpetúo aquello que cuestiono. Con el buenismo no se ridiculiza el exceso de bondad, sino la bondad misma. Esta ridiculización o su estigmatización traen adjuntadas una cosmosivisón antropológica muy negativa, de tal modo que se colige que reprimir la bondad es una ventaja evolutiva. Esta interpretación me trae a la memoria una célebre frase del gánster Al Capone que inserté en su momento en las páginas de El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza: «Se consigue más con una pistola y unas palabras bonitas que solo con unas palabras bonitas». En más de  un curso he confrontado esta pedagogía del matonismo con los participantes y tras deliberar desembocamos siempre en la misma conclusión. Esta conducta malhechora me beneficia a título individual, pero es la peor posible si todos con los que comparto la convivencia la replican. En Pequeño tratado de los grandes vicios, José Antonio Marina recuerda que Dostoievski encontró muchas dificultades de inspiración para escribir la historia de un hombre bueno, y cuando finalmente pudo completarla la tituló El idiota. Idiota sería aquel que decide deliberar y persuadir con palabras bonitas allí donde todos los demás empuñan pistolas. He aquí la paradoja. La conducta del idiota nos parece estrafalaria e improcedente, y sin embargo es con mucha diferencia la más sensata si todos la eligiéramos como procedimiento para resolver nuestras desavenencias.

No sé si las casualidades existen, pero justo cuando me enfrento a la redacción de este artículo comparten conmigo la publicación de una entrevista a Víctor Küppersun en La Vanguardia. El titular es magnético: «La inteligencia está sobrevalorada, ser amable tiene mucho más mérito». Es una afirmación a primera vista plausible, pero no es inocua. En su envés se puede releer que la amabilidad y todas las virtudes colindantes se hallan en un dominio diferente al de la inteligencia. Si se elige la inteligencia como término comparativo de la amabilidad (podría ser cualquier otra virtud), la propia construcción de la comparación segrega inevitablemente la amabilidad de la inteligencia o, al revés, la inteligencia de la amabilidad, cuando la amabilidad es pura inteligencia. Necesitamos definir qué es la inteligencia para vincularla o desvincularla del mundo de la ética y de los estados afectivos que fabrica. Si sabiduría es la inteligencia aplicada a una vida buena (haciendo caso a Marina en el breve pero luminoso La inteligencia fracasada), y la vida buena sólo es factible en las interacciones que propicia la vida en comunidad, entonces ya no es posible la bidimensionalidad que genera tantos equívocos y sinsentidos. En las páginas de Crear en la vanguardia, el propio Marina trae a colación un estudio sobre qué es ser inteligente. Se realizó a estudiantes universitarios estadounidenses y a miembros de una tribu africana. Ambos colectivos estaban de acuerdo en prácticamente todo, salvo en un aspecto capital. Los universitarios estadounidenses pensaban que una persona inteligente podía ser mala. Los de la tribu africana consideraban que eso era imposible. Los americanos tenían una idea instrumental de la inteligencia, los africanos una idea afectiva. Hete aquí la misteriosa diferencia.



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jueves, octubre 03, 2019

Sexta Temporada del Espacio Suma NO Cero 2019 - 2020








La Buhardilla Producciones me ha regalado este pequeño vídeo de apenas un minuto para anunciar la recién inaugurada sexta temporada de este Espacio Suma NO Cero (y de paso explicarle a los nuevos lectores en qué consisten estos paisajes de escritura y reflexividad). Será un placer compartir con todas vosotras y vosotros los artefactos creativos de deliberación y pensamiento que nazcan durante estos próximos meses. La cita será los martes. Escribir es intentar domeñar el desorden, y para una tarea tan hercúlea y tan anímicamente fluctuante conviene construir intersecciones en las que los demás te ayuden a ello. Quiero agradecer vuestro enorme cariño lector, que me llega por las diferentes vías que facilita la comunicación digitalizada. Sois muy amables. Espero que mi escritura esté a la altura de tanta deferencia. Bienvenidas todas y todos a la sexta temporada. Un abrazo.

martes, octubre 01, 2019

Negociar es ordenar los desacuerdos


Obra de Serge Najjar
Negociar es el arte de ordenar la divergencia. Cuando dos o más actores negocian, no tratan de eliminar el disenso, sino de armonizarlo en una determinada ordenación para construir espacios más óptimos. Negociar es una actividad que se localiza en el instante en que se organizan los desacuerdos para dejar sitio a los acuerdos. En El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza (ver) expliqué el dinanismo de toda negociación, que sustancialmente es el proceso que inaugura la civilización humana: utilizar una tecnología para que las partes se hagan visibles (el lenguaje), invocar una ecología de la palabra educada y respetuosa (diálogo) y urdir tácticas inteligentes para concordar la discrepancia (argumentación). Una de las primeras reglas axiomáticas en conflictología señala que los conflictos son consustanciales a la peripecia humana, y por lo tanto es una tarea estéril aspirar a su extinción. Pero otra de esas reglas afirma que no se trata de erradicar la existencia del conflicto, sino de solucionar bien su irreversible emergencia. Un conflicto solo se soluciona bien cuando las partes implicadas quedan contentas con la resolución acordada. En la jerigonza corporativa se emplea la expresión ganar-ganar para explicar en qué consiste un buen acuerdo bilateral, pero es un recurso dialéctico que a mí me desagrada porque esgrime la dualidad ganar-perder inserta en el folclore de la competición. Si utilizamos imaginarios competitivos inconscientemente inhibimos los cooperativos. Una negociación no estriba en ganar, sino en alcanzar la convicción mutua y recíproca de que las partes en liza han levantado el mejor de los escenarios posibles para ambas. Gracias a este convencimiento uno se puede sentir contento. Parece una trivialidad, pero es este impulso afectivo el que dona reciedumbre a cualquier proceso negociador. Y perennidad a lo acordado.

En una negociación no se trata solo de alcanzar un acuerdo, sino sobre todo de respetar el acuerdo alcanzado. Para lograr algo así es imperativo salvar permanentemente la cara al otro. Esta maravillosa expresión la acuñó Erving Goffman, el padre de la microsociología. Se trata de no acabar nunca un acuerdo con una de las partes dañada en su autoestima. Es difícil alcanzar una resolución cuando en el decurso de hallarla los actores se faltan al respeto, señalan aquello que degrada a la contraparte, son desconsiderados con cada propuesta, enarbolan un léxico y una adjetivación destinada a depreciar o directamente destituir la dignidad del otro. Hace unos días una buena amiga compartió en las redes un antiguo texto de este Espacio Suma NO Cero del que yo me había olvidado por completo. Para publicitarlo entresacó una frase que es la idea rectora de este artículo: «No podemos negociar con quien pone todo su empeño en deteriorar nuestra dignidad». Me corrijo a mí mismo y admito que sí se puede negociar con quien se empecina en devaluarnos, aunque convierta en inaccesible pactar algo que sea a la vez valioso y longevo. Cuando una parte libera oleadas de palabras con el fin de lacerar el buen concepto que el interlocutor tiene sobre sí mismo, se complica sobremanera que el damnificado luego coopere con él. Dirimir con agresiones verbales las divergencias suele ser el pretexto para que las partes se enconen, se enroquen en la degradación adversarial, rehúyan cualquier atisbo de acuerdo.

Es fácil colegir que nadie colabora con quien unos minutos antes ha intentado despedazar con saña su imagen, o se ha dedicado a la execración de su interlocutor en una práctica descarnada de violencia hermenéutica: la violencia que se desata cuando el otro es reducido a la interpretación malsana del punto de vista del uno mismo. El ensañamiento discursivo (yo inventé el término verbandalismo, una palabra en la que se yuxtapone lo verbal y lo vandálico, y que significa destrozar con palabras todo lo que uno se encuentra a su paso) volatiliza la posibilidad de crear lazos, de encontrar puntos comunes que se antepongan a los contrapuestos. Para evitar la inercia de los oprobios William Ury y Roger Fisher prescribieron la relevancia de separar a las personas del problema que tenemos con esas personas. Tácticas de despersonalización para disociar a los actores del problema que ahora han de resolver esos mismos actores. En este proceso es necesario poner esmero en el lenguaje desgranado porque es el armazón del propio proceso. Yo exhorto a ser cuidadosos con las palabras que decimos, nos decimos y nos dicen. La filósofa Marcia Tiburi eleva este cuidado a deber ético en sus Reflexiones sobre el autoritarismo cotidiano: «Es un deber ético prestar atención al modo en que nosotros mismos decimos lo que decimos». Esa atención se torna capital cuando se quiere alcanzar un acuerdo.

En el ensayo Las mejores palabras (actual Premio Anagrama de Ensayo), el profesor Daniel Gamper recuerda una evidencia que tiende a ser desdeñada por aquellos que ingresan en el dinamismo de una negociación: «Si de lo que se trata es de alcanzar acuerdos duraderos, entonces no conviene insistir en aquellos asuntos sobre los que sabemos que no podemos entendernos». Unas líneas después agrega que «los términos de la coexistencia no pueden ser alcanzados si todo el mundo insiste en imponer su cosmovisión a los otros». Justo aquí radica la dificultad de toda negociación, que a su vez destapa nuestra analfabetización en cohabitar amablemente con la disensión. Si negociamos con alguien y alguien negocia con nosotros, es porque entre ambos existe algún gradiente de interdependencia. La interdependencia sanciona que no podemos alcanzar de manera unilateral nuestros propósitos, y que pensarse en común es primordial para construir la intersección a la que obliga esa misma interdependencia. Este escenario obliga a ser lo suficientemente inteligente y bondadoso como para intentar satisfacer el interés propio, pero asimismo el de la contraparte, precisamente para que la contaparte, a la que necesitamos, haga lo propio con nosotros. Contravenir este precepto es ignorar en qué consiste la convivencia.  



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