martes, octubre 29, 2019

La desaparición del sí mismo por uno mismo



Obra de Gabriel Isak
Acabo de concluir la lectura de un ensayo que me ha punzado. El verbo punzar me gusta mucho. Una de mis autoras favoritas lo utiliza habitualmente en sus textos, y cada vez que lo escribo me resulta inevitable acordarme de ella (y sonreír, puesto que me cae fantásticamente bien).  Punzar es herir con un objeto puntiagudo y, aunque su morfología no lo aparente, a veces los libros y su inseparable contenido se mimetizan en esos objetos. El ensayo al que me estoy refiriendo es Desaparecer de sí, del sociólogo y antropólogo francés David Le Breton. Breton es autor de las conocidas obras sobre la revelación terapéutica del caminar y su verificación de que somos cuerpo (Elogio del caminar), y la función reparadora del silencio (El silencio, aproximaciones). Uno de mis mejores amigos y yo llevamos varias décadas sosteniendo que aunque sobrevivir se ha vuelto más fácil que en épocas pretéritas, vivir es mucho más difícil (veinte años después de nuestra acientífica sentencia sospecho que ambas dificultades se han igualado peligrosamente). David Le Breton afirma algo idéntico cuando resume que «la vida es menos dura que antes, pero la tarea de ser un individuo es cada vez más complicada». Esta sofisticación alienta el deseo de ausentarse del sí mismo, dejar de ser quien uno es, soltar lastre, retirar capas hasta perder la visibilidad. La identidad como proyecto de responsabilidad personal provoca un agotamiento a veces tan inasequible que el individuo lo sortea desembarazándose del sí mismo. Desaparecerse se yergue como ejercicio de ingravidez, de quitarse de encima el esclavizante peso de una vida que no nos agrada y en cuyas pautas la opinión de nuestra autonomía apenas interviene. Desaparecemos porque estamos hastiados de ser el que somos, o porque queremos ser el que no somos, o porque el sí mismo en el que nos hospedamos nos extenúa y disgusta, mantiene insondables asintonías entre lo que nos exige y lo que nos reembolsa. 

Las personas dimiten de sí mismas porque están ahítas de la mismidad que son, o de la supeditación de esa mismidad a los mandatos deshumanizados de su alrededor y por tanto a la apreciación objetificadora del sí. Los dimisionarios del sí mismo están cansados de los imperativos de la normatividad para amoldarse a ella, a un sí mismo que capitula para ser aceptado en el aprisco social, que se adelgaza de autenticidad para ceder a los estándares, al cumplimiento estricto de expectativas ajenas, o a la despersonalización de un sí mismo nacido por la inseminación artificial de toda una época a la que ahora le debe hacer concesiones permanentes para no sufrir la anatematización. El autor denomina blancura a este instante de evaporación identitaria en la que el sujeto se escinde de la umbilicalidad del sí mismo. «Llamaré blancura a un estado de ausencia de sí más o menos pronunciado, a un cierto despedirse del propio yo provocado por la dificultad de ser uno mismo». La blancura es el momento en el que el yo ya no quiere saber nada de sí mismo, el deseo de dilución ante el alud de hartazgo que convierte al sí mismo en un fardo oneroso e insufrible. La blancura es el destino del individuo que acaba de divorciarse de sí mismo.

El oráculo de Delfos situado junto al monte Parnaso anunciaba el ahora celebérrimo «conócete a ti mismo», pero los que desaparecen de sí no quieren conocerlo, sino más bien romper la ligadura que los anuda a él. Anhelan tomar vacaciones de sí mismos. Recuerdo que en su segunda novela Juan Bonilla escribió que «la gente se suicida porque está harta de morirse». Se puede parafrasear y decir que las mujeres y los hombres desaparecen de sí porque están hartos del sí que le reclaman aquellos que no les dejan vivir. Desean ausentarse, diluirse, evaporarse. Esta subversión que acaba en divorcio del self se presenta de múltiples formas: desaparecer en el sueño, acudir a lugares ideados para la supresion identitaria, fatigarse a propósito, entregarse sacrificialmente al trabajo, tomar farmacopea variopinta, beber hasta coronar el síncope, deslocalizarse y despersonalizarse en la virtualidad de las redes, encerrarse como monjes y aislarse del mundo, envolverse en las inercias del abandono, acceder a la espiritualidad por diferentes vías, desaparecer sin dejar dirección, dejarse morir, etcétera. Desaparecemos de nosotros mismos para ingresar en la blancura, en ese estado en el que no hay mismidad que estilar conforme a cánones, responsabilidades que arrostrar, compromisos predadores a los que responder, mezquindades a las que claudicar. Esta desaparición puede ser gradual, paulatina, subrepticia, o abrupta, feroz, tajante. Puede ser definitiva o temporal, eviterna o interina. Se puede dar en la adolescencia, la juventud, la adultez y la senectud.  Desaparecerse es una pulsión que siempre está ahí. 

La desaparición es una tentación contemporánea hipertrofiada por las peculiaridades de un mundo que ha hecho del uno mismo una entidad totémica. Para explicarlo Breton cita a Alain Ehrenbergh y su obra La fatiga de ser uno mismo, que recuerda al libro El yo saturado de Kenneth J. Gergen: «Mientras que las obligaciones morales se han atenuado, las psíquicas han invadido la escena social: la emancipación y la acción extienden desmesuradamente la responsabilidad individual, agudizando la conciencia de ser solo uno mismo».  Como ciudadanía padecemos el cautiverio de una aporía de la que emana dolor: «La velocidad, la fluidez de los acontecimientos, la precariedad del empleo, los múltiples cambios impiden la creación de relaciones privilegiadas con los otros y aíslan al individuo. (…) El individuo hipermoderno está desconectado. Exige la presencia de los otros, pero también su alejamiento». Imposible no acordarse de la paradoja kantiana de la insociable sociabilidad y del mundo líquido del añorado Bauman. El individuo se siente angustiado y abrumado por una sensación de ajenidad en un mundo enmarañado por las obligaciones, las exigencias de reinvención, las apariencias, los convencionalismos, los compromisos, el reconocimiento, el permanente entrenamiento de nuevas habilidades, la pugna meritocrática, la alienación, las nuevas soledades, las violencias estructurales, la ausencia de relatos que brinden sentido. Quiere ausentarse de un sí mismo del que se siente rehén.  Huir de la restrictiva adherencia del sí mismo. Nadificarse e invisibilizarse ante un mundo que le cuestiona permanentemente. Desaparecerse para no sentir el agotamiento de serse.


Artículos relacionados: 

martes, octubre 22, 2019

Psicoterror laboral


Obra de Claudia Kaak
Es sobrecogedor comprobar lo fácil que resulta destituir la dignidad de un ser humano cuando se halla confinado en una situación de abuso de poder. Es tan sencillo y escalofriante que podemos bautizar esta práctica como psicoterror, violencia urdida con gélida racionalidad y rotunda ausencia del más mínimo ápice de empatía sobre una persona con el fin de lograr su demolición interna. El término psicoterror laboral es el título de uno de los capítulos del libro de Iñaki Piñuel Mobbing. Cómo sobrevivir al acoso en el trabajo. Hace unos años escribí un artículo titulado La violación del alma, que acabó depositado en el ensayo La capital del mundo es nosotros (ver). La impactante expresión designa el absentismo psicológico de una persona martirizada por el psicoterror laboral. La extraje de las páginas finales de otro de los trabajos de Iñaki Piñuel titulado La dimisión interior. Piñuel es uno de los autores más reputados a la hora de abordar los homicidios morales y psíquicos que se producen en los acosos de distinta genealogía. Acabo de concluir el ensayo Desaparecer de sí del sociólogo francés David Le Breton. En sus sorprendentes páginas se habla de las muchas dimisiones interiores que vivimos los seres humanos en nuestro afán de encontrar un lugar en el que no tener que arrostrar el peso gravoso de una personalidad configurada a imagen y semejanza del discurso hegemónico con el que no comulgamos, los convencionalismos y su duro pliego de condiciones que nos obliga a batirnos contra nosotros mismos, la égida de una homogeneidad que estigmatiza al diferente y nos impele a recomponer nuestras preferencias y contrapreferencias desobedeciendo al ser que nos gustaría ser. De entre todas estas desubjetivaciones, quizá la más aterradora sea la del desistimiento del uno mismo como medida de supervivencia para sobrellevar la presencia de un depredador que anhela convertir tu dignidad en su festín diario.

Este despojamiento del sí mismo puede ocurrir en cualquier ámbito de las interrelaciones humanas, pero el medio ambiente laboral está dotado de unas singularidades que propician su proliferación y la profundidad de la agresión. El acoso en el medioambiente laboral participa de la idiosincrasia de un abuso de poder, pero también de debilidad. El abuso de debilidad ocurre cuando una persona se aprovecha de otra gracias a su vulnerabilidad y fragilidad afectivas. La esfera laboral facilita e incluso hipertrofia estas condiciones quebradizas. El motivo es muy sencillo. Como estructuramos el curso de la vida humana en torno al empleo (que es el suministrador de ingresos que a su vez son los garantes de la supervivencia y del acceso a planes de vida), es fácil presentir las relaciones de sumisión y de degradación que pueden brotar allí a cambio de no perder una remuneración estable. Este sometimiento se recrudece cada vez que los avances tecnológicos eliminan empleos, aunque no reduzcan nada el trabajo como principio rector de la vida humana. Los hallazgos de la tecnología y los procesos de robotización y autonomización de las tareas aumentan el número de población excedente (según la brillante terminología de Zygmunt Bauman), un segmento de ciudadanos perpetuo (aunque se renueven algunos de sus miembros) que no accederá al mercado laboral pero cuya existencia desempleada se torna amenaza necesaria para la devaluación salarial y la disciplinaria mansedumbre de los empleados. Gracias a ese ejército excedente el empleado se subsumirá en una condición cada vez más subordinada, más gregaria, menos resistente. Son las condiciones privilegiadas para que un depredador se encuentre con todos los semáforos en verde para tomar la avenida principal de la depredación. 

Iñaki Piñuel califica con acierto estos lugares de acoso como un «gulag laboral». El lugar de trabajo puede devenir en marco idóneo para que no haya demasiadas discordancias entre el rol de trabajador y el de súbdito. La docilidad es hija del miedo, tendemos a la resignación cuando lo contrario conmina el equilibrio en el que se sujeta nuestra vida, y para no caer en ninguna punzante disonancia cognitiva releemos esa resignación con sustantivos benévolos e incluso laudatorios. La segunda gran característica de estos contextos es tan central y necesaria como la primera. El empleo se ha erigido en el mayor proveedor del guion identitario de un individuo. Comparto aquí la definición de identidad que coloca en las últimas páginas de su ensayo David Le Breton: «El sentimiento de identidad es el lugar permanentemente en movimiento donde el individuo experimenta su singularidad y diferencia (…) Es el reservorio del sentido que rige la relación con el mundo del individuo». El lenguaje coloquial delata con una pavorosa sencillez cómo el cosmos laboral ha monopolizado los resortes identitarios de una persona. «¿Qué eres?» es una pregunta comúnmente aceptada como sustitutiva de «¿en qué trabajas?». El desempeño laboral se aúpa en impronta ontológica, dota de identidad y en muchos casos es la única posibilidad de acceder a la aplicación de los Derechos Humanos. Con estas dos peculiaridades, si alguien no tiene escrúpulos pero detenta una relación asimétrica de dominio en un entorno de subordinación y a la vez de producción de identidad, es relativamente sencillo profanar el alma de un par. Como afirma Piñuel en su bibliografía, no es casual que los dos lugares más frecuentados por los depredadores sean la cárcel y el trabajo.

Los depredadores saben que el tesoro más preciado que pueden colocar en sus vitrinas es la voluntad de un ser humano. No le interesan los objetos, sino el sujeto, concretamente convertir al sujeto en un objeto, en «su» objeto. El poder en su sentido más abyecto y perverso no reside en la maleabilidad de la conducta, sino en la subyugación de la voluntad. La conducta se puede modular con la administración calculada de premios y castigos. La voluntad se puede configurar a imagen y semejanza con las estrategias de la manipulación, la persuasión y la argumentación, pero también con la humillación gradualmente multiplicada, una humillación tan incansable que logre escalonadamente la usurpación de la soberanía de los actos, la rendición sin el uso de la fuerza aparatosa y detectable, la renuncia interior de la víctima, la dilución de su singularidad, la destrucción de un yo con capacidad volitiva. En su libro El acoso moral, el maltrato psicológico en la vida cotidiana, la psiquiatra y victimóloga francesa Marie-France Hirigoyen, que años después radiografió el abuso de debilidad en otro ensayo esclarecedor, enseguida recalca que «el primer acto del depredador consiste en paralizar a su víctima para que no se pueda defender». 

El depredador no es un psicópata como los que estereotipan las maniqueas series de televisión, es alguien que se enmascara en la normalidad y se camufla en una imagen positiva. Es muy variado el catálogo de su sistemática y racionalizada violencia psicológica sin que además deje trazas que lo incriminen: ningunear la plausibilidad del desempeño de su víctima, desacreditar, manipular, atosigar, vejar, calumniar, insinuar, chantajear, ridiculizar, descalificar, escarnecer, insultar, incomunicar, aislar, castigar con silencio o avasallar con llamadas, implantar normas arbitrarias, fiscalizar la intimidad, reprender en público, obscenizar los gestos, hurtar de sentido las tareas que solicita, sabotear lo bien hecho, encargar labores de una absurdidad ultrajante, atribuir responsabilidades que o bien son ofensivas por hallarse muy por debajo de las competencias de su víctima o bien son inasumibles porque están muy por encima, sobrecargar su trabajo, amenazar con el despido, desequilibrar con horarios aleatorios o inicuos, hipervigilar, profanar la intimidad, cohibir, paralizar, estresar, retirar recursos para que no se pueda realizar eficazmente lo encomendado. Cuando toda esta suma de hostigamiento se cronifica y se naturaliza por parte de todos los implicados (depredador, depredado y espectadores), la víctima acaba dudando de sí misma y victimizándose. Los espectadores la revictimizan al justificar al victimario e incluso tildar a la víctima de cómplice y responsable de lo que le ocurre. El depredador inutiliza a la víctima y además se relame verificando cómo los testigos oculares se ponen de su lado cuando confirman la inepcia de su presa, como lo señala su inoperancia e irresolución, o la castigan con la acusación de pusilánime en vez de socorrerla. Si la víctima necesita imperiosamente los ingresos del empleo, implementará una estrategia de supervivencia. Bienvenidas y bienvenidos al momento en que un ser humano está a punto de dimitir de sí mismo. El momento exacto en que una persona muere sin necesidad de morir.






Artículos relacionados: 
La violación del alma. 
El abuso de debilidad y otras manipulaciones.  
¿El mobbing es un conflicto?