martes, febrero 18, 2020

Prácticas de transgresión: caminar, leer, estar en silencio




Obra de Nigel Cox
Una práctica de transgresión es aquella que desobedece y quebranta el discurso hegemónico de un mundo que privilegia la celeridad y la rentabilidad económica, y tiende a minusvalorar todo lo demás. Suele ocurrir que todo lo que se solicita con urgencia alberga una importancia minúscula para las cuestiones conspicuas. Lo verdaderamente relevante y transformador necesita el concurso del tiempo y la comparecencia de la porosa lentitud, nada que ver con el apremio patrocinado por la retórica de la producción y la financiación. Hace poco escribí para un texto que «si hay mucha prisa en hacer algo, con bastante probabilidad ese algo no tiene la menor importancia para lo importante de la vida». La prisa es una invención de un capitalismo que necesita producir cada vez más y cada vez más aceleradamente, e inventar relatos del ser y el tener que azucen el deseo de que lo producido y ofertado sea canibalizado con voracidad consumista para que se agote cuanto antes, y proseguir así el bucle de la maquinaria, pero incrementando la velocidad en cada nueva rotación para a su vez aumentar progresivamente los márgenes. El proceso es inacabable, pero para que no pierda cadencia requiere explotación y deshumanización.

David Le Breton es autor de dos ensayos que invitan a lentificar la vida para entenderla y sentirla mejor. Uno de ellos trata sobre la revelación terapéutica del caminar y su verificación de que somos cuerpo (Elogio del caminar), y el otro sobre la función reparadora del silencio (El silencio, aproximaciones). Utilizar nuestra arquitectura corporal, que ha sido diseñada para andar, y abrazarse a la presencia acogedora del silencio, son formas de resistencia política, un posicionamiento de contrapoder en un mundo sobrecargado de celeridad crónica, incontinente ruido, palabrería huera y alienante, polarización de los juicios, medios de comunicación acríticos y chillones vertiendo sin pausa información desconectada de significado. Los tiempos del caminar son tiempos disidentes, confabulan contra esa competitividad erigida en eje axial de la vida humana. Caminar despacio atendiendo a lo que ocurre en nuestro derredor se yergue en crítica vivencial a un discurso que ordena ligereza y prontitud, e incita al atajo. Caminar transmuta nuestra relación con el tiempo, pero también con el cuerpo, y con el silencio, puesto que caminar es una manera muy fértil de que yo y yo acaben entablando una conversación llena de matices.  «Caminar es vivir el cuerpo», «caminar es un método tranquilo de reencantamiento del tiempo y del espacio», «el caminante es quien se toma su tiempo y no deja que el tiempo lo tome a él», sostiene Le Breton. 

El apresuramiento nos impide remansarnos e interpelarnos en los espacios y en los tiempos, que son  dos dimensiones insoslayables para el enraizamiento de la confianza y los afectos. La celeridad sabotea tejer vínculos profundos de interacción y deshilacha aquellos que una vez estuvieron trenzados. La prisa liquida el mundo y lo degrada en mundo líquido (en la acertadísima expresión acuñada por Bauman). Me resulta imposible no citar aquí la experiencia lectora, que calca muchas de las virtudes del caminar. La pausa y reflexión que requiere la práctica de la lectura absorta es una forma de abdicar de la lógica de la vida contemporánea sobrecargada de horarios, tareas y el absolutismo del tiempo remunerado (al margen de lo que supone conversar con mentes privilegiadas que han tenido la deferencia de compartir con nosotros sus ideas articuladas en lenguaje escrito). Más todavía. Leer es pura insumisión a un mundo que pugna por arrebatar nuestra atención con el fin de dispersarla primero y vaciarla de criterio después. La autonomía consiste en colocar la atención allí donde lo elegimos nosotros, y no una entidad heterónoma. Leer cultiva esa autonomía porque nos devuelve la soberanía sobre nuestra atención, el botín más preciado en la civilización digital. Y, como diría Emilio Lledó, nos permite aprovisionarnos de un lenguaje que nos pueda defender.

Cada vez se camina menos puesto que cada vez los sitios cotidianos están más lejos (la gentrificación expulsa a las personas de los centros de las ciudades) y los trayectos son más largos (y no disponemos del tiempo ni de la energía atlética suficientes como para desplazarnos andando). Sin la parsimonia metaforizada en el caminar y en el leer y sin el silencio como acceso al musitar palpitante de las cosas, la ensordecedora sonoridad del mundo y su zumbido epocal anestesian las condiciones de la deliberación reflexiva. El silencio es una forma de cuidarnos, puesto que solo en el silencio podemos tomar perspectiva sentimental y política suficiente para atender al ser que somos y que existe al lado de otros seres que también son y también existen junto al nuestro.  Hace poco le leí a mi admirada Remedios Zafra que «el exceso de información opera como una forma de ceguera porque es inabarcable». El silencio y la invisibilidad nos permiten desconectarnos y desintoxicarnos del alud de información que por su tamaño y su apresuramiento impiden que permeen afectiva y epistémicamente en nosotros. Invisibilizarse también es transgresor en un mundo en el que casi todos visibilizamos casi todo.


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martes, febrero 11, 2020

La contraempatía

Obra de Takahiro Hara
La contraempatía es el sentimiento que emerge cuando uno se siente bien ante la contemplación de un otro que se siente mal. Otear su desazón provoca regocijo, la aflicción ajena opera como una motivacional palanca de hedonismo en el espectador. No digo que observar el golpeteo de la adversidad en la vida ajena provoque indolencia, lo que significaría una muy baja tasa compasiva en el sujeto, o catarsis, puesto que el conocimiento se edifica desde la comparación, sino que produce alegría, justo el antagonismo de lo que deberíamos sentir si estuviéramos bien alfabetizados sentimentalmente y en nuestro interior latiera «un buen corazón», como advierte con su habitual bagaje poético el lenguaje familiar. El idioma alemán está provisto del término schadenfreude, el deleite que despierta calibrar la desventura del otro, un otro cuya singularidad es que pertenece a nuestro mundo en alguno de los diferentes gradientes sociales, no un otro anónimo o abstracto.
 
La primera vez que me crucé con el término contraempatía fue en Los ángeles que llevamos dentro de Steven Pinker. Su infrecuencia en el vocabulario puede anunciar su infrecuencia en las prácticas sociales, pero me temo que no es exactamente así. Aunque el despliege de lo contraempático nos parezca una práctica afectiva inusitada, se da más de lo que parece, solo que en muchas ocasiones se inadvierte, en otras nos provoca pudor comunicarla, y en otras tantas ya se ha naturalizado y por tanto invisibilizado, lo que habla mal de nuestro mundo afectivo. Pondré un ejemplo muy elocuente. Llevo un tiempo observando cómo en las redes sociales se ha popularizado una prescipción sobre la felicidad que, aunque aquí la cito literalmente, alberga una deriva que es extrapolable a otros enunciados similares. La receta dice así: «Sé feliz, aunque solo sea  por fastidiar a los demá. Cada vez que me he encontrado con este meme en el mundo pantallizado he descubierto con sorpresa que recibe una verdadera inundación de likes. Aparte de mis serias dudas sobre la existencia de la felicidad más allá de mera ideación reguladora, la felicidad se prescribe no para nutrirnos de ella, sino para provocar tristeza en el otro, que será el verdadero alimento que nos donará júbilo, grandes cantidades de shadenfreude. Hay mucha polución afectiva cuando el disgusto del que nos contempla felices es nuestra auténtica felicidad. Esta contaminación ocurre muy a menudo entre los aficionados de equipos deportivos de acérrima rivalidad, lo que refrenda la tesis de que la competición deportiva no solo es producción de espectáculo y entretenimiento, sino una manera de incardinar una lógica en nuestra relación con los demás.

En mis cursos es raro que no relate la anécdota de un anuncio publicitario con el que colisioné a diario hace un tiempo en las páginas de un periódico de tirada nacional. Se anunciaba un viaje al Caribe en el período otoñal, porque «otoño es la mejor época para viajar al Caribe». Recuerdo que al instante me inquirí a mí mismo por qué otoño era el mejor momento para ese viaje, y la publicidad ofrecía más abajo la corrosiva respuesta:  «porque es cuando más envidia puedes dar a tus conocidos». Se siente envidia cuando uno se entristece al observar la prosperidad del otro, pero dar envidia es justo lo contrario, mostrar nuestro holgado bienestar o la adquisición de un bien o un mérito con el fin de que sea el otro el que se aflija al verlo. Según la retórica del eslogan, la alegría no la proporcionaba el viaje al Caribe en sí, sino la tristeza que dispensaríamos en nuestro círculo cuando se enteraran de que nos habíamos ido de viaje justo cuando ellos reemprendían sus trabajos tras el vacacional estío.

En el discurso social se consiente una excepción de contraempatía, un instante ritualizado en el que hay permiso colectivo para mostrar la envidia o la posibilidad de que nos entristezca la alegría ajena sin que este sentimiento sea desaprobado. Ocurre cuando uno juega a la lotería y lo hace, según sus propias palabras, porque «no soportaría que a mis compañeros les tocara el gordo y a mí no». Se trata de envidia preventiva. Del mismo modo que sin prosperidad no se activa la envidia, ni la compasión sin infortunio, tampoco puede haber contraempatía sin desgracia sobre la que solazarse. El contraempático es muy empático, lo que evidencia la segregación de la empatía y la ética. Es muy empático porque se pone perfectamente en el lugar del otro, y precisamente por eso tiene la capacidad de pronosticar y entender su tristeza, y alegrarse por ello. Dicho de otro modo. Se puede ser muy empático y muy poco compasivo.


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martes, febrero 04, 2020

Cuidarnos porque somos vulnerables

Obra de Gottfried Helnwein
Cuidar y curar comparten semántica, pero también equivalencia experiencial en las prácticas y los vínculos que tejen vida compartida. Curar proviene del latín curare, cuidar, preocupar. Cuando cuido, curo; y cuando curo, cuido. Cuidar pero también cuidarse son actividades inexcusables que devienen herramientas sentimentales y cívicas, porque al cuidar y al cuidarme me vuelvo cuidadoso, y al volverme cuidadoso me tengo en cuenta y tengo en cuenta diligentemente al otro, que es una definición muy válida tanto de justicia como de respeto. Todo aquello que se traduce en acción se aprende y se afina haciendo, de ahí que cuando cuidamos aprendemos a ser cuidadosos, y cuando nos esmeramos en ser cuidadosos internalizamos el cuidado en nuestro repertorio comportamental. Etimológicamente cuidar proviene de coidar, y este a su vez de cogitare, pensar. Cuando pensamos profundamente y nos entregamos a lucubraciones sobre nuestra inserción en el mundo, resulta inevitable pensar atentamente en el otro y en nuestra interacción con él, puesto que es en esa experiencia unísona donde radica la palpitación de la vida.  Ese otro cambia la acción de cuidar. No es lo mismo cuidar algo que cuidar a alguien.

A mediados de los noventa del siglo pasado mi admirado Franco Battiato publicó la canción La cura, una maravillosa tonada en la que hablaba del cuidado. De hecho, en su versión española se tituló así, El cuidado. Fue la canción del año en Italia. La primera estrofa de la letra es fantástica y evidencia cómo el cuidado y la preocupación son sinónimos: «Te protegeré de los miedos a la hipocondría, de los trastornos que desde hoy encontrarás en esta vida, de las mentiras y las injusticias de tu tiempo, de los fracasos que por tu talante fácilmente atraerás». Esa cura es la protección, el guarecimiento, el saber que nuestra vulnerabilidad no es accidental, sino ontológica. Somos vulnerables porque somos humanos y somos humanos porque somos vulnerables. La canción enseguida se convirtió en una nana que los padres tarareaban a sus hijos más inermes, que es junto con la senectud uno de los instantes biográficos donde la vulnerabilidad deja de ser una idea abstracta y se hace tactilidad y presencia. Existe otra palabra que nos puede ofrecer muchas pistas semánticas sobre el cuidado y su protagonismo en cualquiera de las parcelas humanas. Seguridad proviene del latín sine cura, es decir, sin cuidado, exento de preocupación. Nos sentimos seguros cuando no nos tenemos que preocupar. Cuando nos aconsejan poner cuidado es que vamos a adentrarnos en el interior de una actividad que requiere concentración cejijunta o que es peligrosa. Peligro es todo aquello que conmina con desbaratar nuestro equilibrio. Solo depositando cuidado en nuestra acción podremos soslayar la amenaza y salir indemnes.

La ética del cuidado es tan culminal que ignoro por qué es un tema lateral en la agenda política y en la conversación pública. Afortunadamente ya hay autores que reclaman para el cuidado la misma entidad que la justicia. Del mismo modo que existe la justicia gratuita, toda persona debería ser cuidada en el supuesto de necesitarlo, supuesto que evidentemente la biología y los imponderables consustanciales a estar vivo se encargarán de que deje de serlo en cualquier súbito instante. Los cuidados que todos los seres humanos necesitamos se manifiestan en tres grandes áreas de acción que se interfluyen en un dinamismo que transversaliza todos los ámbitos en los que habitamos: el cuerpo, el entramado afectivo y los Derechos Humanos, es decir, el ámbito privado, el intersubjetivo y el político. Dicho en tres palabras muy sencillas: salud, sentimientos buenos y dignidad. La compasión latina o la sympathia griega es el sentimiento fundacional para cultivar esta gramática ciudadana que se puede sintetizar en cuidarnos como corporeidades obsolescentes que somos; cuidarnos como seres sintientes imantados hacia el afecto y programados para quedar abatidos ante aquello que nos irrespeta; cuidarnos como seres valiosos que necesitan unos mínimos para cultivar autónomamente unos máximos con los que singularizarse y sacar brillo a su dignidad (la capacidad de elegir fines que solo puede ejercerse cuando el absolutismo de la necesidad biológica está contrarrestado). También ese cuidado ha de prestarse como un deber inteligente a la naturaleza que nos permite estar vivos y al resto de animales con los que compartimos el planeta. Si se piensa bien, cuidar, que no en vano proviene de cogitare, es cuidarse.



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