martes, marzo 10, 2020

La alegría es más fiable que la felicidad



Obra de Silvio Porzionato
Ayer pronuncié la conferencia La invención de los sentimientos buenos. Los sentimientos son sistemas de evaluación de todo lo que nos afecta (somos seres con la capacidad de la afectabilidad) y en función del resultado de ese proceso informativo y evaluativo se generan los diferentes afectos y las distintas predisposiciones comportamentales. Los sentimientos responden a la incesante pregunta de cómo nos van las cosas, si la habitualmente esquiva y huraña realidad concede derecho de admisión o no a nuestros deseos y a nuestros proyectos. Los sentimientos son el resultado del ejercicio de la cognición operando sobre la afectabilidad, y cuando una emoción es pasada por el tamiz cognitivo se convierte en sentimiento, o, según la terminología de Antonio Damasio, en una emoción secundaria. Muchos sentimientos se nutren de emociones, pero hay otros que no. Los sentimientos autorreferenciales o los sentimientos sociales o los preventivos se componen en muchas ocasiones al margen del concurso de los dispositivos emocionales insertos en nuestro aparataje límbico, o con muy poca participación de su parte. En su descomunal Teoría de los sentimientos Carlos Castilla del Pino señala que los sentimientos organizan axiológicamente la realidad del sujeto. La esfera sentimental por lo tanto nos adentra en el orbe ético, y la ética, como reflexión sobre cómo me comporto conmigo y con los demás, ordena nuestra esfera sentimental en una especie de bucle que va refinando nuestra instalación en el mundo de la vida compartida. Este es el motivo de que rara vez hable de inteligencia emocional, porque las emociones no están mediadas por la valoración ética. Por eso en mis paseos nómadas por la oralidad cito tan a menudo al gato que llevo educando los últimos años. El gato posee como mínimo la misma inteligencia emocional que cualquiera de nosotros, pero a diferencia de nosotros no posee un proyecto ético con el que evaluar su vida para convertirla en vida sentimental. El círculo virtuoso al que nos lleva esta simbiosis de lo desiderativo, lo deliberativo, lo ético y lo afectivo es que hay que pensar bien para elegir bien, elegir bien para sentir bien, sentir bien para desear bien, desear bien para vivir bien, vivir bien para convivir bien, y convivir bien para pensar bien, así en una circularidad siempre en tránsito. ¿Y para qué quiere el animal humano pensar y convivir bien? La respuesta teorética es sencilla. Para que cada uno de nosotros disponga de la posibilidad de elegir aquello que le haga vivir con alegría. 

Al exponer ayer este postulado como punto final, advertí con agrado que en ningún momento de mi intervención había utilizado la palabra felicidad. Constatarlo me hizo sonreír. En el turno de preguntas participé a los asistentes (mayoritariamente profesoras) mi satisfacción. Les anuncié que no había verbalizado en ningún momento la palabra felicidad, y que eso me alegraba sobremanera, porque desde hace ya un tiempo me he propuesto desterrar este término de mi vocabulario. Las palabras se desgastan por su mal uso y pueden llegar a ser inútiles por su abuso. Si alguien quiere corromper el mundo empezará por corromper las palabras que denotan ese mundo. Empiezo a sospechar que la felicidad tal y como se cartografía en el mapa de los valores neoliberales no existe. Existe el constructo, el vocablo, que creo que funciona como una kantiana idea reguladora de la razón, pero no alberga existencia sentimental real. Me viene ahora a la memoria el ensayo La felicidad paradójica de Lipovetsky donde demuestra las enormes aporías en las que vivimos como seres aspirantes a la felicidad, y donde más que de felicidad habla de confort, bienestar, hedonismo, alegría. Con su apabulllante indeterminación semántica, la felicidad se ha erigido en una ideología que produce cantidades ingentes de tristeza, frustración e indignación, aunque luego esa misma ideología reprende a quien las padece afirmando que la tristeza es una deficiencia psicológica, la frustración una mala administración del deseo, la indignación una pésima gestión de la resiliencia. Se trata de una tiránica idea de la felicidad destinada a fortalecer la gigantesca industria del pensamiento positivo. Una felicidad fetichizada como opción individual vinculada al mercado que neglige cualquier aspecto social y político (justicia) como presupuesto para la emergencia de la propia felicidad. Una felicidad puramente neoliberal. Individualiza los problemas estructurales y por tanto también lleva al ámbito privado las soluciones.

En el ensayo Happycracia de Edgar Cabanas y Eva Illouz se desmantela esta ideología de la felicidad vacua que crea profusa hipocondría emocional, o happycondriacos, como afirman con brillantez léxica los autores. Afortunadamente, como le escuché a Cabanas en una interesantísima conferencia Tedx, «de esta felicidad se puede salir». Sin embargo, y una vez hecha esta crítica de la razón feliz, yo quiero vindicar a continuación la plausibilidad de la alegría, la congratulación, el júbilo, el entusiasmo, el paroxismo, la plenitud, la satisfacción, el orgullo que proporciona aquello que forma indisoluble parte de lo que brinda sentido a nuestras vidas cuando lo hacemos bien. En nuestro entramado afectivo se alojan sentimientos que nos propulsan y nos saturan de una energía que hace que no quepamos de gozo en nuestro propio cuerpo, saltemos de alegría aunque no nos movamos del sitio, nos desbordemos de puro contentos y vayamos al encuentro del otro para que recoja ese desbordamiento que siempre solicita ser compartido. Es muy fácil saber cuándo estamos alegres, pero no lo es tanto descifrar si somos o no felices.  En las páginas finales del ensayo Las palabras rotas, Luis García Montero llega a una conclusión esquemática, pero de una hondura insondable: «Necesitamos en los labios unas pocas palabras verdaderas». Añadiría que por supuesto que necesitamos esas palabras, pero sobre todo saber por qué son verdaderas. De entre esas palabras sustituiría la palabra felicidad por la de alegría. Es mucho más sencilla y menos equívoca. Mucho más fiable y menos manipulable. Mucho más transparente y menos laberíntica. Es una de esas palabras verdaderas que como animales políticos necesitaríamos colocar en los labios y sentirla en el cuerpo mucho más a menudo para decirnos a nosotros mismos que estamos conviviendo bien.


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martes, marzo 03, 2020

Hablemos de la soledad, de su creación y su subsanación


Obra de Nigel Cox
El dictado neoliberal produce soledad al desapropiarnos de enormes cantidades de nuestro tiempo en favor de los indiscutidos tiempos de producción. Cada vez entregamos más porcentajes del tiempo del que está constituida nuestra vida a ese tiempo productivo. El mercado laboral nos canibaliza más horas al día y más años de la biografía, pero también hemos hipertrofiado el tiempo y la financiación dedicados  a la cualificación que nos permita competir por el acceso a ese mercado laboral que si se alcanza aplicará una pantagruélica fagocitosis a nuestro tiempo. Parece que la inteligencia humana es incapaz de orquestar la vida productiva de tal modo que una persona pueda disponer simultáneamente de tiempo, recursos y tranquilidad. Si uno de estos vectores se da, es porque los otros dos flaquean, así en todas las combinaciones posibles. Sospecho que esta incapacidad se debe a que hemos extirpado de nuestras deliberaciones políticas qué debería ser una vida que consideremos digna de ser vivida.

El modelo de vida implantado bajo la égida de la rentabilidad monetaria deshilacha a toda velocidad los lazos afectivos y perpetúa poco a poco una soledad tanto en su viraje sentimental como social. Es fácil detectarlo. La disponibilidad, la flexibilidad, la movilidad y la precariedad son exigencias lesivas e incluso me atrevería a decir que deletéreas para entretejer afectos y comunidad. La obstinada estigmatización de la zona de confort por parte de los gurús de la autoayuda delata cómo la lógica capitalista requiere individuos sin raíces, individuos descomprometidos y líquidos sin más plan de vida que autorrealizarse a través de las propuestas del mercado. Richard Sennet teoriza que este miedo a la estabilidad ha sido inoculado por un capitalismo que precisa recursos humanos volátiles y desarraigados para satisfacer las siempre voraces exigencias lucrativas de las corporaciones. Nuestra zona de confort sería una zona de disidencia al capital. De ahí su estigma. Pero esta lógica no solo se ha apropiado de nuestros tiempos, también de nuestros espacios. La otrora acogedora casa, esa hogareña trinchera donde nos protegíamos de la beligerancia exterior, es ahora asimismo otro lugar para el tiempo productivo, del que nunca desconectamos porque tanto la digitalización como todo un séquito de dispositivos hacen que la desconexión no solo sea imposible, sino que esté desaprobada e incluso tácitamente proscrita. Una persona puede estar días enteros incrustado en tiempos de producción sin abandonar tan siquiera su habitación. Me viene ahora a la memoria el ensayo Un cuarto propio conectado, (ciber) espacio y (auto) gestión del yo de Remedios Zafra.

Los afectos comunitarios requieren presencia física en los entornos y compartir cariñosamente los ires y venires con los que se nutre la vida, y ese estar presencial ha quedado por completo al albur de los tiempos de producción. Al perder soberanía sobre nuestro tiempo, nuestro espacio y nuestras decisiones, perdemos soberanía sobre los tiempos, los espacios y las decisiones destinados a relacionarnos afectuosamente con el otro. En el artículo de la semana pasada, Individualismo no es autosuficiencia (ver), citaba al filósofo norcoreano radicado en Alemania Byung-Chul Han. En La expulsión de lo distinto postula que los tiempos del otro no son tiempos productivos, por eso el otro ha sido arrumbado de lo que consideramos relevante en nuestro yo.  Como la vida humana es humana porque se entreteje con otras vidas que dan vida a nuestra vida, y viceversa, un yo sin otros yoes con los que intercambiar afectos y situaciones ajenas a las prácticas dinerarias sería un yo que acabaría mineralizado por la soledad. Es obvio que aquí me refiero a la soledad en su vertiente negativa. Como muy bien explica Marie France Hirigoyen en Las nuevas soledades, «nos encontramos ante una paradoja: un mismo término remite al mismo tiempo al sufrimiento y a la aspiración de paz y libertad».  Aquí hablo de la soledad no deseada, esa soledad que desobedeciéndonos rapiña en nuestras entrañas. 

Este asunto no es fútil en un momento en que la soledad depreda la vida de mucha gente, y no solo la de gente de edad provecta. Hace poco leía en El Diario.es un artículo firmado por Daniel Noriega en el que se explicaba cómo la globalización, la tecnología, el individualismo, el despotismo laboral, la demonización de la estabilidad, destruyen sin prisa pero sin pausa los círculos íntimos y las redes de apoyo. «Antes nacías en una ciudad y lo normal era que vivieras en el barrio de tus padres o en el de al lado. Ahora puedes tener un hijo en Zaragoza, que estudie la carrera en Madrid, el máster en Londres y se vaya a trabajar a Alemania o a la India. El día que te haces mayor, estás solo, porque aunque te quiera mucho, no te vas a ir a vivir con él a la India». A mí me sobrecoge escuchar los relatos de trabajadoras sociales en los que testimonian que hay personas mayores que solo desean que alguien les coja la mano para sentir de nuevo el contacto humano y que les presten unos minutos de atención para que sus palabras en vez de revolotear silenciosas por su cerebro salgan de sus labios y acaben depositadas en los tímpanos de otro ser humano. Son personas acuchilladas por una soledad que hay que releer como destino de una manera de organizar la vida. En 2018 se creó en Reino Unido la primera secretaría de Estado contra la soledad. Estoy persuadido de que en unos lustros serán muchos los países que repliquen esta medida.

La misma lógica que provoca la soledad la convierte en mercancía. De ahí el ingente número de aplicaciones en el capitalismo de plataformas para establecer apresuradas citas y fulminantes encuentros amistosos o sexuales. Pero la deriva no se detiene ahí. Entretanto ya se están diseñando lenitivos tecnológicos para neutralizar la soledad a través de servicios robotizados. Esa soledad que nace de la expropiación de los tiempos y los espacios se convierte en un gigantesco yacimiento lucrativo para la computación afectiva. La computación afectiva es la inteligencia artificial destinada a diseñar dispositivos con capacidad para reconocer e interpretar el orbe sentimental humano y poder relacionarse afectuosamente con él. También se denomina inteligencia artificial emocional, aunque yo creo que un nombre mucho más preciso sería sentimentalidad artificial. Si el robot emocional puede releer nuestros afectos y nuestros sentimientos, se podría erigir en un compañero para contrarrestar el sufrimiento de esa soledad humana no elegida cuando nos la detecte. Se instalarían sensores en nuestro cuerpo para enviarle al robot confidente las señales fisiológicas con las que el cuerpo grita nuestras emociones, pero también con indicadores somáticos de nuestro organismo tan sensibles a la comparecencia evaluativa de nuestros sentimientos. Hay que recordar una vez más que las emociones no son sentimientos, aunque algunos de nuestros sentimientos están atravesados de emociones. El capitalismo demostraría que es insaciablemente opíparo. Crea la soledad, la cronifica y luego oferta servicios lucrativos para combatirla.





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