Obra de Rene Magritte |
Al hablarnos, al observarnos, al aplaudirnos, o
al mortificarnos, surge un yo que habla a otro yo. Para señalar el
peligro que supone el abuso de instrospección, tan repetido por los expertos,
yo empleo siempre el verbo merodear. «Olvídate de ti, deja de merodearte», es
la prescipción con la que suelo concluir conversaciones en las que sin saber
muy bien cómo al final aparece el tema de la felicidad. También me la repito a
mí mismo muchas veces. Es palmario que si uno se merodea a sí mismo es porque
se convierte en merodeador y merodeado a la vez, en el yo y yo de la feliz
expresión de Benedetti. Lo escribí en el último artículo, pero lo repito aquí.
Podemos dar el paraguas nominal que queramos a ese yo hablando a otro yo, pero
a mí a me gusta definir el alma como la conversación que entablamos con
nosotros mismos hablando a cada instante de lo que hacemos a cada minuto. Al
relatarnos nos desgajamos de nosotros para paradójicamente poder formar parte
de la narración. Es un portentoso ejercicio de funambulismo, una jugada de la
inteligencia que nos duplica. La posibilidad de que yo sea otro, lo que susurró
en aquel enigmático verso Rimbaud. El autor que con diecinueve años había
dejado por escrito lo acontecido una temporada en el infierno.
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