Somos lo que sabemos
expresar. Wittgenstein advirtió con lucidez que los límites de mi lenguaje son los límites de
mi mundo. Se podría refinar un poco más esta máxima y afirmar
que los límites de mi léxico y el microcosmos gramatical
en el que se desenvuelve son los límites de mi pensamiento sobre el mundo que, siguiendo a Wittgenstein, es todo lo que acaece. Más todavía. Cómo se hable uno a sí mismo dentro de esas balizas determina en un alto grado la construcción de sus propias expectativas y por tanto cómo se conducirá. En consecuencia el lenguaje deviene en un buril que esculpe la
plasticidad identitaria de la persona que estamos siendo a cada instante. Son tantas las posibles y acrobáticas contorsiones circenses que permite el lenguaje que a veces nos sorprende con el más difícil todavía. Entre las muchas prácticas malabares hay una especialmente fascinante. Seguro que cualquiera de nosotros la ha contemplado alguna vez en alguna parte. Ocurre cuando de repente alguien arranca a hablar de sí mismo en tercera
persona. Un individuo se señala a sí mismo pero como si fuera otro. En vez de
emplear el yo como el sujeto de sus narraciones personales o sus determinismos biográficos utiliza su propio nombre, o se
cita aludiendo a su profesión y cargo. En sus primeros
años de vida los niños se refieren a sí mismos de este modo. Al parecer el yo
no ha progresado lo suficiente como para admitirse como una unidad. Es muy cándido observar a un niño de dos o tres años
referirse a sí mismo por su nombre. Lo que ya no lo es tanto es contemplar
cómo esa misma operación la realiza una persona que hace unas cuantas décadas dejó
de serlo. Yo repito con fatigosa frecuencia que el alma es esa conversación que
mantenemos con nosotros mismos relatándonos a todas horas lo que hacemos a cada minuto. En uno de sus poemas Mario Benedetti habla de sí mismo como «yo y yo», es decir, el
milagroso desdoblamiento que se produce en el diálogo interior entre el yo que
habla y el yo que escucha. Basta con prestarse un mínimo de atención para
descubrir que «yo y yo» se pasan el día charlando animadamente. En mi caso es así. «Yo y yo» estamos de cháchara todo el rato.
Pero en el caso
que nos ocupa no se trataría de «yo y yo», sino de «yo y él», un diálogo
exterior con otras personas en el que el yo se escinde para hablar de sí mismo
como si fuera una alteridad disímil a él. Uno se cita a sí mismo, se señala,
pero al hacerlo toma una distancia verbal que es como si hablara de otro al que sin embargo nomina con su mismo nombre y apellidos. ¿Por qué uno habla de sí mismo
sustantivándose en su misma identidad nomimal pero como si se estuviera
refiriendo a otra persona? ¿Por qué adopta la decisión de hablar de sí mismo como si no fuera él mismo? ¿Qué fin
persigue esta peripecia autorreferencial del lenguaje? Hablar en tercera persona de sí mismo es como hablar en primera persona pero hipertrofiadamente. Es un yo tan quintaesenciado y tan hiperbólico en su
vanagloria que no puede referirse a sí mismo si no es desde la circunvalación
que le permite la enigmática magia del lenguaje. El espejismo de la supuesta distancia de
separación consigo mismo es en realidad la abolición de la distancia. Más que una versión estilizada del narcisismo
es su caricaturesca representación. La primera persona del singular (yo) es demasiado diminuta para abarcar tanta egolatría, así que el propio ególatra transmuta en la tercera (él). El usuario de esta expresión es tan dúctil a su narcisismo que se le
cuela en la simple elección del léxico con el que se autorreferencia. Hay otro elemento nada marginal que señala esta egocéntrica dirección. Yo todavía no he escuchado a nadie hablar de sí mismo en tercera
persona para reprobarse una conducta, o que cite su estatus profesional si éste no se ubica en los
lugares elevados de la pirámide social. Esta
arquitectura lingüística se levanta para el halago, no para la devaluación. Yo es él, él es yo, pero en realidad todo es él y él. Es
puro fundamentalismo del yo, la militancia más homogénea e idólatra del ego. La conclusión
puede ser muy simple. Utilizamos el lenguaje verbal para hablar con nosotros mismos y con
los demás, pero al hacerlo el lenguaje también habla y se expresa. Comenta cosas de nosotros sin
ninguna pudicia. Visibiliza quién habita dentro de la voz que lo pronuncia. Airea información confidencial. Nos habla.
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