«Falta de hambre» es una expresión
que a mí me resulta desafortunada. Indica con cierta antipatía la incapacidad de un sujeto o un grupo para movilizar la energía
suficiente en una dirección. En el mundo
del fútbol se utiliza para metaforizar la ausencia de ambición, el déficit de
motivación, la baja intensidad o un elevado conformismo que momifica el talento. Los hechiceros verbales de la tribu mediática emplean estos días esta fea expresión a modo de resumen que aclare qué le ha ocurrido a la selección
española para ser apeada del Mundial de Brasil a las primeras de cambio. Se cita la metáfora como si fuera un martillazo de sentencia y no se esgrimen ni argumentos ni sus ramificaciones, los matices. Cuando hace
cuatro años la Selección ganó el Mundial de Sudáfrica se alabaron el «trabajo, trabajo, trabajo» y el buen ambiente del grupo como
factores neurálgicos de la proeza, así que era lógico pensar que ahora con su eliminación se
apelaría a ambas ausencias para explicar la debacle. Pero no ha sido
así. El trabajo es un vector que sólo se señala en las poéticas del éxito, pero
se extirpa de las del fracaso. En la nueva jerga la falta de hambre no es otra
cosa que la falta de motivación por considerar poco atractiva la meta propuesta. No deja
de ser tremendamente contradictorio que «ser un muerto de hambre» sea una
maldad con la que se denoste cruelmente a alguien, pero que su contrapuesto, «la falta
de hambre», también sirva para reprender la actitud de un tercero.
En la cultura popular se ha hecho
célebre el argumento de que el hambre agudiza el ingenio, pero lo
único que sí sabemos empíricamente es que agudiza el mal aspecto. Nadie pluriemplea su
inteligencia por pasar hambre. Como metáfora de la ambición y la intensidad, el hambre no es un productor de talento, ni una palanca de
cambio, ni un fabricante de ocurrencias, ni un catalizador de habilidades, ni un vector de movilización, ni un proveedor de apego a las recompensas, ni un generador de hábitos afectivos optimistas tan necesarios para prolongar un esfuerzo cuyo reembolso está en un horizonte lejano. Todos estos recursos emocionales pertenecen a la inteligencia que se motiva a sí misma. La motivación es esa energía
que despierta en nosotros una acción para intentar su consecución. La literatura insiste en desligarla de cuestiones monetarias, punitivas y, por supuesto, alimenticias. La
motivación cursa con la construcción de un proyecto que dirija el caudal
energético del deseo en la dirección correcta, con el placer de la propia tarea, con la conciencia
de logro (nos encanta comprobar nuestro propio progreso, mirarnos en ese espejo favorecedor), con los desafíos que se pone a sí mismo el talento (ese hábito
automatizado por el que ejecutamos acciones de forma excelente y que se expande
elásticamente cuando la dificultad aumenta),
con el reconocimiento de los demás que nos ayudan a sacar lustre a nuestra
reputación, con la satisfacción gradual de
alcanzar gratificaciones en el corto plazo (necesitamos pisar tierra firme de vez en cuando), con el sentimiento del mérito merecido que activa mágicamente toda
esta rotación virtuosa. Nada que ver ni con el hambre ni con las ganas de comer.