En el ensayo La revolución de la
fraternidad (Destino, 2013), su autora, la periodista y psicóloga Paloma
Rosado, defiende la necesidad de reincorporar la olvidada fraternidad al
discurso social. El lema enarbolado en la Revolución Francesa que proclamaba
«libertad, igualdad, fraternidad» ha quedado reducido a un binomio en el que
las dos primeras consignas han recibido un trato preferencial en detrimento de
la fraternidad, que ha sido escamoteada de las narraciones públicas. La autora
vindica el papel rector de la fraternidad en nuestras vidas como llave de
acceso a la felicidad. La neurociencia constata que la felicidad se agazapa en
ese flujo cotidiano que nos anuda invisiblemente a los demás, en nuestras
relaciones con el otro, en la degustación de proyectos y actividades de la
gente que hormiguea a nuestro alrededor tanto en los espacios públicos como en
los círculos de convivencia más íntima. Hace más de medio siglo, el
primer artículo de los Derechos Humanos, esos Derechos que la productividad
económica anhela convertir en territorio lucrativo, nos exhortaba a una
fraternidad que ahora los científicos corroboran como matriz de la felicidad:
«Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y,
dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los
unos con los otros».
En la genealogía de la felicidad está la
fraternidad, tratar al otro como si fuera nuestro propio duplicado,
corresponderle como una persona equivalente a la nuestra. La felicidad vincula
con los demás, con la maraña de interacciones policéntricas que entretejemos
con nuestros pares, con la camaradería y pulsión cooperadora que reclaman las
tareas que desbordan nuestra capacidad, con la experiencia irremplazable del
reconocimiento y el cariño que siempre nos los tiene que expedir alguien ajeno
a nosotros, con el afecto que nutre las relaciones en una simbiosis alimenticia
que nos hace sentir vivos. En el esclarecedor ensayo Flow, que
aglutinaba cientos de entrevistas, se colegía que el momento más placentero de
las personas consultadas emergía cuando hacían algo que les encantaba, y lo
hacían de un modo compartido. Este resultado bidimensional destapaba el secreto
de la felicidad: hacer cosas que nos gusten y hacerlas, o compartirlas, con la
gente cercana que las siente como propias. Para poder trabar amistad con la
felicidad necesitamos alejarnos del totalitarismo narcisista que irradia
nuestro ego y disolvernos en los demás, adentrarnos en ellos, que sus fines y
los nuestros estén alineados por nuestra común condición de frágiles y
precarios seres humanos. El libro de Paloma Rosada narra en sus páginas finales
los testimonios de gente que poco antes de morir confesaba qué era aquello de
lo que se arrepentía en esos postreros momentos, qué deuda dejaban por saldar,
por qué les enojaba ser expulsados del reino de los vivos. La queja más
frecuente era la de no haber manifestado sus afectos, no haber expresado el
amor que sentían por las personas que siempre habían estado cerca de ellas. Se
puede argüir que la degustación del otro y su verbalización es la fuente de
nuestra felicidad. La felicidad comparece cuando uno brinca el perímetro de su
yo. Cuando se adentra en el territorio del nosotros.
En el ensayo La revolución de la
fraternidad (Destino, 2013), su autora, la periodista y psicóloga Paloma
Rosado, defiende la necesidad de reincorporar la olvidada fraternidad al
discurso social. El lema enarbolado en la Revolución Francesa que proclamaba
«libertad, igualdad, fraternidad» ha quedado reducido a un binomio en el que
las dos primeras consignas han recibido un trato preferencial en detrimento de
la fraternidad, que ha sido escamoteada de las narraciones públicas. La autora
vindica el papel rector de la fraternidad en nuestras vidas como llave de
acceso a la felicidad. La neurociencia constata que la felicidad se agazapa en
ese flujo cotidiano que nos anuda invisiblemente a los demás, en nuestras
relaciones con el otro, en la degustación de proyectos y actividades de la
gente que hormiguea a nuestro alrededor tanto en los espacios públicos como en
los círculos de convivencia más íntima. Hace más de medio siglo, el
primer artículo de los Derechos Humanos, esos Derechos que la productividad
económica anhela convertir en territorio lucrativo, nos exhortaba a una
fraternidad que ahora los científicos corroboran como matriz de la felicidad:
«Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y,
dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los
unos con los otros».
En la genealogía de la felicidad está la
fraternidad, tratar al otro como si fuera nuestro propio duplicado,
corresponderle como una persona equivalente a la nuestra. La felicidad vincula
con los demás, con la maraña de interacciones policéntricas que entretejemos
con nuestros pares, con la camaradería y pulsión cooperadora que reclaman las
tareas que desbordan nuestra capacidad, con la experiencia irremplazable del
reconocimiento y el cariño que siempre nos los tiene que expedir alguien ajeno
a nosotros, con el afecto que nutre las relaciones en una simbiosis alimenticia
que nos hace sentir vivos. En el esclarecedor ensayo Flow, que
aglutinaba cientos de entrevistas, se colegía que el momento más placentero de
las personas consultadas emergía cuando hacían algo que les encantaba, y lo
hacían de un modo compartido. Este resultado bidimensional destapaba el secreto
de la felicidad: hacer cosas que nos gusten y hacerlas, o compartirlas, con la
gente cercana que las siente como propias. Para poder trabar amistad con la
felicidad necesitamos alejarnos del totalitarismo narcisista que irradia
nuestro ego y disolvernos en los demás, adentrarnos en ellos, que sus fines y
los nuestros estén alineados por nuestra común condición de frágiles y
precarios seres humanos. El libro de Paloma Rosada narra en sus páginas finales
los testimonios de gente que poco antes de morir confesaba qué era aquello de
lo que se arrepentía en esos postreros momentos, qué deuda dejaban por saldar,
por qué les enojaba ser expulsados del reino de los vivos. La queja más
frecuente era la de no haber manifestado sus afectos, no haber expresado el
amor que sentían por las personas que siempre habían estado cerca de ellas. Se
puede argüir que la degustación del otro y su verbalización es la fuente de
nuestra felicidad. La felicidad comparece cuando uno brinca el perímetro de su
yo. Cuando se adentra en el territorio del nosotros.