Ya están aquí las Navidades de
2014. Estos días de paz y amor son también días de posibles conflictos y por tanto de funambulismo para no caer en ellos. Al compartir más espacio y más
tiempo con los demás se incrementan las posibilidades de lidiar con diferencias,
problemas, desacuerdos, la necesidad de conciliar intereses divergentes de un modo rápido ante lo efímero del confinamiento navideño. En la mayoría de
los casos se solventan con racionalidad y la suavidad concesionaria del afecto, pero hay escenarios crónicamente balcanizados que hacen de la Navidad
una época especialmente turbulenta. En familias no del todo bien avenidas la tácita
obligatoriedad del peaje navideño usurpa el control sobre la decisión de cómo pasarlas y ofrece una disyunción en la que uno siempre sale malparado. Si no
se acude a la celebración familiar, se puede sufrir demonización o alguna
descalificación vinculada con la desafección familiar o la asociabilidad (que
avinagrará más la relación), pero si se asiste, se acepta que durante esos días puedan
silbar metafóricas balas alrededor de la cabeza en cualquier momento.
Para aumentar la cantidad de
riesgo que hay que gestionar, da la mala casualidad que estos encuentros resumidos en banquetes opíparos suelen llegar inundados de bebidas alcohólicas. Ya se sabe que
el alcohol y el rencor forman una
peligrosa pareja copulativa: el rencor es odio enmohecido y la embriaguez suele
empujar a una sinceridad afiladamente brutal. Una sedimentación de agravios ya
imposibles de fechar puede convertir estos encuentros navideños en un territorio minado. Basta que alguien, enfadado por lo que escucha o
envalentonado por el trasiego de copas y la mal utilizada confianza del árbol genealógico, lance un apunte huracanado para
convertir el encuentro en un vendabal de acusaciones, una azotaina de reproches,
de rencillas no olvidadas, o de conductas reprobables aún impunes
(toda esta antología la bauticé hace unos años como «la exhumación de agravios»). La mayoría de los conflictos se deben a la incomunicación (los malententidos son
los monarcas de las desavenencias), a la analfabetización sentimental (no saber
apaciguar los ánimos, incapacidad para inhibir impulsos primarios, esgrimir una sensibilidad pedestre, elegir el
momento menos idóneo para tratar temas especialmente broncos) y a una
deficiente capacidad negociadora (es frecuente herir la autoestima de aquel al
que luego se le pide abnegada colaboración o la aceptación de lo demandado tras una intervención de puro acuchillamiento verbal). Habrá que repetirlo por
enésima vez. Los conflictos son inherentes a la naturaleza humana. Lo que
diferencia a unas personas de otras no es sufrirlos, es resolverlos bien o mal.
Ojalá estos días seamos lo suficientemente inteligentes para tener la fiesta en
paz. Seguro que sí. Felices días.