Obra de Juldmar Vicente |
El fanatismo de cualquier índole, pero especialmente el religioso puesto que se apropia de la soberanía de entidades sobrenaturales dotadas de infalibilidad, es la creencia enfatizada de que mis argumentos son la verdad y por extensión la creencia anexionada de que aquellos que difieren son falsos y merecedores de aniquilación. En la claustrofóbica reclusión de la mirada fanática nada se discute, existe la obediencia ciega, la aceptación sin tacha, la decrepitud hasta el óbito de la inteligencia como herramienta para dudar, el blindaje del dogma, el cortejo fúnebre de las ideas, el prejuicio que sólo percibe aquello que lo engorda obesamente y lo corrobora con complacencia en un bucle inacabable. El fanatismo exacerbado incuba odio al otro, la acumulación de odio degenera en ira, y la ira fanática no sólo es la acción virulenta y sin estilismos en la que se trata de infligir daño a los díscolos de pensamiento, sino que brinca temiblemente la supresión del tabú de matar. Todo esto viene a colación por los atentados yihadistas de ayer en París contra las personas que formaban parte del semanario Cherlie Hebdo. Dicen que la matanza se debe a haber publicado viñetas de Mahoma, pero es una lectura peligrosa que razona el asesinato. No sólo fue un ataque contra la libertad de prensa. Fue un tiroteo contra los que piensan de un modo divergente y se atreven a explicar por qué. Freud lo resumió muy bien. La civilización se inauguró el día en que un congénere insultó a otro en vez de atacarle con un sílex. La regresión a la selva se desprecinta cada vez que alguien ataca a un semejante con cualquier cosa que no sea un argumento.
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