Resulta sorprendente ver cómo, al
hilo de la inadjetivable matanza de los dibujantes del semanario Charlie Hebdo por miembros yihadistas, el
debate público se pierde en cuestiones que deberían estar embebidas por nuestra
conducta democrática y argumentativa. La constante aclaración de algunos postulados básicos de la argumentación, incluso con muertos aún sin inhumar a los que se les ha hurtado la vida por haber expresado ideas disímiles con pacífico humor, demuestra que no es así. Todavía tenemos que aprender a tramitar ideas propias y ajenas y a convivir sin susceptibilidades en mitad de ese tráfico denso. Existen muchos tics en nuestra conducta verbal cotidiana que revelan este tremendo desconocimiento, la neblina que nos envuelve en el paisaje de algo tan omnipresente como es ofrecer una opinión y por tanto exponernos a que nos la cuestionen. En conversaciones coloquiales cuajadas de opiniones divergentes es frecuente escuchar expresiones tan desafortunadas
pero tan delatoras de nuestro déficit de tolerancia como «igual que yo respeto tu opinión respeta tú la mía», o «es mi opinión y tengo derecho a que se respete». No,
no es así. La opinión no está blindada a las objeciones, y refutar una opinión no es faltar al respeto ni a la opinión ni a la persona que la deposita en su discurso. Uno tiene derecho a
opinar, pero la opinión puede ser perfectamente rebatida, e incluso,
dependiendo de su contenido, penalizada. Hace casi doscientos cincuenta años Voltaire insistía
en esta sutil diferencia con la que tanto seguimos enredándonos, como se puede
comprobar estos días: «No comparto lo que dice, pero defenderé hasta
la muerte su derecho a decirlo». Toleramos muy mal la discrepancia porque nuestro
analfabetismo argumentativo nos hace confundir las ideas que enarbolamos con la
persona que somos. Normal que consideremos
la objeción de nuestras ideas o de alguna de nuestras creencias como un trato irrespetuoso a nuestra
persona. Necesitamos una pedagogía de la argumentación. Muchos problemas se atenuarían.