Siempre he defendido que no es muy meritorio ser
digno cuando la vida no te pone en disposición de dejar de serlo. Cuando hablo
de comportamiento digno o ético me refiero a la conducta de un sujeto que
prefiere seguir un curso de acción en el que sabe que perderá una oportunidad
valiosa para él, a cambio de no quebrar su estratificación de valores.
Renunciar a un beneficio en aras de no traicionar algún principio vector de tu
vida hace que la dignidad aparezca siempre escoltada de la sensación de
derrota, de pérdida, de taponar el acceso a una situación mejor, de ver cómo la
prosperidad pasa a tu lado pero prefieres que se aleje de ti antes que
desembolsar por ella una deslealtad a tus preceptos éticos. Conviene apuntar
inmediatamente aquí que para mantener intacta la capacidad de elegir en dilemas
tan desestabilizadores es necesario tener satisfechas las demandas de la
fatalidad humana. La elección ética empieza allí donde termina el hambre y
todos sus modernos sucedáneos (penuria material, exclusión social, privación de
Derechos Humanos, incluidos los de segunda generación, etc.). Recuerdo que mi
admirado aunque omnívoramente pesimista Cioran escribió que todas nuestras
humillaciones provienen de que no podemos resolvernos a morir de hambre, y que
pagamos muy cara siempre esta cobardía. Sí, así, es. Morirnos de hambre no
entra jamás en nuestros planes.
Hace unas semanas leí una conferencia transcrita
del siempre distendido Fernando Savater. En mitad de la charla ratificaba con
un ejemplo muy didáctico la idea que yo trato de explicar en este artículo.
Savater estaba en una tarima hablando del desafío moral de la alegría, y en un
determinado momento interpela al auditorio (cito de memoria, las palabras no
son textuales): «Es muy fácil que ahora mismo todos ustedes se comporten de un
modo ético. Están cómodamente sentados escuchando a este conferenciante,
se encuentran a gusto, disfrutan con sus palabras. Es más fácil ser éticos en
estas condiciones que si de pronto hay un incendio. ¡No, no se asusten, no veo
ninguna señal de que lo haya! Pero si hubiera un incendio se crearía una
situación en que la moralidad se convertiría en algo más difícil. En ese
instante habría que decir, espere usted, abran las puertas, pase usted primero,
señora, etc., etc.». De esta hilarante anécdota se puede inferir algo que
ya no es tan hilarante. Agregar factores estresantes al medio ambiente social
hace peligrar el equilibrio ético de todos aquellos que lo conforman. Si se
deprimen condiciones directamente relacionadas con necesidades vitales de las
personas, afloran en simétrica yuxtaposición ciertas conductas.
Yo mismo lo he comprobado muchas veces realizando
un experimento con los alumnos de algunos de mis cursos. Se trata de un juego
en el que exacerbo la lógica competitiva para que los participantes pugnen por satisfacer
a toda costa el propósito del juego. Cuanto más apremiantes son las
circunstancias, más se deteriora el comportamiento ético, más abyectas son las
tácticas que emplean sus protagonistas, más probabilidades para que surja la
defección y la mentira. John M. Steiner habló de una inclinación en los seres
humanos que denominó durmiente. «Es la inclinación a cometer actos violentos
que está hipotéticamente presente en un individuo aunque permanece invisible, y
que puede emerger en determinadas condiciones propicias: presumiblemente cuando
los factores que hasta entonces reprimían dicha tendencia se debilitan o
desaparecen de forma abrupta». La fronteriza línea que separa la conducta ética
de la que la transgrede es muy delgada. Basta con fragilizar condiciones
básicas del tejido social o del microcosmos personal de un individuo para que
todo se pueda resquebrajar sórdidamente. Ojalá la vida no nos ponga en ninguna
situación en la que nos llevemos la desagradable sorpresa de comprobar que en
la persona que creemos ser habita otra muy diferente de la que no teníamos ni
la más remota idea. A todos nos conviene preservar las condiciones sociales
propicias para que nadie descubra a su particular durmiente.