Pintura de Alex Kazt |
En el acervo popular existe un dicho que nos recuerda que «hablando se entiende la gente». Se trata de una afirmación
excesivamente optimista, una frase que posee una hermosa sonoridad lapidaria, pero
cuya consistencia deviene en frágil si se analiza pormenorizadamente.
Seguro que cualquiera de nosotros a lo largo de la vida ha padecido intentos frustrados de entenderse con
alguien después de hablar durante mucho tiempo (incumpliendo el mandato de la
brevedad, puesto que cuanto más se mira un problema menos se ve), ha mantenido intacta una disensión tras truncados intentos
de conciliar intereses, se ha mareado dando vueltas sobre la circularidad de ideas que nunca
echaban el ancla en ningún puerto. Conociendo esta desventurada posibilidad, a mí
me gusta decir que «hablando se puede entender la gente», pero sobre todo «si
no se habla, es difícil entenderse». Toda la cultura del acuerdo y toda la
educación para el diálogo y la paz se pueden resumir en este último aserto.
Etimológicamente diálogo
ensambla el término logo (palabra) con el prefijo dia (que circula). Diálogo es
por tanto la palabra en circulación, la palabra que se desliza a través dos o más personas, pero conviene matizar enseguida que no se trata de una palabra cualquiera. La palabra es la distancia más corta entre dos
cerebros que desean entenderse, pero para que esa palabra evite la dirección
contraria y recale en la cerrazón y el empecinamiento es necesario encapsularla en argumentos construidos correctamente,
en razones que utilizamos para defender una posición o para impugnarla. Sólo a través
de la arquitectura de los argumentos podemos convertir el diálogo en un recurso
útil, en una herramienta maravillosa para el progreso de la sociedad civil y los contextos democráticos. Los argumentos poseen poder de excavación
y, bien utilizados por los interlocutores, pueden extraer minerales valiosos,
pero esgrimidos de un modo avieso pueden convertirse en pegajoso lodo y embarrarlo todo. Hace unos
días leí a un profesor de Filosofía que sus alumnos consideraban que debatir es gritar, interrumpirse, atacarse, zaherirse,
afirmarse por encima de todo, lograr la disipación del valor y el respeto que el
otro se concede a sí mismo. Cuando se desencadenan estos combates de esgrima
verbal, cuando proferimos barbaridades en las que abdican los argumentos educados,
cuando la adhesión pasional hacia nuestras ideas se confunde con nuestro ego y nos impide el sano olvido de
nosotros mismos, cuando somos incapaces de aceptar que dos postulados opuestos pueden convivir amablemente en el mundo de lo deliberativo, no hay diálogo. La palabra no circula. Y la historia nos dice
que allí donde las palabras no circulan, tarde o temprano emerge la fuerza en
sus distintas gradaciones y encarnaciones. Inequívocamente.
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La trilogía "Existencias al unísono" en la editorial CulBuks.
La bondad convierte el diálogo en un verdadero diálogo.
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